Apuntes de las meditaciones de Luigi Giussani durante la peregrinación a Lourdes de 1992, en el décimo aniversario de la Fraternidad de CL
«El ángel del Señor llevó el anuncio a María». El ángel del Señor lleva el anuncio de Cristo a nuestra vida, de otro modo no le habríamos conocido. «Nosotros, que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo Jesucristo...». ¿Quién es este ángel? ¿Por el anuncio de qué ángel he conocido yo la encarnación del Señor? ¿Por quién he sabido yo que Dios se ha hecho hombre? El ángel, el mensajero, el que nos trae el mensaje, es toda la tradición de la compañía cristiana que se ha coagulado y se ha hecho perceptible en la brevedad de nuestra compañía.
En Getsemaní
El misterio de nuestra compañía tiene como marco de referencia la agonía de Jesús en Getsemaní. Agonía es una palabra que indica un sufrimiento lleno de lucha. «¿Habéis salido –dice Cristo a quienes le están deteniendo– a prenderme con espadas y palos como si fuera un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me prendisteis» (Mt 26, 55).
Entonces, ¿por qué persiguen a Cristo? Lo dice Péguy en El misterio de la caridad de Juana de Arco: Cristo había sido tolerado –incluso en aquello que no era conforme a la mentalidad común– hasta el día en que se manifestó abiertamente el fin para el que vivía, «hasta el día en que comenzó su misión». ¿Cuál era esa misión? Salvar al mundo. Salvar significa hacer digno de ser vivido.
La ternura de Dios
«María –decía Juan Pablo II– es la respuesta de Dios al hombre». María, efectivamente, es la respuesta creada en la historia ante el hecho de que nuestra naturaleza sea deseo de felicidad, que nuestra vida sea deseo de verdad. María concibe en su seno al misterio de Dios hecho carne, hecho hombre para vivir la vida de todos los hombres y acabar su vida como acaban todas las vidas humanas: con la muerte. Encarnándose en María, Dios dice: «Yo realizaré tu deseo de felicidad; tu deseo de verdad, de justicia y de plenitud se cumplirá. Yo me hago compañero tuyo para que esto ocurra».
Haciéndose hombre en el seno de la Virgen, viniendo al mundo para salvarlo, el Señor subraya que la relación original del Misterio con su criatura –cualquiera que sea la condición en que deba desarrollarse la vida– es la ternura. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13), no hay mayor sacrificio que dar la vida por la obra de otro; y el otro, en este caso, es cada uno de nosotros como cumplimiento del propio destino.
La ternura de Dios lleva consigo el anuncio del carácter positivo que tienen todas las cosas: «Hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados» (Mt 10, 30).
Reverberación
La ternura es la relación que el Misterio tiene con la criatura a la que da origen. Nosotros debemos ser los mensajeros de esa ternura. Y lo seremos en la medida en que dicha ternura reverbere en nosotros, en la medida en que nos hagamos imitadores suyos.
¿Qué puede armonizar una compañía –como la nuestra– que tiene la pretensión de vehicular el gran mensaje de que Dios se ha hecho hombre, sino la reverberación, la imitación de la ternura con que Dios ha creado al mundo para hacerse compañero suyo?
De este modo se comprende que Jesús, en su lucha extrema (agonía) en Getsemaní, deseara como bien supremo la compañía de los suyos. Solo deseó esta compañía; y no la tuvo.
Dramaticidad y libertad, tristeza y traición
Esta relación de ternura de Dios hacia el hombre es dramática, porque debe atravesar la libertad humana.
Es la dramaticidad que vivió María cuando dijo «fiat», la dramaticidad que invadió al mismo Cristo con el temblor de su carne ante la evidencia de la proximidad de la muerte: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39).
Este es el punto: a menudo nuestra compañía no dice «fiat», no dice «hágase tu voluntad». Es entonces cuando nuestra libertad se vuelve melancolía, tristeza y sopor, ante uno mismo y ante nuestra tarea en el mundo; un aburrimiento total que nos adormece, que nos aparta del compromiso y la responsabilidad con las cosas, hasta llegar a convertirse –en un momento dado, inevitablemente– en traición, como los discípulos que huyeron.
El poder del mundo
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué este sopor del vivir, que tiene una extrema semejanza con la traición final, donde dominan la vanidad, la impresión superficial, la reacción inmediata y el parecer instintivo en vez del amor a lo verdadero? No es de nosotros de donde nace todo esto. Se vuelve nuestro –eso es verdad– pero no nace de nosotros. Nace de una maldad, de una mezquindad, de un desamor a nuestra vida; nace del poder del mundo. Nace de la voluntad que tiene el poder mundano de usar nuestra vida en vez de servirla, de utilizarnos como discípulos silenciosos de sus proyectos.
