El significado, las causas de la crisis, el cuidado de los vínculos, la importancia del perdón. La psicóloga Eugenia Scabiniapunta a la raíz de la familia, «una aventura de comprensión afectiva que dura toda la vida»
«Las explicaciones de mi marido son la razón por la que me apasiona la pintura de William Congdon», me dice Eugenia Scabini, profesora de psicología social y presidenta del comité científico del Centro Universitario de Estudios sobre la Familia en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán, al verme parada delante del cuadro del pintor americano que hay colgado en la sala. «El amor también genera eso: el descubrimiento de algo inesperado». Precisamente el verbo “generar” será el punto neurálgico de nuestra conversación.
Hablemos de la familia.
La familia es un cuerpo social, no una forma social cualquiera. La palabra cuerpo da idea de una pertenencia entre personas. Mejor dicho, la familia es el único cuerpo social que tiene la función de generar y lo hace mediante el vínculo entre hombre y mujer, que a su vez son generados. Generar y ser generados son inseparables humanamente. Todos somos hijos, no somos un “yo” autónomo. Y ese es un punto importante. Desde pequeño, el ser humano adquiere su identidad partiendo del reconocimiento de ser generado por su padre y su madre, y ocupando su lugar en la historia familiar. La familia es un lugar generativo. Desde este punto de vista, las tecnologías reproductivas actuales, al hacer que sea anónimo uno o ambos progenitores, suponen un riesgo serio en el desarrollo de la identidad del niño. La familia genera para el bien por excelencia, el que está en el origen: el bien de la vida, acompañado por el bien de cuidar al otro desde un punto de vista afectivo y ético en el desarrollo de la persona. En este sentido, como dice don Giussani en Educar es un riesgo, la función de los padres «es originadora; y, por eso mismo, inducen a un modo de concebir la realidad, introducen en un flujo de pensamiento y de civilización». En el mundo animal esto no sucede, se habla de reproducción porque el único objetivo es la perpetuación de la especie. El cachorro de tigre es uno más entre todos los demás y es incapaz de remontarse a sus antepasados. El “cachorro” humano, en cambio, es único, es una persona insustituible.
¿Dónde hunde sus raíces entonces la crisis antropológica de la familia?
Lo que está en crisis es la pareja. En el encuentro original entre hombre y mujer hay aspectos emocionales y afectivos que son las características más potentes del enamoramiento, que fisiológicamente puede decaer con los años y llevar a alguien a decir basta. Es lo que pasa ahora, que la gente lo deja porque “ya no nos amamos”.
¿Pero el amor consiste en eso? El vínculo de pareja no solo tiene rasgos afectivos, sino también de compromiso, de promesa, de pacto, y es crucial la importancia de mantenerlo. Podríamos decir que es como un pacto indisoluble que cada uno de los cónyuges debe alimentar y renovar continuamente, y que pasa por distintas etapas de afecto (pasión, ternura, intercambio…).
En este sentido, en su discurso a la Curia romana de diciembre de 2012, Benedicto XVI decía: «Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse, o bien de su carencia de compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización?». ¿Lo que da miedo es el “para siempre”?
El hombre moderno tiene una dificultad estructural para aceptar los vínculos. Vivimos en una sociedad líquida donde el ideal consiste en entrar y salir de los vínculos a placer. La palabra “vínculo” tiene una acepción negativa. Añadamos una pieza que ayuda a comprenderlo mejor: la ética de los afectos. Significa que el afecto conlleva una promesa –que incluye la fórmula del matrimonio–, un pacto de fidelidad. En esa promesa te entregas con todo tu ser, incluida tu fragilidad. El vínculo se convierte en una entrega total de ti mismo al otro. Por eso digo que es algo sagrado. En ese texto, Benedicto XVI añade que «con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana». En el matrimonio cristiano la relación de pareja está sellada por Otro, remite a una relación trinitaria: el abrazo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu.
¿Y qué pasa cuando llega, dolorosa, la separación?
Se trata de una gran prueba. Es importante que dentro del drama y del dolor se pueda percibir también todo lo positivo que haya dado esa relación y que se mantenga a toda costa la alianza entre los padres. En cambio, cuando uno se limita a decir que “todo ha salido mal”, se acaban perdiendo todos los vínculos significativos o, peor aún, uno acaba siendo esclavo de esos vínculos y tenderá a repetir el mismo esquema de la relación anterior.
¿La entrega de uno mismo implica ese cuidar al otro que decía antes?
Cuidar la relación debe ser el punto central. Significa mantener un espacio propio como pareja, no mirar al otro como un competidor, sino tratando de ponerse en su lugar, prestando atención a sus deseos, necesidades y dificultades. Por ejemplo, todos tenemos como recurso el patrimonio heredado por nuestra familia de origen, pero eso también puede plantear ciertas asperezas que “limar”. Un cónyuge puede declarar la guerra contra la familia de origen del otro o puede ayudarle a suavizar una relación infeliz tratando de hacerle entender algo negativo que ha sucedido, y al mismo tiempo recuperando lo positivo. Es una forma de amar al otro valorando su historia. Cuidar pasa por pequeñas cosas cotidianas: la banalidad de cocinar su plato preferido, regalarle unas flores, interesarse por sus problemas laborales, compartir las responsabilidades educativas. Detalles que por un lado nos impiden caer en la rutina y por otro generan una riqueza a veces inesperada.
