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Huellas N.10, Noviembre 2024

PRIMER PLANO

Un encuentro para siempre

Giulia Cazzaniga

Fueron de los primeros en partir a Brasil de misión a principios de los años 60. Desde entonces, todo ha contribuido a edificar su vida. La historia de Emilio Brughera y Mariarita Morreale

Cuando su nieta de veinte años, Lucía, se enteró de que sus abuelos iban a hacer una entrevista reaccionó con un «por fin alguien cuenta esta historia». Suele invitar a sus amigos a cenar para que los conozcan y lo que te deja con la boca abierta durante más de hora y media –la grabadora da fe de ello– en una mesa al sur de Milán, con mantel y anacardos, que son tan ricos precisamente porque vienen de ultramar, es la sencillez total de Emilio Brughera y Mariarita Morreale.
Fueron de los primeros en partir hacia Brasil cuando ni siquiera tenían 23 años. Se hicieron novios después, la misión la empezaron solos, o mejor dicho, en realidad nunca estuvieron solos. Porque –según cuentan– allí estaba «don Pigi» Bernareggi, que se encargaba de la instalación de luz y electricidad en las favelas, y las visitas de Luigi Giussani, o sus grabaciones en casetes que llegaban de Italia y que sonaban en casa mientras hacían sus labores. Estaban sus compañeros de Gioventù Studentesca y de la caritativa en la Bassa, que iban a visitarles de vez en cuando, y otros que estaban de misión a unos cuantos kilómetros de allí. Una comunidad. Sobre todo, había y hay una fe cierta desde la infancia que el encuentro con «el Gius» –en el liceo Berchet para Mariarita y como su chófer motorista en el caso de Emilio– no hizo más que dilatar. «Con nuestro pequeño sí, que me parecía muy necesario, siempre noté que hacíamos posible que se ensanchara un designio más grande», precisa Mariarita.
Emilio, nacido en 1941, tuvo un linfoma que tardó en dar la cara dos años porque «no para nunca», como dice su hija Lia. Fue en 2012, marido y mujer acababan de volver de Angola por segunda vez, donde él había ido para intentar llevar agua a un convento que lo necesitaba. Ella trabajaba con las monjas en la cocina y donde hiciera falta. «Celebramos en África nuestro 41º aniversario de matrimonio –recuerda Brughera– y fueron tres meses de una cercanía entre nosotros que quizá no habíamos experimentado antes». «Aunque casi no nos veíamos», señala ella. «Mi mujer dice que tal vez fuera porque rezábamos siete veces al día con las monjas. Bueno, yo solo seis porque a ciertas horas estaba agotado y me iba a dormir».
Al volver llega el cáncer, la quimio y la recaída. Teniendo en cuenta que Emilio ya había perdido un ojo en un accidente laboral y el oído de un lado, ¿hacía falta añadir más, y tan grave? Para Mariarita, que ahora tiene 85 años, fue en cambio, una vez más, una ocasión. «Nuestra unión creció más con esa distancia que el Gius llamaba virginidad. Estar con alguien a quien siempre has querido pero sabiendo que tal vez deje de estar hace que vivas esa relación de un modo más verdadero. No sé decirlo mejor», añade como es su costumbre cuando habla, con un delicado pudor.
Era el año 1962 cuando partió rumbo a Brasil esta mujer que tengo delante y que tan pronto sonríe como parece nublarse por una dulce melancolía por los que ya no están. Era la única que tenía un empleo, como trabajadora social, y allí tuvo que volver a la universidad para convalidar su título. Desde pequeña, su madre le daba razones de su fe y le decía que «el Señor nos llama a cosas grandes en la concreción de la Iglesia». De don Giussani le cautivó esa misma resonancia, las citas de san Pablo y el extraordinario fenómeno de una continua agregación de amigos que le seguían, una compañía que no dejaba de crecer. En un momento dado, llegó el deseo de partir.
«Fue cuando había que abordar la cuestión de la vocación. En GS nos habían enseñado las tres dimensiones de la experiencia cristiana: caridad, cultura, misión». Pensé en África, pero empezaron a plantearse los primeros proyectos de intercambio cultural de estudiantes con Brasil. Giussani había estado el año anterior

