La homilía de Ángel López, vicario episcopal de Madrid, en el primer aniversario de la muerte de Jesús Carrascosa (9 de enero de 2025)
¿Qué decir? Ya ha pasado un año desde la muerte de nuestro amigo Carras. Y hoy venimos a dar gracias a Dios por su vida. No voy a hablar de la muerte, sino de la vida, del gran regalo que hemos recibido todos en la persona de Carras.
Querría resaltar tres aspectos de su vida que para mí han sido muy significativos.
1. ¡Qué potra hemos tenido!
El primero es una frase que repetía constantemente, en lenguaje vulgar: «¡qué potra hemos tenido!». ¡Qué suerte hemos tenido! Teológicamente podríamos decir: ¡Qué gran gracia hemos recibido! Y en lenguaje bíblico, podríamos decir con las palabras del Salmo (126,3): «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres».
¿Por qué repetía Carras permanentemente esas palabras? Porque expresaban de un modo sencillo lo que le había pasado a él en la vida: el Señor le había encontrado, le salió al encuentro y eso hizo que su vida cambiara de un modo radical. Tan radical que, por fin, encontró en su vida algo por lo que merecía la pena dar la vida y no sentirse engañado. Lo que él encontró le prometió una vida grande y no le defraudó; fue así. Cualquiera que viera a Carras veía a un hombre lleno. Un hombre con una vida plena. Pero que no hacía referencia a sí mismo. Permanentemente nos indicaba que miráramos a Otro. «Mirad lo que me ha pasado. Mirad quién ha salido a mi encuentro. Mirad lo que me ha sucedido. Mirad a quien me ha sucedido. ¡Qué potra hemos tenido!». Mirándole fácilmente veíamos no un dechado de virtudes, sino un hombre sencillo que reconocía que todo lo grande que era su vida le había sido dado, él solo tuvo que, nada más y nada menos, aceptar lo que el Señor le proponía a través del encuentro con el movimiento de Comunión y Liberación, a través de personas concretas que el Señor le puso en su vida, especialmente don Giussani, al que llegó a través de José Miguel Oriol y Carmina Salgado.
Y cuando uno le escuchaba decir «qué potra hemos tenido», entendía por qué lo decía en plural. En primer lugar, porque era inseparable de él Jone, su mujer. Juntos han recibido la gracia y juntos se han sostenido, el uno al otro, en el camino de la vida hasta el último segundo de la vida de Carras. Pero además, cuando uno –a mí me pasaba– lo escuchaba en plural también entendía que esa gran gracia yo también la he recibido. ¡Qué gran gracia hemos recibido! Hemos, todos nosotros, todos los que estamos aquí, hemos recibido una gran gracia. El Señor se nos ha presentado en nuestra vida a través de personas concretas ofreciéndonos la posibilidad de adherirnos a Él, adhiriéndonos a la compañía humana que ha salido a nuestro encuentro.
Estamos todavía en el tiempo litúrgico de la Navidad en el que celebramos que Dios ha tenido misericordia de nosotros y se ha hecho uno de nosotros para acompañarnos en el camino de la vida. Celebramos que el Verbo se ha hecho carne y habita entre nosotros.
Pensemos un momento: ¿puedo decir yo, con toda conciencia, «qué potra he tenido; qué potra hemos tenido»? ¿Puedo decir yo que «el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres»?
2. Vence quien abraza más fuerte
El segundo aspecto es otra frase que también repetía Carras. «Vence quien abraza más fuerte». Me viene la imagen, de todos conocida, del abrazo de Carras con don Gius. Es una foto de Carras y don Gius dándose un fuerte abrazo: Carras está de espaldas en la foto y don Gius, de frente, cuya cara se ve perfectamente.
Para mí esa foto es la imagen de Cristo abrazando a Carras a través del abrazo de don Gius. Es la imagen de quién era Carras. Yo soy lo que me he encontrado. Yo soy Tú que me haces, yo soy Tú que me amas, yo soy Tú que me abrazas. Vence quien abraza más fuerte, es decir, el que se deja abrazar fuertemente. La lucha de la vida consiste en ser vencido. En ser derrotado. En dejarse vencer. En dejarse abrazar. En tener la certeza de la fe, es decir, la certeza de que Cristo vencerá al mundo porque ha vencido en mí, porque vence en mí. Cuando yo reconozco que Cristo me abraza a través de esta compañía en la que me ha insertado, yo puedo también abrazar al que tengo al lado, sea quien sea, o al menos desearlo. Y tengo el deseo de que todo el mundo se encuentre con el abrazo de Cristo a través de mis brazos. Carras era un testigo incansable de lo que le había sucedido: había sido abrazado y quería que todos experimentaran ese abrazo. ¿No nos sentíamos así cuando estábamos con él? ¿No nos sentíamos abrazados por él?
