Una exposición de EncuentroMadrid permitía encontrarse con cinco “vecinos” que construyeron con su vida la historia de este lugar
Conversando con un amigo, conocido arquitecto, hace unos días, le comentaba que los barrios de Madrid construidos en las últimas décadas me parecen muy buenos porque tienen avenidas amplias, espacios verdes y polideportivos, fuentes, al contrario de los que se levantaron en años anteriores, en los que los edificios están muy apretados y la circulación a menudo se atasca. A lo que mi amigo comentó: «Pero, ¿no te parece que a estos barrios les falta algo? Quizás les falta un centro como lugar de convivencia, de encuentro, de servicios compartidos». Caí en la cuenta de que es cierto.
Pues bien, la exposición que EncuentroMadrid ha presentado este año bajo el lema tomado del diario de Tagashi Nagai, «Estoy vivo aún. Y creo que la trama de la vida es preciosa», es precisamente un espacio común de encuentro, una suerte de plaza pública. Con sus árboles, sus bancos para sentarse y, sobre todo, con su cruce de caminos y de encuentros.
Empezando por cinco vecinos del barrio madrileño de EncuentroMadrid, cuyos nombres personales son Andrés, Marcos, Carmina, Quique y Carlos. Vecinos que con su presencia han tejido relaciones, han construido obras, han edificado la Iglesia, hecha de piedras vivas, allí donde han vivido, trabajado, sufrido y culminado su vida, dando testimonio con ello de que vivir es un bien. Cinco personas comunes, cercanas, conocidas, de las que podemos decir sin duda que su mera existencia es un canto precioso a la trama de la vida.
Carlos, sordo de nacimiento y con una enfermedad que le dejaría ciego en el futuro, supo sobreponerse a toda clase de dificultades, sacó su carrera de ingeniería, formó una preciosa familia junto con su esposa Isabel, estuvo siempre rodeado de amigos, alimentó a la comunidad cristiana con su amor a la vida y a las personas, viajó por el mundo y en Medjugorje, con su ceguera muy avanzada, recibió una gracia especial de tal manera que los amigos que han compartido con él su camino humano, paradójicamente, le definen como alguien que tenía “los ojos de la fe”.
Carmina, de una generación anterior a Carlos, desde los años mozos hasta su plena madurez, fue una constructora incansable, creadora de relaciones, de obras y de cultura, cosa que bien se recoge en un verso de Pablo Neruda: «hiciste el edificio de la dulce firmeza». Desde sus 13 años hasta el final, Carmina buscó la verdad en todas las cosas, en su ser mujer, esposa, madre y abuela, maestra, amiga y editora. Y lo hizo con una «dulce firmeza» de la que muchos hemos disfrutado. A ella está dedicada esta exposición.
Marcos, poco más de veinte años, edificó este mundo con la mirada profunda de un niño sediento de vida. Marcos encarnó para nosotros lo que nos hace ser verdaderamente religiosos, la apertura a la realidad sin prejuicios escépticos ni cerrazones. Por ello disfrutó del descubrimiento de que «la trama de la vida es preciosa» porque la recibimos de la mano de un Padre.
¡Qué necesidad tan urgente tenemos hoy de encontrar padres y madres para caminar en la vida!
Luego Quique, primero sacerdote en Madrid, luego capellán en la Universidad Complutense, y finalmente monje en el monasterio benedictino de los santos Pedro y Pablo, llamado la Cascinazza, a las afueras de Milán, al lado de mi casa. Quique construyó la Iglesia viviendo la comunión y la obediencia en la vida monacal, con la particularidad de recibir allí, siempre que le era posible, a multitud de jóvenes y no tan jóvenes. Abrazaba a todos y se entusiasmaba por el camino de cada uno. Si algo le distingue, es que el amor de Cristo le hace humano, siempre humano. Hasta el punto de vivir con ligereza sus límites y con una libertad casi escandalosa sus propios defectos y pecados. La libertad que da ser infinitamente querido por él, sin ningún mérito previo.
Por último, Andrés, nacido en 1954, abbiatense como yo. Ciertamente marcado en edad muy temprana por la muerte prematura de su madre, desde siempre tuvo el don de un fuego ardiente de caridad, de pasión por las personas.
En el vacío dejado por la pérdida de la madre, el Hacedor excavó una necesidad infinita de amor, que colmó con la única presencia que colma el corazón humano, la de su Hijo, a través del encuentro con don Giussani y el movimiento de Comunión y Liberación. Andrés se entregó literalmente en cuerpo y alma a la misión, estuviese en su pueblo, en la universidad, en Siena, en las clases de filosofía y, sobre todo, en su querido Perú. La suya fue una pasión que arde y no se consume, porque no nace de la mera generosidad sino de la gratuidad, que es el nombre propio del misterio creador.
Junto con estos cinco constructores de historia, en “La plaza del encuentro” se hallaban los que hoy van dando cuerpo a la Iglesia, que se edifica siempre con piedras vivas. Esta exposición sui generis era una plaza abierta al encuentro. A eso invitaba porque «frente a cualquier pretensión negadora, se erige la memoria del bien como baluarte de la realidad». Hago mías las palabras del escritor Daniel Capó, que así se expresa: «Recuerda los días de alegría, recuerda la mano que te ayudó, recuerda que no estuviste solo en el día de la prueba. Recuerda que la belleza, ligada a la vida y a la verdad que desprende la vida, nos preserva de la muerte y del mal. Recuerda que la memoria engendra belleza y sentido. No hay mayor don».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón