La intuición inicial les llenaba de vértigo, dudas, preguntas y miedos. Pero dejarse acompañar en el camino les ha permitido empezar a mirarse como una "casa". La historia de Elena y Diego
Cuando nos pidieron que escribiéramos esto nos invadió el vértigo de compartir nuestra historia, además de tratar de poner palabras a cuestiones en las que estamos al principio del camino, y con las que tenemos más preguntas que respuestas. Por otro lado, nos hizo decir que sí rápidamente el agradecimiento a Huellas y a todos aquellos que arriesgan compartiendo su experiencia, ya que siempre ha sido una gran ayuda para nosotros leerlo.
Nos conocimos durante un verano, en un momento en el que ambos teníamos muchas preguntas abiertas, en su mayoría afectivas. Surgió un atractivo grande entre ambos y la intuición de que en esa relación había algo bueno para nosotros. Sin embargo, las preguntas que teníamos supusieron una objeción para empezar a salir.
Pasaron dos años en los que cada uno vivió sus preguntas e hizo su camino. Preguntas radicales para nosotros –con un punto incluso de duda– sobre cómo querer a alguien para siempre, sobre el miedo a sufrir y hacer daño al otro, sobre nuestra confianza en que el Señor cumple nuestra vida por encima de nuestras imágenes, sobre la posibilidad de perdonar y abrazar nuestra propia historia. Mirando hacia atrás, es una preciosidad ver cómo el Señor nos acompañó en ese tiempo, a través de la petición, de la compañía del movimiento, de nuestros amigos y nuestra familia. Discretamente, y sin saltarse nuestros pasos y nuestras decisiones, simplemente esperándonos y poniéndonos delante un lugar en el que poder respirar y mirar a la cara esas preguntas.
Cuando volvimos a vernos dos años más tarde, todas esas preguntas seguían a flor de piel, pero tras el camino de ese tiempo percibimos aún con más intensidad que la relación entre nosotros podía ser el lugar en el que mirarlas juntos, y empezamos a salir.
Fueron meses en los que pusimos todo en juego, los dos íbamos sin medias tintas y dejamos al otro entrar de lleno, con los amigos, la familia y poco a poco hasta en los temas que más nos costaba compartir. Empezamos también a descubrir nuestras diferencias, nuestros puntos de choque, también las taras que traíamos de serie. En nuestro primer aniversario un gran amigo nos sugirió que dedicásemos un rato a mirar juntos qué pasos habíamos dado ese año y qué paso nos gustaría dar el año siguiente. En esa conversación vimos que el año había estado marcado por dos signos clarísimos: el primero, que según íbamos dejando entrar al otro "hasta la cocina", lo que experimentábamos era un abrazo cargado de ternura por nuestra historia –sin excluir nada– y con ello la posibilidad de mirar todo a la cara, hasta las preguntas más dolorosas. El segundo, que el Señor nos había regalado un lugar en el que –incluso ante las diferencias entre nosotros, que iban dejándose ver– siempre nos encontrábamos con un gesto, una lectura, un amigo, que nos abría el horizonte y nos hacía capaces de perdonarnos, volver a empezar y afrontar las dificultades.
El deseo de casarnos lo teníamos desde hacía tiempo, pero nos llenaba de vértigo. Mirando estos signos descubrimos que el Señor nos estaba haciendo una promesa: «yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Y ante esta promesa solo podíamos decir que sí a la que está siendo la gran aventura de nuestra vida. Y así, conscientes de estar en las mejores manos, decidimos casarnos.
Tras tres años de matrimonio y dos hijos –el segundo recién “salido del horno”– esta promesa no ha dejado de cumplirse, ni en las alegrías ni en las dificultades. En la decisión de abrirnos a la vida, en la dificultad de conciliar el trabajo con la vida familiar, en el uso del tiempo, en la convivencia entre nosotros, y en una larga lista de etcéteras, el Señor –con su compañía cercana y discreta– nos ayuda a afrontarlo sin quedarnos en la verdad penúltima (como decía Carras) o en un balance con el que sobrellevarlo.
Por poner algunos ejemplos, cuando nos casamos, sabiendo que a ambos nos gustaría tener una familia grande, teníamos en mente esperar un tiempo en el que disfrutar de estar juntos con menos responsabilidades. Hablando con un amigo sacerdote, nos preguntaba: «siempre habéis salido ganando respondiendo a lo que el Señor os pone delante en lugar de a una imagen vuestra, ¿por qué ahora lo hacéis al revés?». Nos dimos cuenta de que tenía razón, y decidimos abrirnos a la posibilidad de que el Señor nos pusiese delante algo distinto a lo que teníamos pensado. Al año llegó Javier, y más tarde Tomás. El otro día estábamos en medio de una larga noche de lloros, rozando la desesperación y la impotencia. En un momento de gracia nos acordamos de la jornada de apertura de curso, de cómo comparaban a la hija de unos amigos con la campana de una casa que les convoca a la oración. Nos hizo entender que el Señor nos pedía decirle que sí –de nuevo– a acoger esas dos vidas misteriosas que nos ha regalado. Y volver a decir que sí en ese momento nos permitió dejar de mirar a nuestro hijo como un saco de lágrimas y redescubrir la grandeza que tenemos entre manos, que se volvió a hacer tan evidente como el día que nació. En medio de los lloros y con un sueño arrollador, respiramos felices.