Para el mundo, Cristo es un estorbo. Al hombre Cristo se le puede honrar incluso, pero el mundo quiere borrar su influencia, impedir que el hombre lo mire, que se sienta persuadido por él, que quede impregnado por su ternura incomparable y le siga. Mientras seamos como todos los demás –mientras sigamos las indicaciones del poder y digamos «sí señor»– seremos ensalzados como cristianos «abiertos», que no molestan. Pero en cuanto mencionamos el mensaje concreto: «Creo en Jesucristo, Dios encarnado, que murió y resucitó para salvar al hombre», el mundo responde: «¡Al hombre lo salva el mismo poder del hombre!». ¡No hay mayor mentira que esta!
Justo en ese momento es cuando nuestra compañía se rompe y deja de ser aquello a lo que está llamada: signo presente de una bondad, de una fuerza verdadera y total que actúa para llevarnos –a través de todas las apariencias, también las «malas»– a la vida. «Yo soy el camino y la verdad [la resurrección] y la vida» (Jn 14, 6). Nuestra compañía existe para gritar al mundo este mensaje, esta es nuestra tarea suprema.
El primer enemigo
Cristo, por tanto, tiene un primer enemigo que se erige en su contra: nosotros. La traición más próxima es la nuestra. «Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría… pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad» (Sal 55, 13-15).
La ternura de Dios tiende a crear nuestra compañía, un lugar donde los extraños se acepten, se amen, sacrifiquen sus energías por unos desconocidos. Pero esta compañía, ejemplo para el mundo entero y profecía del bien que nos espera al final, se deshace: cada uno huye por el camino de sus propios miedos, que reviste de opinión intelectual, de instintiva repugnancia, de un escéptico «imposible».
El vínculo de la unidad
La salvación de nuestra dispersión, la seguridad frente al acecho de la traición, la posibilidad de que esta compañía camine en la historia –a pesar de todas las adversidades y enemistades que la rodean– portando el estandarte de lo positivo y construyendo fragmentos de humanidad donde la resurrección de Cristo empiece a definir tiempos y espacios concretos, es nuestra unidad. Escribía san Gregorio de Nisa: «Entre todas las palabras que Cristo dice y las gracias que concede hay una que es la mayor de todas y a todas sintetiza. Es la amonestación de Cristo a los suyos para que estén siempre unidos en la solución de las cuestiones y en la valoración acerca del bien que se puede hacer; para que se sientan un solo corazón y una sola alma y estimen esta unión como el único y solo bien; para que estrechen la unidad del espíritu con el vínculo de la paz; para que formen un solo cuerpo y un solo espíritu; para que respondan a una única vocación, animados por una misma esperanza. El vínculo de esta unidad es una auténtica gloria».
Cristo, antes de ir a la muerte, rezó así: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,1-3). Esta oración empieza a generar una historia nueva, una cercanía y un amor entre los hombres que de otro modo resulta desconocido.
«El vínculo de esta unidad es una auténtica gloria»; nuestra compañía está llamada a dar a Cristo esta auténtica gloria. Nuestra unidad tiene que hacer decir a quien la mire con pobreza de espíritu: «Ahí está el milagro». Es decir, ahí está lo verdadero.
Petición
Pidamos a la Virgen que nos haga «uno», que salve nuestra unidad de la disipación a la que el mundo nos invita en nombre de nuestras razones, sentimientos, reacciones e instintos. No existe razón ni sentimiento mayores que nuestra unidad. Pidamos a la Virgen que el milagro de nuestra unidad entre en el mundo a través de nuestra breve vida y se establezca cada vez más claramente sin tristeza ni miedo, ni siquiera a la muerte, ni siquiera a la persecución más odiosa.
«María, pide a Cristo que se haga una sola cosa con nosotros y que nosotros lleguemos a ser una sola cosa con él. No tenemos miedo de nuestro miedo; nuestra mezquindad no es tanta como para olvidar su amor.
Queremos que el amor a Cristo se dilate en nosotros como se dilató en tu corazón». Con esta voluntad de entrega total a Cristo –a pesar de todos nuestros errores, debilidades y traiciones– despunta en nuestra vida el primer brote de la felicidad: una alegría serena capaz de gozo.
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