En una masía cercana a Barcelona, un grupo de familias se junta siempre que puede para compartir la vida entera, con sus dolores y alegrías
«No pidáis vivir en comunidad, más bien pedid vivir la comunión», les dijo una noche Lluis Seguí, el amigo que al cabo de un tiempo les condujo a conocer Comunión y Liberación.
Por aquel entonces ya eran cinco las familias que formaban parte de lo que se ha venido llamando “La Masía” desde que, en la primavera de 2003, tres de ellas, con sus siete hijos, decidieran alquilar una vieja casa de campo, 60 kilómetros al norte de Barcelona. Empujados por su reciente conversión a través del encuentro con David Amado, un sacerdote de la diócesis de Barcelona, se encontraron con una duda: ¿cómo viven los cristianos? Y sobre todo, ¿cómo educan a sus hijos? No tenían mucha idea, pero sí una intuición: juntos.
Así que decidieron pasar juntos aquel verano con el deseo de compartir el tiempo libre. Desde el principio abrieron sus comidas a los amigos y con el tiempo algunos de aquellos amigos se irían quedando y ahora son diez las familias que comparten espacio y tiempo en verano, Navidad, Semana Santa y algunos fines de semana durante el año (entre todos tiene 45 hijos, biológicos y acogidos). Poco a poco fueron condicionando la casa para poder pasar los veranos juntos. Tuvieron que arreglar el antiguo granero como comedor y los antiguos establos como habitaciones para así acoger a todos los que iban viniendo.
Según cuentan las familias de la Masía, desde el primer verano hubo tres intuiciones que marcaron el devenir de su historia:
1) No poner límite a las personas que invitaban a compartir tiempo libre y de vacaciones con ellos.
2) Los momentos privilegiados para cuidar la vida en común era el momento de oración comunitaria por la noche, antes de que los niños fueran a dormir, y las comidas (desayuno, comida y cena). El resto del día era organizarse para cuidar la casa y la vida común con juegos, excursiones, atención al recién llegado, momentos de trabajo y estudio…
3) Viviendo juntos su precariedad se convertía en un don. Cuántas veces han repetido esta experiencia que ya se daba en el origen. «Llegábamos heridos, con la dificultad propia de una vida exigente para los matrimonios jóvenes y sus quehaceres, y la vida en común nos permitía regresar a casa amando más la propia vocación y con la certeza de vivir un don que en aquel momento no sabíamos identificar».
Es por este punto que nació en ellos el deseo de alargar aquella experiencia a todos los momentos del año y de ahí nació la petición de poder vivir en comunidad, petición que en poco tiempo se trocó en desear y pedir la comunión. Y así fue como entonces conocieron el movimiento de CL. «Vivíamos una auténtica experiencia cristiana, y muchas de nuestras intuiciones eran correctas (otras no) pero percibíamos que nos faltaba algo. Éramos como un lago interior, tranquilo, lleno de paz pero que necesitaba abrirse al resto de los océanos. Esta apertura nos llegó, como un auténtico huracán, cuando conocimos CL, por fin alguien ponía nombre y sistema a aquello que, de algún modo, ya experimentábamos intuitivamente, tanto en nuestra vida profesional –la mayoría nos dedicábamos a la educación o a la sanidad– como en nuestro modo de vivir la cotidianeidad. Descubrimos que la hospitalidad que ya practicábamos en la Masía tenía un valor propiamente sacramental. Cristo, cumpliendo con su promesa, realmente se hace presente cuando nos reunimos en su nombre y nos vivifica a nosotros y a los que vienen, a menudo, buscando una respuesta».
Hoy es difícil que, cuando las familias de la Masía se reúnen, entre los propios y los invitados sean menos de 70 personas en cada comida y en cada cena.
Cuando les preguntas sobre el origen de todo esto, responden todos sin dudar: «Estamos seguros de que es Cristo por los pequeños milagros cotidianos que presenciamos. Una vez, una de nuestras hijas lo expresó con mucha claridad: “Nunca he dudado de la existencia de Dios por la experiencia que veo vivir a mis padres. Yo los conozco bien, son un auténtico desastre, la única explicación razonable a lo que sucede aquí es que sea cosa de Cristo”. Otra de nuestras hijas, cuestionada por unos amigos alejados de la experiencia de fe que le preguntaban por su experiencia y vivencia en la Masía, respondió: “con el tiempo aquí he entendido que se puede vivir sin tener miedo a perder lo que uno ama”».
