Va al contenido

Huellas N.10, Noviembre 2024

PRIMER PLANO

Ante una cascada imponente

Maria Acqua Simi

Margarita, Camilo, los jóvenes abandonados de El Duraznal, en la periferia de Santiago de Chile, y un campamento donde descubren que hay alguien que les quiere

Santiago de Chile surge en un antiguo valle a orillas del río Mapocho y está rodeado de las majestuosas cimas que forman la cordillera de los Andes. Una arquitectura desordenada con barrios llenos de vida y colinas con puntos panorámicos promocionados por las guías turísticas. Tal es la belleza de esta ciudad sudamericana fundada el día de santa Lucía, el 13 de diciembre de 1541. Solo que los que viven aquí no suelen tener la oportunidad de ver todo esto porque la dureza de su vida cotidiana les impide hasta levantar la mirada. Basta pensar en la gente de El Duraznal, una zona vulnerable de la periferia de Puente Alto. Homicidios, narcotráfico, ajustes de cuentas entre bandas, abandono escolar y familias desestructuradas son la norma en este rincón del mundo.
Por esas calles y en esas casas, asomados a las ventanas o corriendo detrás de un balón, viven multitud de niños y adolescentes. A menudo sin padres –porque han muerto o están en la cárcel, o son incapaces de hacerse cargo de ellos– ni adultos de referencia. Nuestra historia empieza aquí, en estas calles caóticas donde varios jóvenes universitarios, siguiendo las huellas de sus amigos sacerdotes de la Fraternidad San Carlos Borromeo, empezaron a ir en 2018 en busca de estos jóvenes. Simplemente para estar con ellos.
Como Camilo y Margarita. «Conocí el movimiento a los 14 años en la parroquia a la que llegaron de misión unos curas de la San Carlos. En 2014, durante un retiro de Cuaresma, conocí a Margarita». Empezaron a salir juntos, se prometieron y en 2022 se casaron. Empezaron a trabajar: él como profesor de matemáticas y ella como terapeuta ocupacional, es decir, dedicándose a la rehabilitación e inserción social de personas vulnerables, especialmente con problemas relacionados con la droga.

Camilo nos cuenta que «en 2018 íbamos a la universidad y nos hicimos muy amigos de Lorenzo Locatelli, uno de los misioneros de Puente Alto. Ese año tenía mucho tiempo libre porque solo tenía dos clases. Sabía que Lorenzo iba entre semana al Duraznal y decidí ayudarle. Me lancé proponiendo un taller de baloncesto para jóvenes. Al cabo de una hora sabía que no iba a funcionar. Solo les interesaba el fútbol. Pero no nos desanimamos y, junto a Margarita y otros amigos, seguimos yendo y así nació una caritativa que todavía continúa».
El gesto es sencillo: ir a las casas y por las calles llamando a los niños y adolescentes, invitarles al oratorio para jugar, merendar pan con chocolate y luego, quien quiera, misa por la tarde. «Desde hace un tiempo también tenemos un pequeño momento de diálogo que llamamos “raggio” y dura unos veinte minutos. Un día –sigue contando Camilo– un chico se me acercó diciendo que tenía un montón de preguntas sobre la vida. Le dije que viniera para comentarlo juntos, él se lo dijo a sus amigos y así nació el raggio. Es un lugar donde hablamos de todo: la soledad, el dolor, los primeros amores».

Margarita escucha a Camilo sonriendo. No le interrumpe, se dan la palabra mutuamente. «Según iban pasando los meses, nos dimos cuenta de que la caritativa en el Duraznal nos enseñaba un método, nos entregaba la forma en la que queríamos vivir, es decir, al servicio de los demás, disponibles para acoger pero siempre siguiendo a alguien. Queríamos servir a la vida de la Iglesia, ayudar a construirla». No son palabras vacías. De hecho, recuerdan uno por uno los nombres y rostros de esos jóvenes, incluidos los que se fueron. «El primero fue Brando. Vivía con su tía, sin sus padres, que estaban metidos en el mundo de la droga. Todavía recuerdo la primera vez que se quedó a misa. Teníamos delante la cruz y dos imágenes: la Virgen y san José. Me preguntó quiénes eran, no los había visto nunca. Luego empezó a hacer de monaguillo y un día me preguntó si podía irse a vivir conmigo. Le respondí que no, pues en esa época no era más que un pobre universitario holgazán que aún vivía con su madre».
Ese día el evangelio de la misa contaba un episodio en el que Jesús decía que quien recibe a un niño le recibe a Él. «Me quedé de piedra –recuerda Camilo–. Al cabo de un tiempo Brando se marchó y yo, triste, conté en casa lo que me pasaba. Mi madre me dijo que le habría encantado acoger en casa a un niño necesitado». Las cosas no siempre salen como uno espera. «Esa misma noche me llamó Margarita contándome que una amiga suya quería abortar. Las palabras de mi madre y lo que había pasado con Brando nos hicieron darnos cuenta de que estábamos dispuestos a acoger a ese niño si ese embarazo llegaba a término». Pero el pequeño no nació, y Brando nunca volvió. Sin embargo, en los años venideros, Dios regaló a esta joven pareja mucho más de lo que podía imaginar.
Para empezar, la caritativa continuó, pasaron tres años y Margarita veía que ya no bastaba con un balón y una comba. «Los niños iban creciendo y empezamos a plantearnos qué proponerles. Tarde o temprano tendríamos que hablarles de Jesús, de este Amigo que nos ha conquistado y ha llenado de belleza nuestra vida». La parroquia de la San Carlos tiene siete capillas, todas construidas por gente del lugar, y hay muchas actividades: catequesis, oratorio, misa, campamentos. ¿Por qué no proponer también al grupo del Duraznal unas vacaciones juntos? Sabían que el riesgo era alto porque no es gente fácil, pero valía la pena intentarlo.

«Hace dos años hicimos el primer campamento fuera de Santiago. Junto con Lorenzo, decidimos que esos días por fin les hablaríamos de Jesús, de quién es ese Amigo al que dedicamos nuestra vida. Les llevamos a ver una cascada imponente, todos nos quedamos en silencio y luego les contamos que aquella cascada era obra de alguien que nos quiere y que nos ha llamado por nuestro nombre. Luego leímos juntos el evangelio de Juan y Andrés. Todos escuchaban con una atención… inimaginable». Esas primeras vacaciones marcaron un antes y un después.
«Estaban esperando algo grande en su vida y fue conmovedor asistir al despertar del deseo de su corazón. Otra cosa que nos conmovió fue que en las cinco horas de trayecto en coche que había desde Santiago hasta el lugar de las vacaciones empezaron a llamarnos mamá y papá a Camilo y a mí».
Mientras habla, Margarina nos enseña el dibujo de una cascada, donde pone: «Por fin libre». Lo hizo uno de aquellos chicos, dos años después de esa primera convivencia. Las vacaciones siguientes fueron un paso de madurez. Camilo les abrió su corazón durante una velada juntos, hablando de los problemas de su padre con el alcohol, y de su abandono. «Sigo en contacto con él porque en la Iglesia y en el movimiento he aprendido que las heridas se pueden mirar y poner delante de Dios. Al día siguiente tuvimos una asamblea y los chavales empezaron a compartir su dolor en la vida».

Hablaron todos, contando, llorando, descubriendo que sus dificultades formaban parte de una historia común. Y que tenían un lugar donde compartirlas. Todos menos uno que permanecía hundido en el sofá, totalmente encapuchado y silencioso. Un chico sombrío que en el viaje de vuelta a Santiago iba en el coche con dos jóvenes esposos. De pronto empezó a vaciar su mochila. Un mes después, durante el encuentro de la caritativa, dirá delante de todos: «Aquí he descubierto que alguien ama mi vida, he dejado la marihuana porque he encontrado a alguien que me quiere». Camilo y Margarita, con Lorenzo y sus amigos del movimiento, vieron que había llegado el momento de hablar seriamente del camino cristiano que les estaban proponiendo. «Les conté sencillamente que la felicidad de mi vida coincide con el encuentro cristiano, que me permite experimentar el ciento por uno. Porque ahora tengo diez padres, un montón de amigos, una mujer estupenda y una familia preciosa. “¿Os interesa?”. Todos respondieron que sí. Y así empezó la catequesis de los sábados».
Muchos jóvenes del Duraznal han pedido el bautismo, han empezado el camino de los sacramentos y en algunos casos sus familias les han seguido. «Hace muchos años –concluye Margarita– pensaba que la Iglesia no podía llegar a todas partes: pobreza, familias rotas, desesperación total. ¿Cómo iba a entrar Dios ahí? Ahora he visto que no es así. ¿Quién necesita más que estos chavales una respuesta que dé un sentido verdadero y total a su vida? La propuesta del movimiento responde a sus preguntas porque el Señor responde. Ellos, a los que todo el mundo daría por perdidos, han sido capaces de exponerse ante propuestas impensables: un paseo en silencio, escuchar un canto, cocinar para otros. La Iglesia es verdaderamente un lugar para todos».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página