Estos años han sido muy exigentes a nivel laboral, requiriendo viajes frecuentes y llegar tarde a casa, dejando al otro solo en casa o “perdiendo” tiempo de estar en familia. Y francamente, es un tema que ha generado mucha tensión entre nosotros, haciéndonos medir y pasar la factura al otro. Este verano, volviendo de vacaciones, habíamos visto cosas tan grandes entre nosotros que solo cabía el agradecimiento porque el otro estuviese, por tener al otro de compañero de camino. La semana siguiente tocaba viajar por trabajo, y teniendo en los ojos y en el corazón esa conciencia de unidad entre nosotros nos descubrimos –con sorpresa– respondiendo felices a lo que a cada uno le tocaba hacer esa semana, en la que tuvo mucho más peso la certeza de que los dos estábamos construyendo lo mismo que la pretensión que muchas veces nos determina ante la misma circunstancia. Cuando nos vimos a la vuelta de ese viaje, nos dimos cuenta de dos cosas: que esa semana habíamos disfrutado más del trabajo y de nuestros hijos, porque habíamos sido más nosotros mismos; y del bien que nos hace ser hijos de un lugar que nos permite recuperar una y otra vez la conciencia de quiénes somos y de quién es el otro para mí.
Un día, cenando con un amigo del grupo adulto, nos contó que don Giussani insistía mucho en que la casa es el primer lugar donde vivir la vocación, para poder así vivirla allá donde vayamos. Nos gustó mucho, porque es algo que vamos confirmando en nuestro camino familiar: cuanto más “casa” (en este sentido) se vuelve el otro para mí, más va creciendo nuestra preocupación por responder en el mundo y en lo que tenemos que hacer, y más nos descubrimos viviendo una vida unida, sin que todo lo que hacemos sean compartimentos estancos entre los que encontrar el balance de tiempo justo que dedicamos a cada cosa.
El Señor está cumpliendo su promesa: nos acompaña de forma privilegiada a través de nuestro matrimonio, convirtiéndolo en una casa de la que partir y a la que volver, y también a través de nuestra familia y amigos, del movimiento y de los sacramentos, que están siendo el lugar de encuentro con Él, del que nos estamos volviendo cada vez más “hijos”. Estamos al inicio del camino, y no sabemos lo que vendrá, pero cada día estamos más ciertos de que estamos en las mejores manos.
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Bodas de plata
Veinticinco años de matrimonio. Mireille lleva meses esperando que llegue el día. Le gustaría hacer cosas grandes pero, como siempre, sabe que debe tener en cuenta la sobriedad de su marido, Victorien. «Me gustaría invitar a toda mi familia y amigos, también a los que viven en Italia y en Canadá. Celebrar una misa y ofrecer un aperitivo. También me gustaría que nos fuéramos unos días antes para prepararnos, nosotros y los chicos. Sabes que no solo se trata de renovar nuestros votos… tenemos que buscar la manera de hablar con ellos con calma». Victorien la mira. Ya está acostumbrado a las osadas ideas de su mujer. Pero esta vez sabe que no exagera. En un instante, la cabeza le devuelve todo lo que han tenido que afrontar juntos desde que se casaron. Empezando por el descubrimiento de que no podían tener hijos, un estigma insoportable en la cultura africana. Para todos, Mireille era una mujer a la que se podía abandonar. Sin embargo Victorien le dijo: «Para mí, tú vales más que diez hijos». Ella renació al oír esas palabras, impensables para un hombre africano. Se dedicó en cuerpo y alma al Centro Edimar, que acoge a multitud de chicos de la calle que, desde las periferias de Camerún, llegan hasta la capital, Yaundé.
Cuando ya no pensaban en ello, llegaron dos recién nacidos en adopción, Andrée y Jérémie. Otro gesto incomprensible para sus familias, que concebían como única solución a la esterilidad acudir a las prácticas de algún curandero. Esos niños han crecido y Victorien sabe que Mireille también está esperando la llegada de su aniversario para decirles algo que hasta ahora han callado para ahorrarles la vergüenza social de no ser hijos biológicos. Ambos saben que será un escándalo para todos, y temen que su paternidad y maternidad acaben en pedazos. Pero es un riesgo que quieren asumir. «¿Cómo vamos a ponernos delante de Dios para darle gracias por nuestra historia sin decir toda la verdad a los chicos?». Mireille y Victorien se lo repiten hasta un segundo antes de hablar con ellos.
El día de su aniversario, la gran familia de Mireille y Victorien se reúne para la misa. La pareja ha tenido tiempo para preparar a sus hijos, que han pasado por todas las emociones posibles: rechazo, indiferencia, miedo. Ahora los están esperando en la iglesia para la ceremonia. Tienen el rostro relajado, aunque saben que Mireille tiene la intención de pronunciar delante de su familia lo que ya les dijo a ellos unas semanas antes: «Cuando llegasteis, nuestro deseo de ser padres era tan fuerte que pensábamos que era en nuestros brazos, en nuestra casa, donde podríais crecer seguros. Pero el movimiento nos ha enseñado a no tener miedo a la verdad, a ser nosotros mismos y amarnos como nos ama Dios. Eso es más fuerte que cualquier escándalo. Os pedimos perdón. Ahora somos nosotros los que necesitamos que nos acojáis y nos reconozcáis como padre y madre, si queréis». Los dos se echan en brazos de sus padres.
El padre de Mireille toma la palabra antes del brindis final. No lo había hecho ni el día de la boda. Es anciano y su débil voz se quiebra por la emoción. «Mireille, hoy he entendido que tú no me perteneces. Tú eres de Dios. De hecho, todos lo somos. Y si os miro así, ya no tengo miedo a morir».
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