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Huellas N.10, Noviembre 2024

RUTAS

Stig Dagerman. «Pero nunca se apaga el deseo de luz»

Davide Perillo

Novelista y poeta, describió la posguerra «humildemente ante el dolor».
Con una pregunta irreductible destinada a caer en el vacío


Me falta la fe y por esta razón no puedo ser un hombre feliz, porque un hombre feliz no debería sentir miedo a que su vida sea un vagar desprovisto de sentido, que corra hacia una muerte segura». Toda la existencia de Stig Dagerman, escritor y poeta sueco que murió hace ahora setenta años se encierra aquí, en estas líneas con las que empieza Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, su obra más intensa. Una existencia que consumió deprisa, como anuncia el verso de una de sus poesías, «breve es la vida de todo lo que arde». Así fue para él.
Murió a los 31 años, el 5 de noviembre de 1954. Un destello, pero de esos que dejan a su paso largas franjas de luz. Testigo del drama que vivimos todos y del dolor de una época que extrañamente, con el paso del tiempo, en vez de alejarse parece acercarse cada vez más a la nuestra.
Dagerman nace en 1923 en Älvkarleby, en casa de los abuelos paternos. Sus padres (artificiero él, obrera ella) no estaban casados. Su madre lo abandona a los dos meses del parto y Stig crece en esa casa de campo antes de mudarse con su padre a Estocolmo. También él, como sus abuelos, morirá pronto, último desgarro en una cadena de heridas que lo marcará para siempre. Pero le deja en herencia su pasión por la política y un espíritu anárquico que en Stig se agudiza exponencialmente, acompañando a un talento muy precoz.
Pronto empieza a colaborar con Storm, revista de las juventudes anarquistas, y después en el diario Arbetaren. Mientras tanto, va devorando vida y páginas con una profunda inquietud que vierte a chorros en La serpiente.
Esta es su primera novela, que escribe en 1945, con 22 años, y será un éxito.
Ambientada entre cuarteles y vida militar, tiene una estructura compleja que requiere una atención extrema. Pero el tema de fondo, esa angustia que recorre el mundo después de Hiroshima –encarnada en la serpiente que aparece casi de pasada en ciertos momentos– llega hasta el estómago.
Dagerman se hace famoso enseguida. Reconocido, aclamado y tan consciente del don que ha recibido –una sensibilidad extrema y, al mismo tiempo, la capacidad de empujar a las palabras hasta donde los demás no llegan– que lo sufre cada vez más.

No soporta los formalismos burgueses, menos aún que las leyes. Vive marcado a fuego por el dolor que ve alrededor, por una solidaridad instintiva y absoluta con los desheredados, los pobres, los últimos. Tiene «una mirada apasionada y desilusionada hacia la condición humana», escribe uno de sus grandes conocedores y traductores, Fulvio Ferrari, y siente una necesidad de verdad radical. «No es una postura que adopte para ser feliz». No para alguien que vive solo y convencido de que al final no quedarán más que cenizas.
Su segunda novela, La isla de los condenados, llega en 1946 y volverá a triunfar. Al año siguiente llega Otoño alemán, una selección de reportajes publicados en el Expressen de una Alemania devastada. Dentro de su género, es una obra maestra: lenguaje directo, reflexiones que no se apartan ni un milímetro de los hechos, sin aceptar nunca seguir el hilo de la ideología. Con escuadrones de periodistas de medio mundo hablando con una indignación pasmosa de los alemanes, «confesando abiertamente que vivían mejor con Hitler» o juzgando con desprecio ciudades donde campan a sus anchas el mercado negro y la prostitución, aconsejando al último en llegar que se dedique «a leer la prensa en lugar de buscar habitación u olisquear por la cocina». Dagerman elige otra vía. Sin hacer concesiones al nazismo, pero lo que quiere es mirar, ver y tocar. Quiere «quedarse humildemente ante el dolor», aunque piense que es inmerecido.
Quiere contar para entender. «Si le preguntas a alguien que pasa hambre con dos trozos de pan al día si estaba mejor cuando tenía cinco, sin duda te dirá que sí». ¿Pero hacen falta sentencias morales cargadas de superioridad? ¿O el sufrimiento de los vencidos nos está diciendo otra cosa, grita otra cosa?

