¿Hay algo que nos salve de la indiferencia?
Paseando por las calles de Alfafar, me daba cuenta de que en pocas horas, aunque parezca imposible, había deshumanizado la situación. Cuando ya has visto varios coches dados la vuelta, el siguiente pierde importancia, comienzas a caminar sobre el barro, escombros, y toda la vida en bienes materiales de otras personas, como si nada. ¿Hay algo que nos salve de la indiferencia?
Estos días nacía en mí de forma natural una postura de petición, de mendicidad, le pedía al Señor que me hiriera a través de lo que tenía delante. Ir a Valencia pasa de ser una ayuda material a ser la petición al Señor de que me permita llevar esta cruz con Él, con todos los valencianos.
Una de las zonas en la que ayudamos unos cuantos era un portal con cinco mujeres de entre 50 y 60 años, con las que estuvimos codo con codo más de una hora antes de que nos tuviésemos que ir. Su agradecimiento no venía únicamente por el barro que quitamos, venía porque, de forma torpe y débil, los que estábamos allí trabajando no nos conformábamos con limpiar.
Deseábamos y pedíamos al Señor acompañar a estas mujeres a llevar su cruz, a llevar su sufrimiento (por este mismo motivo, los siguientes días a muchos kilómetros de distancia, estas mujeres siguen siendo parte de mi camino a través de la oración).
Caer en esta conciencia es lo único que me permitía mirar a la cara a todas esas personas que habían perdido todo. Compartir su cruz, aventurarnos a entrar en sus ahora embarradas vidas, es la única forma en la que la Esperanza se vuelve humana y cercana. El Señor nos ha puesto entre medias de todo el lodo para que cada palazo nos haga más necesitados de Él, para que cada palazo nos recuerde que la única esperanza de nuestras vidas es Cristo. Y de esta forma ser gloria de Él allá donde nos ponga.
Acompañar a estas mujeres era más dramático que nunca, era desgarrador. Irse de allí fue toda una lucha; sin embargo, lo que no podía negar en ningún momento es que allí, en ese portal, había sucedido Cristo, y no de forma abstracta, sino a través de nuestro corazón atravesado por el sufrimiento de estas mujeres. Cristo se hacía carne y, a través de nuestra mendicidad, nos ayudaba a cargar la cruz de estas mujeres.
Fer, Madrid
Cantando mientras limpiamos
Volvía de Valencia sorprendido y agradecido. Ya iba acompañado por la afirmación de Giussani en el capítulo décimo de El sentido religioso, cuando dice que es padre quien te introduce en la belleza de las cosas.
Pues una vez más se me confirmaba que Dios es tan pater nemo, como decía la Escuela de comunidad, y me introduce en la belleza de entregarme, incluso en la realidad del desastre sucedido en Valencia que yo hasta entonces estaba ignorando.
Acompañado de esta conciencia de la paternidad de Dios, me veía llegando a Valencia con el deseo de verificar. Se nos habla constantemente de la victoria de Cristo, y de que la muerte no tiene la última palabra, y yo iba con el deseo de verificar esto. Me sorprendía cruzar el puente, ver el desastre, y que la certeza de la victoria de Cristo no se moviera ni un ápice.
¿Era un desastre? Sí. ¿Era doloroso? Sí. Pero de alguna forma, en mi corazón eso no tenía la última palabra.
Podría hablar de la alegría con la que nos acogían los vecinos, o la unidad que se percibía entre los voluntarios. Podría hablar de Vicente, el vecino del quinto piso al que le urgía más limpiarnos las botas que limpiar su calle. Podría hablar de la gratuidad con la que nos regalaban comida, agua, botas, y todo lo necesario para ayudar.
Sin embargo, nada de eso me permite terminar de explicar la certeza de la victoria de Cristo que me permitía adentrarme en el barro y pensar: deberíamos estar aquí cantando mientras limpiamos.
