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Huellas N.11, Diciembre 2024

PRIMER PLANO

El parto de un mundo

Anna Leonardi

Abrió la maternidad del único hospital católico de Jerusalén, donde personal árabe atiende también a madres judías. En las tinieblas de la guerra, sor Valentina Sala pide «reconocer el bien y sobre poder generarlo yo también, darle espacio dentro de mí»

La música que sale de los locales de Jaffa Street, la calle de las compras en Jerusalén Este, no parece tener en cuenta que se acerca la Navidad. Aparentemente, tampoco la guerra que se libra en Gaza desde hace más de un año. «Aparentemente», subraya sor Valentina Sala, que vive a pocos pasos de allí. «La gente tiene que buscar la manera de abrirse paso para avanzar. Aunque basta con el rumor de algún caza sobrevolando sus cabezas para recordar el infierno que se está viviendo». Aquí todo está marcado por el dolor heredado a lo largo de una historia que agudiza este conflicto. «El infierno, como dice Calvino en vuestro Cartel de Navidad, puedes intentar no mirarlo para no sufrir, pero no creo que sea posible. Aquí la gente se pone distintivos amarillos para recordar a los rehenes que siguen secuestrados. Cada vez que ves uno es como una punzada en el corazón que te devuelve el horror del mal que sufren estos pueblos. No hay alternativas a ese sufrimiento. Nos gustaría evitarlo, pero hay que sentirlo. Los pequeños signos de esperanza que acontecen son como asideros en un abismo, te ayudan a no caer al vacío pero no eliminan el drama que estás viviendo. “Infierno” y “lo que no es infierno” son dos caminos que van en paralelo: uno te impide reducirlo todo a una narración optimista y el otro te impide caer en la desesperación».
Sor Valentina tiene 47 años y es obstetra. Llegó a Jerusalén en 2013 para abrir la maternidad del único hospital católico de la ciudad, el Saint Joseph, propiedad de la congregación de San José de la Aparición, comunidad en la que, al poco tiempo de graduarse, descubrió y decidió vivir su vocación. Sus primeros meses en Tierra Santa, como todavía no sabía árabe ni inglés, se los pasó observando. Pasaba por los paritorios, impresionada por la soledad de las mujeres durante el parto, y también por la brutalidad con que las trataban. «Eran visitas invasivas y se recurría con mucha facilidad a aplicar episiotomías, fórceps y cesáreas. No se daba a la parturienta ninguna parte activa en el nacimiento de su hijo. Yo intentaba cambiar esa forma de asistencia tan arraigada a nivel cultural. En una sociedad tan marcada por los conflictos, quería que la violencia desapareciera al menos en el momento de nacer. Si uno empieza a ser tratado con ternura en el instante en que da o recibe la vida, tal vez pueda marcar una impronta para llegar a ser una persona de paz».
La posibilidad de dar a luz en el agua en la maternidad del hospital St. Joseph atrae también a muchas mujeres judías que lo solicitan, a pesar de ser un centro católico donde el personal que trabaja es árabe en su totalidad. «No siempre ha sido fácil. Entre el equipo y las pacientes había muchas barreras, empezando por la lingüística, pero con el tiempo se ha generado un clima de confianza mutua. Las mujeres judías han entendido que podían venir sin correr ningún peligro y, antes del conflicto, eran el 15% de nuestras pacientes. Ahora ese porcentaje ha bajado mucho, pero aquí lo que importa no son las cifras sino los encuentros. Todavía hay mujeres que deciden venir, a pesar de todo, por la mirada que han visto aquí, a veces en partos anteriores. No hay guerra que pueda borrar lo que han visto. Y yo también llevo en mi corazón el hecho de haber visto que la convivencia es posible».
Desde que fue nombrada superiora provincial, sor Valentina tuvo que dejar la actividad clínica para dedicarse totalmente a su congregación. Pero su experiencia en el St. Joseph la lleva dentro como una pequeña profecía de paz que no puede dejar de desear. «En la oscuridad de estos meses en guerra he sentido cada vez con más urgencia la pregunta de qué es lo que se espera de mí como cristiana. No puedo limitarme a intentar sobrevivir o a hacer que sobrevivan nuestras instituciones. Necesito reconocer el bien, como dice Calvino, y sobre todo deseo poder generarlo yo también, darle espacio dentro de mí». Las relaciones sociales, que ya eran difíciles antes, hoy parecen totalmente contaminadas. El otro, el diferente, se percibe como una amenaza. Hasta la convivencia más cotidiana está marcada por una aversión dominada por el despecho y la provocación. «Tenemos que volver a empezar por lo más pequeño. Aquí, hasta los gestos más banales tienen una importancia enorme. Cuando, por ejemplo, paso en coche por el barrio ortodoxo y me paro para dejar pasar a un peatón, siempre intento mirarlo a la cara y sonreírle, como diciéndole: “Te he visto y quiero entrar en relación conmigo. Para mí es bueno que tú existas”».

En una tierra en conflicto permanente, cada gesto tiene «un alcance cósmico». Todo tiene consecuencias. Por eso, durante el último capítulo de la Congregación hubo un reclamo a cuidar de la comunión entre ellas. «Nosotras también tenemos nuestros pequeños conflictos. Podemos estar distantes por alguna incomprensión o desacuerdo. Hay muchos intentos de resolución, pero hay una cosa que siempre es posible: sentir la nostalgia del otro. Aunque no consigamos ponernos de acuerdo, siempre puedo darme cuenta de que echo de menos al otro. Y eso me ayuda a despejar el camino de rencores, por si el otro quiere volver a acercarse a mí y volver a esa comunión que podemos perder pero siempre podemos desear».
Para Navidad, junto a sus hermanas, le gustaría organizar un concierto en la iglesia del convento. Le encantaría abrir las puertas e invitar a todo el barrio, pero no sabe si será posible. «Ya veremos, estoy atenta a todos los signos que el Señor me da. El año pasado fue una Navidad muy triste, en Belén decidieron no poner el árbol y pusieron un belén entre las ruinas, pero no podemos estar tristes cuando Dios viene a estar con nosotros. No podemos sucumbir ante la guerra. Es más, todo este dolor no hace más que agudizar nuestra necesidad de ver la salvación. Así que seguimos a la espera porque la creatividad de Dios no tiene límites».
Sor Valentina recuerda uno de los momentos en que empezó a verlo con claridad. Era una joven estudiante en el hospital de Monza. En la planta de patologías neonatales apareció una niña con anencefalia y todos sabían que apenas viviría unos días. Una de sus compañeras, mientras la tenía en brazos, le dijo: «¿Ves por qué no creo en Dios? ¿Cómo puede permitir algo así?». Valentina se quedó en silencio, buscando palabras en su interior sin encontrarlas. Cuando volvió a la mañana siguiente se encontró a la niña aún con vida. Su padre estaba con ella. La tenía en brazos y la miraba con inmensa ternura. «Si hubiera estado ahí mi compañera, le habría dicho: “Mira, ¿ves por qué creo en Dios? La respuesta estaba ahí. En ese amor que vence a la muerte».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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