El arzobispo emérito de Granada recuerda a Alfonso Simón, fallecido el pasado 24 de septiembre. «Una vida desbordante de gratitud, de alegría y de amigos. En el sentido fuerte del término, en el sentido que tenía la palabra “amigos” cuando Jesús la usó en la Última Cena»
Así expresa el libro de los Hechos (Hch 10, 38) por boca de san Pedro la memoria de Jesús. Y la frase me ha venido una y otra vez a la mente desde la muerte de Alfonso Simón. Todos le recordamos con el Alfa y Omega en la mano, comentando lo que había dado lugar al editorial o a tal artículo del último número, y las mejores contribuciones que había en él.
O trataba de explicarnos por qué la espada de la que habla el anciano Simeón en el evangelio de san Lucas (Lc 2, 35) no hace referencia a los dolores de la Virgen en la Pasión, sino que Cristo mismo es la espada de la Palabra de Dios, que ella esgrime.
Con esa espada se abrirá de nuevo el Paraíso que había sido cerrado con la caída de Adán y que estaba protegido con otra “espada” que esgrimía un querubín, para que nadie que se acercase pudiese entrar. La Virgen, por medio de su Hijo, iba a abrir el Paraíso, que la espada/lanza del centurión abriría del todo en la cruz al abrir el costado de Cristo. Esta conclusión, extraordinariamente bien fundamentada, era el fruto de largas horas de estudio sumamente minucioso en el campo de la crítica textual y literaria del evangelio de la infancia en san Lucas.
Pero lo más importante a subrayar aquí es que ese estudio no fue nunca para Alfonso algo añadido, exterior, a su ministerio sacerdotal ni a su conciencia eclesial, cristiana. Era solo una floración de ese ministerio y de esa conciencia, fruto de la misma pasión por comunicar a Jesucristo que ha guiado toda su vida, y todo en su vida. Que a su vez era fruto de la experiencia humana, humanísima, del amor de Cristo vivido en la comunión de la Iglesia.
Esa experiencia, vivida primero desde una amistad sacerdotal fresca y fecunda que ya formaba parte de su ADN desde el día de su ordenación (e incluso antes, en el entorno de D. Francisco Golfín en el seminario de Madrid), ha sido potenciada luego desde el carisma de Comunión y Liberación, y más concretamente desde su pertenencia fiel a su Fraternidad y al grupo sacerdotal que lleva el nombre de Studium Christi. Esa experiencia no solo ha sostenido siempre a Alfonso. Ha permitido que su vida y su ministerio estuvieran abiertos a la Iglesia de Jesucristo y al mundo en trescientos sesenta grados.
Testigos de ello, muchos, muchísimos. Muy pocas horas después de que volara la noticia de su tránsito al Padre, la parroquia del Cristo de la Victoria, su querida parroquia, se había llenado de personas que venían a dar gracias. Que testimoniaban su gratitud a una vida infatigable, casi sin pausa, desde los ámbitos más diversos: desde la pastoral universitaria, en la que llevaba trabajando calladamente cuarenta años; de la Acción Católica; de los campamentos de Picos, que casi inició, hace también cerca de cincuenta años, junto con otros de sus amigos sacerdotes, y que aún continúan; de las peregrinaciones a Guadalupe; de la “Cristoteca”, esa vigilia nocturna de adoración que inició, también hace muchos años, un grupo de fieles de la Renovación Carismática, en pleno barrio chino de Madrid, y que se ha mantenido viva hasta ahora mismo; en la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes, también al servicio de la Renovación Carismática, donde ha derramado a espuertas esperanza y sentido eclesial; y desde su confesionario en el Cristo de la Victoria, los viernes por la tarde, donde, aunque no tenía allí última mente ninguna encomienda pastoral “oficial”, estaba siempre disponible para oír la confesión y para dar la paz del sacramento, y orientación y auxilio, a quienes acudían a él. Son muchas las personas que han hecho referencia en estos días a esa labor callada del confesionario del Cristo, labor que ha cambiado, y a veces radicalmente, tantas vidas. Y hay aún otras labores, todavía más silenciosas, al servicio de la Iglesia y de sus pastores, con los que ha colaborado, no solo sin desgana, sino con verdadero gusto, hasta donde se le pedía y más, hasta donde él ha podido.
Y luego, por supuesto, está Alfa y Omega. Desde los comienzos. Puso en esa obra de evangelización toda su pasión comunicativa. Semana tras semana, año tras año. No se preocupaba solo de que saliera –eso ya era casi un milagro, dados los medios con los que se contaba, sobre todo en los primeros pasos–, que efectivamente salía, y salió sin faltar nunca a la cita, primero en Madrid, luego en toda España; primero junto con un periódico local que se llamaba La información de Madrid, luego con el ABC. Alfonso se preocupaba de sus mil detalles: de cada fotografía, de cada portada, de cada artículo y de sus entradillas, de cada titular. Y también, y sobre todo, de cada una de las personas que hacían
a revista o que colaboraban con ella, de cada uno de los trabajadores, de sus familias, de sus circunstancias... Solo Dios sabe a cuántas personas Alfa y Omega les ha hecho posible recuperar la esperanza en la Vida, y también la confianza en esa realidad divino-humana que es la Iglesia. Lo que los demás sabemos es que Alfonso ha recibido, ya en esta vida, “el ciento por uno”: una vida plena y feliz. Eso hace evidente que el secreto de su vida no era el activismo: los activistas se queman, y respiran amargura. La vida de Alfonso en este mundo, en cambio, ha sido una vida desbordante de gratitud, de alegría y de amigos. En el sentido fuerte del término, en el sentido que tenía la palabra “amigos” cuando Jesús la usó en la Última Cena.
Hacer el bien en un mundo que se deshumaniza a chorros es siempre poner humanidad allí donde la humanidad empieza a ser un bien escaso. Y llevar a Cristo a ese mundo doliente, herido y anhelante coincide exactamente con esa tarea, porque una humanidad bella, acogedora, atractiva, y que pueda ser encontrada en el camino de la vida, es lo que todos los hombres buscamos en primer lugar. Y porque, con el tiempo, uno se hace consciente de que esa humanidad solo es posible desde Cristo. No hay discurso que pueda sustituir a ese encuentro.
«Pasó haciendo el bien»: es una frase que resume la memoria que Pedro tenía de Cristo. Si ser sacerdote consiste, antes que nada, en ser una presencia personal de Cristo, en ser un sacramento cuya materia no es el agua, o el pan y el vino, o el aceite, sino una persona que vive y obra, y que gasta su vida y hace todo y lo da todo en memoria suya, poder decir de un sacerdote que «pasó haciendo el bien» es lo mismo que decir que desde esa humanidad contingente que era la suya, inequívocamente suya, remitía constantemente a Cristo, única esperanza del mundo y de los hombres. Alfonso ha recibido, ya aquí, y sobradamente, el ciento por uno. Y algunas persecuciones, pocas (no les prestaba la menor atención). Y por eso esperamos, lo mismo para él que para todos nosotros y para todos, lo que también el Señor –la espada en las manos de la Virgen– nos ha conseguido y nos ha prometido: el Paraíso abierto, la Vida Eterna.
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