«El amor consiste en que Él, Dios, nos amó primero. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros», nos ha dicho san Juan en su primera carta. Y este es el bien para el mundo, el misterio cristiano. Dios hecho carne en Cristo. Cristo que quiere abrazar a todo ser humano y por eso tiene los brazos abiertos, en la cruz. Y quiere abrazar a los seres humanos a través de los brazos de la Iglesia, a través de la comunión vivida en la Iglesia. A través de nuestra comunión. Por eso el bien del mundo es ofrecerle nuestra comunión, es construir la Iglesia. Queremos la paz en el mundo pero no está en nuestra mano conseguirlo, aunque sí podemos empezar por poner paz en nuestro corazón, deseando y pidiendo poder abrazar al que tengo al lado.
Pidamos tener la certeza que tenía Carras: que la entrega de nuestra vida al misterio cristiano, que entender nuestra vida como comunión, es mi bien y el de mis hermanos, es mi bien y el bien del mundo. Estamos llamados a vencer al mundo, abrazando fuerte, porque hemos sido vencidos, porque hemos sido abrazados.
3. Unidad y obediencia
El tercer aspecto de la vida de Carras que quiero resaltar es el último periodo de su vida. En él reclamaba, nos reclamaba, a la unidad. Y para vivir la unidad es necesaria la obediencia. Y vemos a Carras obedeciendo a la amistad vocacional que le había configurado y fruto de esa obediencia se viene a vivir con Jone a Madrid, cuando ya tenía todo organizado para jubilarse y vivir en Roma. Y, una vez aquí, cuando se podría haber dedicado al dolce far niente, obedece y acepta ser responsable del movimiento en España. Y como responsable dedicó los tres últimos años de su vida a construir la unidad, a reforzar la unidad entre nosotros. Que sean una sola cosa para que el mundo vea, que sean una sola cosa para que el mundo crea. Pidamos el don de la unidad. Que seamos una sola cosa para que el mundo vea, que seamos una sola cosa para que el mundo crea. Y es que nuestra unidad, nuestra comunión, es una esperanza para el mundo.
Precisamente este año la Iglesia, el Papa, nos propone un año jubilar en el que ser peregrinos de esperanza. Nos pide que seamos signos tangibles de esperanza. Nosotros tenemos esperanza en el futuro por la certeza del presente. Sabemos que Cristo, nuestra esperanza, está con nosotros y sabemos que estará con nosotros. Tenemos la ocasión, este año, de celebrar, de alegrarnos por la encarnación de Cristo. La Iglesia lo celebra cada 25 años. Celebramos que el Verbo se hizo carne y habita entre nosotros. Damos gracias a Dios porque podemos volver a caer en la cuenta de que Él está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Porque hoy nos dice, estemos como estemos, en la circunstancia de cada uno, lo que les dijo en el mar de Galilea a sus discípulos: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo». Miremos alrededor, ¿qué vemos? ¿No vemos una compañía humana? Pues esta es la compañía de Cristo. Él nos dice: «Ánimo, soy yo, no tengas miedo».
Acabo con las palabras del Papa que nos dirige en la encíclica Dilexit nos (Nos amó), que cuando las leo inmediatamente me remiten a Carras: «La misión exige misioneros enamorados que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida. […] Su mayor preocupación es comunicar lo que ellos viven y, sobre todo, que los demás puedan percibir la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres intentos. Hablar de Cristo, con el testimonio o la palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para quererlo, ese el mayor deseo de un misionero de alma. […] Con el máximo respeto ante la libertad y la dignidad del otro, el enamorado sencillamente espera que le permitan narrar esa amistad que le llena la vida».
Pues que todos nosotros, que cada uno de nosotros, podamos narrar esta amistad con el Amado, que nos llena la vida.
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