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Huellas N.02, Febrero 2025

RUTAS

Con el corazón en Cristo

Guido Randon

Un amigo sacerdote recuerda al padre Aldo Trento, misionero en Paraguay. Una vida inquieta sostenida siempre por su sí a Cristo

Ese día el padre Aldo fue a buscarme al aeropuerto de Asunción. Me dijo: «primero vamos a saludar al dueño de la casa», y me llevó ante el sagrario. Allí, arrodillados, tomó cuerpo la semana de amistad que teníamos por delante, una semana cargada de sorpresas y golpes de gracia. Me enseñó las instalaciones de su obra, luego me llevó por una calle y, mientras me contaba su vida, me señaló una esquina donde un día, en uno de sus paseos para vencer su depresión, encontró a un hombre moribundo. «Mirándolo –me decía Aldo (cito de memoria)– comprendí que él también era el cuerpo de Cristo, igual que la hostia que sostenía poco antes en mis manos celebrando la misa, y lleno de compasión lo cargué sobre mis hombros y me lo llevé a casa… así empezó todo lo que has visto».
La mañana siguiente, después de la misa, me invitó a acompañarlo en su visita a los enfermos con la custodia del Santísimo, bendiciéndolos uno a uno, acariciando a todos con una ternura que transmitía el amor que tenía en el corazón por su humanidad herida. No eran enfermos normales, algunos estaban deformes, causaban una impresión dolorosa. En la última cama yacía Víctor, un niño con la cara desfigurada por la hidrocefalia. Aldo lo acarició y lo besó diciéndome: «Este es mi hijo. No tiene a nadie, así que lo he adoptado, está registrado como hijo mío». La mañana siguiente tenía que ausentarse y me invitó a hacer la ronda de visitas a los enfermos bendiciéndolos con el Santísimo. «Venga, que puedes», me dijo al verme titubear. Me sorprendió encontrar en él la inmediatez del amigo de toda la vida.

Recuerdo el temblor que me invadió aquella mañana, pasando de cama en cama repartiendo bendiciones. Fui incapaz de acariciar a los dos primeros. Temblor y vergüenza se apoderaron de mí, luego logré acariciar a algunos. Cuando llegué a la cama de Víctor no pude contener la emoción y poniéndole una mano en el pecho me eché a llorar porque mi sí a Jesús no lograba expresarse con total radicalidad de fe y ternura ante ese rostro con el que Cristo se me presentaba. Delante de aquella cama comprendí en qué se había convertido mi viejo amigo Aldo. Allí vi que el corazón de Cristo había conquistado completamente su corazón. Sabía que siempre había estado enamorado de Cristo, pero constatar que la persona de Cristo y esas personas enfermas y deformes eran objeto de un amor que coincidía con su amor a Jesús provocó en mí una sacudida de gracia que me llevó a confesar a Aldo que «hubo un tiempo en que tú acudías a mí en busca de ayuda y ahora, a través de ti, Cristo me invade y toma mi vida con una profundidad inimaginable».

El padre Aldo siempre llevaba a Jesús en el corazón, pero ahí percibí la radicalidad con que su vida testimoniaba un paso más grande, más profundo, al que yo también estaba llamado, provocado por nuestra amistad. En Aldo vi la belleza de la santidad cristiana, de una persona totalmente confiada a la iniciativa que el Misterio obraba en él. No fue un hombre sin defectos, pero en él quedaban superados por su continuo sí a Jesús, que lo sostenía. ¿Acaso no es eso la santidad cristiana?
Nuestra amistad nació en 1977, dentro de la experiencia de Comunión y Liberación. La relación entre nosotros siempre fue ruda pero honesta, sincera, amistosa. Hasta que el Señor pisó el acelerador con nosotros. Una noche a finales de enero me llamó por teléfono. Se presentó en plena noche, con los ojos enrojecidos por el llanto. Venía de un encuentro de bachilleres, cansado y hambriento. Al llegar al monasterio se había encontrado con el comedor cerrado. Me habló de la soledad que sentía, de la incomprensión de algunos de sus hermanos y amigos, de los miedos que le asaltaban. Decidimos empezar a vernos todas las semanas. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando se marchó.
Desde entonces nos vimos de manera estable. Hacíamos la escuela de comunidad, abríamos nuestro corazón sin esconder nada, y veíamos cómo crecía nuestra pertenencia a Cristo en la vida del movimiento. En esos encuentros percibíamos la misteriosa presencia del Señor. ¡Cuánta gratitud conmovida inundó nuestro corazón! Decidimos hablar con don Giussani para juzgar lo que estábamos viviendo. Lo vimos después de Pascua. Nos abrazó y nos dijo que nuestra amistad era un don de Dios. Experimentamos una paternidad impensable. Nunca podré olvidar esos encuentros.