Para su futuro marido, fue «una elección del diezmo». Como le digo que no lo entiendo, Emilio me recuerda que antiguamente los fieles daban a la Iglesia una parte de sus ingresos o de su renta, a modo de contribución. «Pues yo opté por dar tres años de lo que sería mi vida profesional». Así de simple. Y todavía más. «Por aquel entonces se hablaba de cristianos laicos que tenían que ayudar a los sacerdotes para que tuvieran tiempo de realizar su labor. Se llamaban “técnicos voluntarios”.
Cuando me lo dijeron respondí que yo estaba dispuesto a ir. Aunque luego don Giussani tardó cuatro años en decirme que sí». Emilio llegó a Macapá, al norte del país, para echar una mano como perito de electrónica en la construcción de un hospital y se encontró con que tenía que hacer de todo porque solo estaba el agujero donde construir. Ambos hablan de sufrimiento y de relaciones a veces dolorosas, de la necesidad de recordar las razones para no volver a casa cuando algo no iba bien, por el calor o aquellos mosquitos «cargados de malaria». Pero «nunca» se alejaron de la fe, que «gracias a Dios» siempre les ayudó a vivir. Si hay algo que añora, es que «en Brasil estabas obligado a recordar cada momento por qué estabas allí». ¿Y por qué estabas allí?, pregunto. «Para construir el reino de Dios. Cuando me lo repetía me ponía en mi sitio. Como cuando llegas a un cruce, si llegas por la derecha y no tienes un stop sabes que tienes preferencia. Así me sentía entonces». Emilio, ¿has visto frutos positivos de tu trabajo en la misión? Responde inmediatamente, sin pensar. «¡Ah, pero de eso se encarga el Señor! Si los veo, doy gracias. Si no los veo, le digo: espero no haberlo hecho mal, pero eso es cosa tuya.
En tiempos de guerra se decía que también se sirve a la patria haciendo guardia a un bidón de gasolina». Desde entonces, no han parado nunca. No se consideran protagonistas porque, como dice ella, «el protagonista para mí es Otro». Al volver a Italia se “ennoviaron”, algo por lo que la madre de él apostaba desde que eran muy jóvenes. Formaron una familia, los casó don Giussani, y con tres hijos –que entonces tenían 6, 5 y 1 año– volvieron a partir primero a Macapá y luego a Belo Horizonte. Volvieron siete años después siendo seis porque en Brasil adoptaron a una niña.
«Siempre juntos, como una familia pero a veces como un ejército bárbaro», se ríe Emilio.

Llevaban a sus hijos a colegios brasileños porque querían estar con la gente, sobre todo eso. Volvieron a Milán cuando la hija mayor tenía que empezar el instituto. También había otro problema: «Mi marido no conseguía que le pagaran por el trabajo que hacía, es demasiado bueno». No suena a reproche, sino a constatación. «No hemos vivido en la pobreza, pero en la austeridad sin duda».
En Italia ella trabajaba como trabajadora social y él como electricista y programador. Tienen diez nietos y acogen en su casa a niños brasileños, kazajos y rumanos. Desde que se jubilaron, añadieron la catequesis y la ayuda a Cáritas por parte de Mariarita, con la ayuda discreta de Emilio a quien lo necesite. Van a misa diaria, a la parroquia o bien al monasterio cercano de la Cascinazza. Desde lejos, esos monjes parecerían justo lo contrario de la misión, nunca salen de allí. Igual que las monjas de Valserena, a las que también están íntimamente unidos. Según ella, «con la vejez he redescubierto la misión en cada pequeño gesto que se hace con amor: vivir el presente, ver lo que puede hacer falta. El encuentro con don Giussani es para siempre. Como cuando tienes una gran amistad, es para siempre. Es algo que no podré quitarme nunca. No sé cómo explicarlo…».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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