Según cuentan, conocer el movimiento supuso conocer personas que vivían su pertenencia a él y que les empezarían a acompañar fielmente. «Fue el sacerdote José Miguel García quien nos ayudó a reconocer que todo aquello que vivíamos y deseábamos era una vocación dentro de la vocación. Desde entonces (2007) no nos ha dejado de acompañar con la paciencia y tesón de un padre bueno. Nos llevó a conocer la experiencia de La Cometa en Como (Italia), naciendo así una amistad con aquellas familias y su obra».
Pero a las familias de la Masía les quedaba aún por aprender que darlo todo al Señor, compartiendo dinero, educación de los hijos, dificultades y gozos de la vida afectiva no implicaba automáticamente que las “cosas” y la realidad respondieran según el esquema y la expectativa buena que nace en ese mismo darlo todo. Afirman que «Dios paga siempre el ciento por uno, de eso no hay duda, pero lo que suele suceder es que te paga en una moneda que no te esperas y el mérito humano, en cierto modo, es ser capaz de comprender el valor del cambio».
Decidieron dar un paso adelante en su experiencia de comunión e implicar sus respectivos patrimonios en un proyecto de vida común, de lunes a domingo, de enero a diciembre. Querían vivir la experiencia de la Masía cada día. Diseñaron una audaz y, en ese momento, factible operación financiera para comprar y remodelar un terreno con una vieja casa en el corazón de Cataluña. Ya tenían los primeros pasos dados y los signos claros de que era el Señor quien les abría el camino cuando llegó la crisis de 2008, el precio de sus propias viviendas se desplomó y el proyecto se truncó. Cuando les preguntas sobre estos hechos afirman que «hemos perdido mucho dinero y seguimos en deuda con los bancos, pero lo milagroso es que, a pesar del fracaso, nuestra comunión no solo no se ha debilitado sino que se ha fortalecido. El deseo y la petición de comunión se ha cumplido de un modo que no esperábamos».
En la experiencia de la Masía no han faltado dolores y heridas, como el accidente en bicicleta de uno de sus “padres” que lo mantuvo 40 días en coma o como la separación de uno de sus matrimonios o el alejamiento del movimiento y de su compañía de alguna de las familias que, en estos años, ha formado parte de la comunidad… no han faltado dificultades grandes con algunos de sus hijos, o ver cómo jóvenes amigos suyos se han quitado la vida en estos tiempos de absurdidad y soledad. Cuando les preguntas por ello, responden que «hemos aprendido en nuestra compañía, al paso de la Escuela de comunidad y en la pertenencia a los hermanos mayores que nos preceden en la fe, que Cristo no es ningún escudo ante el mal, pero sí un lugar al que regresar siempre. Ese lugar hecho de carne y de intentos irónicos ocupa espacio y tiempo en nuestro mundo. Adopta la forma de una compañía donde el juicio común viene después del amor al camino común. Es un juicio en cada cosa y por cada cosa que permite vivir la especificidad de cada uno, la diferencia y la alteridad como un don que se nos da para la propia conversión, para ser más de Cristo».
De una vida intensamente vivida así nace el ímpetu de la misión. «Esto no nos lo podemos quedar para nosotros. ¡Qué sería de nosotros si nos acostumbráramos!», dice uno de los padres de familia mientras cuenta cómo, cuando escribimos estas líneas, «acabamos de regresar de un fin de semana donde hemos encontrado a una familia que no nos conocía antes y que lleva a cuestas el dolor por la incomprensión de un hijo adoptado, donde ha estado con nosotros una pareja joven que intenta rehacerse de las dolorosas heridas provocadas por una vida que ya no quieren, una familia con una hija desorientada por la crisis afectiva y de identidad tan propia de nuestro mundo, donde hemos compartido comida, preguntas e inquietudes con amigos (ahora ya los podemos llamar así) que han estado seis y siete años en el cenáculo de sor Elvira… Es el agradecimiento al don que se nos ha concedido durante estos más de 20 años juntos lo que nos empuja a seguir construyendo un lugar donde los hombres puedan recordar el deseo que tienen de serlo».
Si alguien quiere conocer más esta experiencia le recomendamos el libro El Abrazo. Hacia una cultura del encuentro de Mikel Azurmendi, un antropólogo vasco agnóstico que se acercó a observar la experiencia cristiana de la Fraternidad de Comunión y Liberación con curiosidad etnográfica y acabó convirtiéndose él mismo a los 75 años. El libro es el registro de su experiencia, incluida la Masía. Sus miembros no dudan en reconocer que «como es habitual en esta maravillosa realidad que es la Iglesia, la conversión de Mikel se convirtió en un acicate para nuestra propia conversión». Mikel, discípulo convertido en maestro, les precedió, hace dos años, en el camino del Cielo.
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