Un día, creo que ya era junio, don Giussani le mandó a por un café y en ese rato me preguntó qué me parecía la idea de proponer a Aldo irse de misión. «Aldo –respondí– tiene su corazón puesto en Cristo y a cualquier cosa que tú le propongas dirá que sí». Así fue. Le manifesté mi deseo de irme con él de misión, pero tuve una respuesta negativa: «Tú quédate aquí». Desde ese día don Giussani lo mantuvo a su lado. En esa época dejó a los canosianos para entrar en la Fraternidad sacerdotal San Carlos, pero siempre le llamaron padre Aldo.
El día que se marchó a Paraguay, de camino al aeropuerto, paramos en el santuario de la Virgen del Frassino, celebramos la misa y al acabar me regaló una imagen de madera de san José que todavía conservo en mi habitación. Me la dio con estas palabras: «Que san José guíe nuestro camino y que nuestra amistad siga creciendo». Creo que fue un augurio profético.
Giussani también fue a despedirlo al aeropuerto. Le dio un abrazo y luego se marchó totalmente solo. Se giró dos veces para despedirse, tenía un rostro sufriente, con lágrimas. Yo también lloré. Ante mi querido amigo el padre Aldo se abría una nueva etapa que resultaría ser grandiosa. Su sí a esa llamada coincidió desde el principio con un sí a una nueva vida, como me testimonió en las semanas siguientes, con toda la fatiga que le supuso.
Esa manera suya de ir hasta el fondo de la llamada le hizo amar sin reservas al pueblo al que había sido enviado. Afrontó las diferencias culturales, sociales y personales. Se entregó a ellos por completo con toda su creatividad. Niñas violadas y abandonadas, jóvenes perdidos en aquella periferia inmensa, personas golpeadas por enfermedades terminales o desfiguradas en sus cuerpos y en sus rostros hasta la repugnancia, chavales que vivían en el cementerio y que se dedicaban a abrir féretros en busca de objetos de valor: en todos ellos identificó el rostro de su amado Jesús.

Tampoco pudo frenar su sí a Cristo el embate de su dolorosa depresión, misteriosa compañía de su sí. Ante la necesidad de ofrecer una casa a Jesús en aquellos pobres que encontraba, en pocos años logró poner en marcha una escuela, una casa para las niñas y otra para los niños, otra para los ancianos abandonados, otra para los enfermos, hasta llegar a abrir la clínica San Rafael para enfermos terminales. «El Señor ha permitido esta clínica –me dijo la última vez que lo vi, durante una visita a Italia para cuidarse– para que yo pudiera pasar los últimos años de mi vida abrazado a Él».
El padre Aldo ha sido a mis ojos, y a los ojos de cuantos pudieron conocerle y mirarle sin prejuicios, el ejemplo vivo de un amor total y operativo al carisma de don Giussani. No le importaban los detalles ni se dejaba condicionar por el formalismo. Las formas nunca prevalecieron sobre la esencialidad de su vocación, él iba directo al corazón del Misterio que le interpelaba y se lanzaba con todo su ser a traducir en vida y en obras la inspiración que el Señor le suscitaba mediante la realidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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