Las cenas, una acogida sin límites y esas palabras que te “despertaban”. El testimonio del fundador de la Compañía de las Obras
La casa de los Memores Domini en Gudo Gambaredo, donde Luigi Giussani vivió hasta 2003 y donde yo también viví de 1995 a 2005, era un lugar verdaderamente único. Una “extraña compañía” de 14 mujeres y 8 hombres, no solo con las edades y personalidades más diversas, sino también con límites y grandezas de lo más dispares, y con el capocasa (responsable de la casa, ndt.) más inadaptado, temperamental y distraído que podía haber (¡yo!).
La presencia del Gius ofrecía a esta compañía de “desarrapados” una tensión por la verdad que cambió mi vida definitivamente. Con él todo resultaba significativo.
Recibía allí a muchísima gente, tanto personalidades con cargos relevantes a nivel civil y religioso como sencillamente amigos, tanto gente del movimiento como de fuera, tanto italianos como extranjeros.
Estaba definido radicalmente por un deseo desbordante de acompañar a cada persona, de ser para ellos amigo, hermano y padre. Después de atender tranquilamente a sus invitados o llegar a casa con ellos, los invitaba a cenar con todos nosotros.
Eso ya me sorprendía porque no nos “preparaba” como se suele hacer en las familias “bien” cuando viene un invitado ilustre o un extraño: dejaba que el encuentro se desarrollase de manera espontánea, con el deseo de que todos participaran a su manera.
Siempre tenía que rendirme ante el hecho de que don Gius se fiaba de verdad de “Aquel que está entre nosotros” y eso, a sus ojos, cambiaba las connotaciones personales y colectivas de nuestra fisonomía.
Una vez invitó a Angelo Abbondio y su mujer Fernanda. Angelo era uno de los grandes financieros de Milán, había conocido el movimiento y se puso a disposición de la Compañía de las Obras, así que le nombraron vicepresidente para que me ayudara gratuitamente, a mí –mucho más incompetente, y con diferencia– que era el presidente. Toda la cena se habló de lo que eran y cómo funcionaban las finanzas. Don Gius parecía un colegial lleno de curiosidad y deseoso de aprender, le fusiló a preguntas, lo escuchaba con tanta atención y asombro que parecía que le estuviera hablando de temas que le afectaran más de cerca. Me di cuenta de que oía aquellas explicaciones como parte del Misterio que se desvelaba, y nos contagió de tal modo que todos se atrevían a intervenir y hacer preguntas, lo que alargó bastante aquella cena.
Giussani se despertaba muy temprano y cuando entraba en la cocina para hacer el desayuno ya había visto los telediarios y hablaba con nosotros de todo lo que estaba pasando en el mundo, pero también de la vida del movimiento y de nuestra vida personal. La mañana siguiente a la cena con los Abbondio, poco después del alba, desayunando en la cocina empecé yo la conversación, diciendo que estaba impactado por el hecho de que nuestra experiencia de fe fuera capaz de hacerlo todo fascinante, hasta las finanzas. Empecé a contar todas las cosas bonitas que estaban pasando en la Compañía de las Obras: partir del deseo y de la fe generaba novedad, creatividad, innovación y vínculos hasta en el mundo empresarial. Los que estaban allí, empezando por Giussani, parecían, igual que la noche anterior, no solo interesados sino contentos incluso por lo que yo contaba.
Yo me “vine arriba”, sentía que lo que había encontrado y lo que estaba haciendo llenaban mi vida de satisfacción, se estaba volviendo totalizante. También pensaba que aquello era amor a la gloria de Cristo en el mundo. Se encargó Giussani de despertarme, de un modo un tanto extraño que en ese momento no entendí. «¡Eh, De Gasperi!». «¿De Gasperi?». «Eh, sí –añadió–, recuerda que De Gasperi, para servir a su país, para servir al bien común, tuvo que entregarse por completo y dedicar todo su tiempo, hasta sacrificar sus afectos y lo que amaba en su vida privada». Entonces se paró un instante y lanzó la estocada: «Si uno no llega hasta ahí, es que ni siquiera ha empezado». El tono en que lo dijo no era de reproche ni de énfasis, sino bonachón, como el de un buen padre de familia que quiere hacer que su hijo intuya algo sin imponérselo, apuntándolo de tal modo que él solo pueda llegar a entender y dé un paso en su camino. Me vino a la mente un pasaje del evangelio. «Los setenta y dos volvieron con alegría, diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Y Jesús les dijo: “No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”».
Comprendí entonces adónde quería llegar, pero no dije nada, tampoco a los demás de la casa. Era hora de irse a la universidad, así que me despedí, abrí la puerta de la cocina y cuando ya casi estaba fuera oí que me llamaban. «Giorgio». Me giré. «¿Sí, Gius?». Estaba sentado, me miró sonriendo, con una mirada cargada de ese afecto que creo que solo se puede ver en el cielo: «De todas formas, recuerda siempre que si ofreces a la Virgen todo lo que haces, todo lo que te pase, nada será inútil. Ciao. ¡Buen día!». No solo sucedió aquella mañana sino otras muchas veces. Yo me identifico mucho con el personaje de la canción brasileña Romaria: «Perdido en mis pensamientos… no sé rezar». En estos años, pocas veces he hecho lo que me pidió Giussani. Pero cada vez que esa frase vuelve a mi mente abre de nuevo mi corazón de par en par.
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