Es algo que no pueden eludir ni siquiera los que parecen obviar que están hablando de un «sufrimiento indescriptible que, si se quiere, se puede describir de un modo absolutamente preciso». Y hay que hacerlo, es un imperativo moral. Hay que ver a los niños enfermos de tisis y a sus madres, sin medicinas para curarlos, a las familias que viven en las antiguas letrinas de una estación en ruinas y a las chicas que se pelean por llevarse a la cama a un soldado americano a cambio de algún dólar. Escombros, sufrimiento, venganzas, mal… Eso es lo que deja la guerra. Es una derrota para todos, también para los vencedores.
Solo Dios sabe lo útil que puede ser leer hoy esas páginas y preguntarse por qué volvemos a asomarnos a aquel horror.
En poco tiempo escribió muchísimo. Obras teatrales (El condenado a muerte), cuentos y novelas que se asoman al sufrimiento de los más pequeños (Niño quemado en 1948 y Complicaciones nupciales al año siguiente). Y poesías como sus dagsedlar, “despachos diarios” que son auténticas bofetadas. Composiciones breves y afiladas que miran los hechos que suceden desde una postura obstinadamente alejada de la mentalidad común. Pero nunca lo hace “desde fuera”, como si estuviera en el palco de un teatro. Incluso cuando dirige su amargura al desinterés de los suecos por la guerra civil española, se nota que de algún modo está hablando de sí mismo, de un compromiso que siempre le parece demasiado poco porque siempre le falta algo.
En Suite Birgitta (1950), dedicada a uno de sus muchos amores, afirma que «la enfermedad del cielo se llama estrellas. / Cómo se llama la mía no lo sé. / Hay un dolor en el universo / que solo conoce el que no es amado. (…) Yo también soy una estrella caída (…) Soy parte del dolor de la tierra. / ¿Quién sabe lo que es la libertad, Birgitta, / más que quien ama sin límites?». Mientras que en Ahora se cierra una flor (1952), junto aquel verso que lo encierra todo, reside la verdad de algo que permanece, irreductible. «Breve es la vida de todo lo que arde / Enseguida se apagan las alas en mansiones oscuras / Enseguida se apagan las rosas del jardín nocturno. / Pero nunca se apaga el deseo de luz».

Esa irreductibilidad es la que aflora continuamente en Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, un ensayo breve, parecido a un monólogo interior, publicado en 1952.
De hecho, es su testamento espiritual. Da escalofríos por su lucidez despiadada y conmovedora. «Acecho el consuelo igual que un cazador acecha a su presa. Donde quiera que la otee entre los árboles, disparo». Y como ningún disparo da en el blanco porque «me falta la fe», solo le quedan los trofeos momentáneos, ilusorios, incapaces de colmar ese vértigo. «¿Qué tengo entonces en mis brazos? Como estoy solo: una mujer amada o un infeliz compañero de peregrinaje. Como soy escritor: un arco de palabras cuya tensión me llena de alegría y terror. Como soy un preso: una visión súbita de la libertad». Demasiado poco. «Puedo llenar todos mis papeles blancos con las más hermosas combinaciones de palabras (…) El mundo me da a cambio dinero y fama y silencio. Pero a mí qué me importa el dinero y a mí qué me importa contribuir al progreso de la literatura; a mí lo único que me importa es lo que nunca consigo: la confirmación de que mis palabras han tocado el corazón del mundo».
Por eso, cuando lees a Dagerman, resuenan ciertos parentescos con Kafka, Pessoa o Camus. O con Pavese, con quien comparte su final. Lo que domina en cada página es algo que Ferrari indica con una palabra sueca de difícil traducción: längtan, es decir, «anhelo, deseo, pero también “nostalgia”. Signo de una búsqueda de absoluto destinada a quedar perennemente frustrada en un universo sin Dios».

Es cierto, no dejan de abrirse grietas aquí y allá. La vida, según Dagerman, resulta «un viaje imprevisible», donde «el tiempo es una medida falsa. Todo lo importante que me sucede y le da a mi vida su maravilloso contenido: el encuentro con una persona amada, la caricia en la piel, la ayuda en la necesidad, el resplandor de la luna en los ojos, un paseo en barco por el mar, la alegría de un niño, el estremecimiento ante la belleza, todo eso se desarrolla completamente al margen del tiempo. Porque si yo me encuentro con la belleza un segundo o cien años, es indiferente». Lo verdadero reside en lo más hondo de la realidad porque no hay ni un fragmento que no lleve dentro Todo, y él lo intuye; pero al mismo tiempo es falso porque esa profundidad la necesitamos en cada instante y nuestra clamorosa indiferencia no nos pone a salvo de nuestra necesidad. Él ya ha elegido. «Tenía la certeza de que “la eternidad no se preocupaba de mí” –dice de él Erik Varden, obispo noruego, en La explosión de la soledad–. Y ya que la muerte tenía tan claramente la ventaja, pensaba que la libertad consistía en anticiparse».
Y así lo hizo una noche de noviembre de 1954. Selló la puerta del garaje para que el gas del tubo de escape del coche ocupara todo el habitáculo cerrado. Pocas horas antes había entregado al periódico su último dagsedlar.
Se hacía eco de las declaraciones de un político diciendo que era «deplorable que alguien que vive de las subvenciones tenga un perro». «¡Hay que acabar con los perros! ¿No es buena idea? / Y luego también hay que acabar con los pobres, / para que el Ayuntamiento pueda ahorrar algo». Son las últimas líneas de un hombre que «observa con ternura» la vida de sus semejantes, añade Varden, que vivía «como Adán, despojado, ante las puertas enrejadas del Edén».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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