¿Como le pasó a usted con el descubrimiento de la pintura de Congdon?
Sí, no solo Congdon sino el arte en general. Gracias a mi marido, que era médico, también pude comprender el mundo de la enfermedad. Cada fragmento de realidad se convierte así en un descubrimiento atractivo.
¿Qué importancia tiene el perdón en esta forma de relacionarse?
Es fundamental. Giussani dice en Una revolución de nosotros mismos que «somos tan duros, coriáceos con los demás, somos tan impermeables, tan ariscos, tan inhóspitos, porque somos inhospitalarios para con nosotros mismos. Los tipos que parecen más decididos, más jactanciosos, muy a menudo, psicológicamente, están ajenos a sí mismos porque tienen miedo de sí mismos o, mejor dicho, porque no se perdonan a sí mismos». Siempre hay una brecha entre las expectativas que tiene un sujeto sobre sí mismo y sobre el otro, y su realización. El perdón es una posición de humildad que te permite aceptarte en primer lugar a ti mismo y luego al otro porque te arranca esa pretensión. Ahí veo la grandeza del misterio de la relación, es una aventura de comprensión afectiva que dura toda la vida. Lamentablemente hoy parece que todo tiene que estar programado para alcanzar unos estándares predeterminados, de trabajo, de belleza, etcétera. Que en parte está bien –¡faltaría más!– pero también es hermoso el riesgo, dar espacio al imprevisto. Tanto en la relación conyugal como con los hijos. A propósito de estos, veo otro peligro.
¿Cuál?
El psicoanalista Daniel Marcelli decía que hoy los padres no tienden a educar (ex-ducere), en el sentido de sacar el potencial del hijo, sino más bien a atraerlos hacia sí mismos (se-ducere), a complacerlos tratando de adelantarse a cualquier necesidad que puedan tener. Los hijos son el bien más importante en una familia, pero corren el riesgo de convertirse en el sentido de la propia vida, mientras que educar consiste en transmitir lo que da sentido a la tuya.
Pero cuando no lo eliges así pero los hijos no llegan y no se dan las condiciones necesarias para adoptar, ¿cómo se mantiene esa tarea generadora de la pareja?
Adoptar no es la única manera de generar cuando no se pueden tener hijos. El cuidado de la vida puede expresarse con un proyecto bueno para otros, por ejemplo fundar una obra para niños abandonados, enfermos, ancianos, abrir la casa a diversas formas de hospitalidad. Todas ellas son formas típicamente familiares de ser generadores. Un bien promovido por una pareja que va más allá de ella y la perpetúa… como los hijos. Es una generación social, donde la hospitalidad es una expresión muy importante.
¿Ve signos de esperanza de un posible nuevo inicio?
El primer signo es que, a pesar de las críticas, todos quieren tener una familia, todos anhelan un lugar fiable donde ser acogidos como son y donde poder expresar los aspectos más profundos de su ser, sin miedo. Solo la familia puede producir un bien generador, pero no una familia sola. En un mundo tan complejo y diverso, para educar –para dar una continuidad audaz y abierta al futuro de esa generación– hace falta que las familias se unan. Me encuentro a menudo con familias jóvenes que se ayudan mutuamente. Es necesario crear vínculos de amistad y solidaridad, yo diría de comunión como forma de compartir, para salir al mundo. El ejemplo más sencillo son los hijos. Una mirada externa puede ayudar a comprender ciertas situaciones de dificultad. Recuerdo una vez que, hablando con el sacerdote de la catequesis de mis hijos, le expresé ciertas preocupaciones y él me dijo sencillamente: «pero tus hijos están creciendo bien». Para mí fue algo muy importante porque apaciguó un miedo que yo tenía, y que tal vez era incapaz de expresar del todo, mostrándome simplemente cómo los miraba él.
«La cuestión del hombre mismo»
A pesar de las impresiones contrarias, la familia está fuerte y viva aún hoy. Sin embargo, es innegable la crisis que la amenaza en sus fundamentos, especialmente en el mundo occidental. Me ha llamado la atención que en el Sínodo se haya subrayado repetidamente la importancia de la familia para la transmisión de la fe como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del ser persona humana. Se aprenden viviéndolas y también sufriéndolas juntos. Así se ha hecho patente que en el tema de la familia no se trata únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser hombres del modo justo. Los desafíos en este contexto son complejos. Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse, o bien de su carencia de compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización? El hombre, ¿llega a ser él mismo permaneciendo autónomo y entrando en contacto con el otro solamente a través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento? Un vínculo para toda la vida ¿está en conflicto con la libertad? El compromiso, ¿merece también que se sufra por él? El rechazo de la vinculación humana, que se difunde cada vez más a causa de una errónea comprensión de la libertad y la autorrealización, y también por eludir el soportar pacientemente el sufrimiento, significa que el hombre permanece encerrado en sí mismo y, en última instancia, conserva el propio «yo» para sí mismo, no lo supera verdaderamente. Pero el hombre solo logra ser él mismo en la entrega de sí, y solo abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; solo dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre la amplitud de ser persona humana. Con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana.
Benedicto XVI
Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012
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