Volvía provocado. Con un deseo de adentrarme en mi historia y en mi vida, para averiguar de dónde nace realmente esta certeza que permanecía. También con un deseo de averiguar cómo y dónde se concreta la victoria de Cristo. Como quien se enfrenta a un problema de matemáticas cuya respuesta ya conoce, pero desconoce el método. Con un deseo (que, contra todo pronóstico, no es pesado ni angustiante) de desentrañar el misterio del que me habla esta certeza. Certeza de que este (esta misma compañía que me propuso ir a Valencia) es el lugar que seguir para permanecer en camino.
Nico, Barcelona
¡Yo también tengo esa pregunta!
Ante todo quiero dar gracias al Señor que estos días se ha colado en el gesto de nuestra convivencia de jóvenes en Ávila, que cuando escribo esto todavía no ha acabado pero ya podría volver a casa lleno, no de respuestas, sino de amor, amor de alguien que me ha llamado por mi nombre, ¡un amor que me pone en movimiento!
Estos días he percibido un intento de querer mancharse las manos con las cuestiones de la vida diaria. De hecho, comentaba con varios amigos que esto generó al principio un cierto desorden en la asamblea, ese desorden típico entre amigos que sienten que les urgen las mismas preguntas. No sé cuántas veces habré oído decir: ¡yo también tengo esa pregunta!
El rendimiento en el trabajo, la dificultad de saber cómo tomar las decisiones acertadas, el uso del dinero, el deseo de éxito pero sin perderse uno mismo, el trabajo, la familia… ¿dónde encuentras un lugar que toma tan en serio todo lo que eres? Oír que nuestro deseo de poder dejar huella no es algo malo me ha conmovido infinitamente. Yo que vivo estresado en el trabajo hasta el punto de tener dolores de estómago por ese deseo de ser bueno en el trabajo, buen marido, buen padre. ¡Estás bien hecho! ¡Qué liberación! Pero no porque alguien te diga que todo está bien tal como está, sino por el abrazo de un padre que te diga, como diría un gran amigo: «si tú supieras cuánto te he esperado, cuánto te he querido». Eso es lo que han sido estos días: la llegada de Alguien que ha bajado hasta el pozo donde yo estaba, hasta mi barro, hasta mi fragilidad, hasta mi lodo cotidiano, como decía una canción que hemos cantado, para amarlo y transformarlo en un milagro. Ahora repaso toda mi historia en el movimiento, llena de pasos y de gestos que sin este amor se vacían, pierden fuelle y se reducen a un recuerdo nostálgico de algo que ya no está. Porque sin Ti, sin este amor, yo no sé vivir.
Francesco, Múnich (Alemania)
Querido padre Aldo:
Me enseñaste un camino de fe que en todo momento exigía jugarme mi libertad. Aprendí a caminar, sin importar los tropiezos y caídas, solo pidiendo que Él hiciera de mí su voluntad, que pudiera estar atenta y responder a su llamada. Intentaba caminar tras tus huellas, un poco difícil de alcanzar, pero lo más grande y lo que perdura es el abrazo de padre que siempre me diste. Perviven aquellas enseñanzas tuyas que vienen a mi memoria y me hacen recordar que no estoy sola, que tengo las herramientas necesarias y me toca a mí decidir usarlas y responder. ¡La libertad se juega en todo momento! Nos ayudaste a caminar y crecer en familia, en la caridad, que me ha ayudado a construir mi persona, pues Dios iba moldeándome, despojándome de prejuicios y pretensiones, y dándome una mirada nueva, llena de esperanza. Y no es que los problemas, dificultades u obstáculos, o el miedo en la lucha diaria ya no estuvieran, sino que entendí que todo eso es parte de la vida: el dolor, la muerte, la dificultad, cada circunstancia es ocasión de madurar y desear más a Cristo en mi vida.
Me enseñaste lo más importante: la contemplación de la Cruz, que me educa a vivir en silencio y a seguir, sin pretender nada, solo ofreciendo cada día, con todos mis límites.
Mirarte hoy partir me recuerda que es una gracia haberte conocido y tenerte como un padre. Me recuerda que Dios tiene un propósito para cada uno y que debo continuar mi peregrinar a pesar del dolor.
Me hace estar más atenta a los signos.
Infinitamente gracias por tus enseñanzas.
Antonia, Asunción (Paraguay)
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón