Nombrado recientemente Obispo de la Diócesis de Córdoba, Monseñor Francisco Javier Martínez inicia su misión de pastor de la Iglesia cordobesa el próximo 18 de mayo. Un "camino" personal que se abre a las perspectivas y a los retos de su nueva tarea
Algunos encuentros se graban en nuestra memoria con el acento, el color y la síntesis de la primera percepción que tuvimos de ellos; permanecen en nosotros tal como surgieron: cuando el muro de lo ya sabido se rompe y emerge en nuestra conciencia personal la discreta novedad del ser, el encuentro acaecido y ano se puede borrar.
Hemos conocido a Javier y a sus amigos en 1979. En 1985, con tan sólo 37 años, era ya obispo auxiliar de Madrid. Lo que define aquel inicio se podrá decir con nuestras palabras: una "incansable apertura y una fidelísima unidad" de amistad. Preguntaba, observaba, se apasionaba por todo lo que es humano, proyectaba hasta rayar en la fantasía; citaba a Péguy, Bernanos, De Lubac; por la noche traducía a San Efrén - un Padre de la Iglesia siríaca.; le gustaban los espirituales negros y el cine -había visto con uno de sus maestros del Seminario películas de Bresson, Bergman y Antonioni - y, sobre todo, quería a las personas.
De todo ello se enriquecía una amistad y se comunicaba espontáneamente a otros tomando el nombre de Nueva Tierra, la Asociación Cultural que les reunía, a sus amigos y a él. Eran amigos de verdad.
De aquel primer encuentro nació una historia en función de la Iglesia, es decir, en función del "honor dado a cristo en el mundo para bien de los hombres", una historia que hoy se enriquece a raíz de esta nueva misión.
Monseñor Martínez, ¿cuáles son las figuras más significativas que han marcado su formación humana?
En primer lugar, mi madre, que era una mujer de fe, muy sencilla, que no había ido a la escuela, pero para la que la fe era como el aire que respiraba, tan natural y tan presente en todo en la vida cotidiana. Y esto marca la vida de un niño, comunicándole una familiaridad con Dios y una confianza segura en Él como en una presencia que acompaña siempre la vida.
Después, recuerdo con vivacidad las dos maestras que me educaron en la escuela laica en la que estudié hasta mi entrada en el Seminario a los 11 años. En ellas también la fe generaba una dedicación y un interés sólo posibles en Cristo. Me prepararon para recibir mi primera comunión. Durante muchos años no volví a saber más de ellas; pero con motivo de la ordenación episcopal, las busqué por todo Madrid, y estuvieron presentes en la celebración junto a mi familia.
En el Seminario tuve dos grandes maestros. El primero, Franciscoo Golfín; era el director espiritual y se convirtió en el punto de referencia para todo el grupo de sacerdotes de Madrid que más tarde confluyeron en la experiencia de Comunión y Liberación. Su persona supuso para mí el descubrimiento de que la Redención y la vida de la Iglesia tienen la forma humana de una amistad. Además, través de él, tuve la experiencia de que la Presencia de Cristo, contrariamente a lo que producen las formas y las reglas, hace crecer la libertad. Fue una relación decisiva, porque en una adolescencia bastante agitada y llena de intereses -que no encajaban fácilmente con la vida del Seminario de aquel tiempo-, aquel hombre supo hacer de la libertad un criterio de discernimiento.
Otro maestro fue mi profesor de Sagrada Escritura, Mariano Herranz. Tenía una inmensa pasión por la persona de Jesucristo, por su acontecimiento histórico y por la dignidad cultural de la predicación de los Evangelios, y ha dado su vida para formar nuevos discípulos. En aquellos tormentosos años sesenta, entre tantos maestros de la sospecha, fue el único que hizo crecer en nosotros la certeza de la fe. Estas personas nos acompañaron, a mis amigos y a mí, con una fidelidad admirable. Cuando me fui a Estados Unidos a estudiar, durante siete años, cada 15 días recibía una carta de Don Mariano, con una fidelidad precisa como un reloj.
Por último, tengo que recordar la amistad con aquel grupo de sacerdotes que, teniendo a Cristo como fundamento, y no una afinidad de temperamento o de ideas, fue bendecida abundantemente con el crecimiento a nuestro alrededor de la Iglesia. Se nos concedía un éxito desproporcionado respecto a nuestros esfuerzos y una alegría desbordante, que no eran fruto de un proyecto o de una estrategia, sino la fecundidad de una amistad en la que Dios estaba presente.
En 1985 recibe la ordenación episcopal. ¿Cómo ha vivido estos años de misterio?
Con una conciencia continua de la desproporción entre mi persona y la grandeza infinita de la misión que se me ha confiado; y, al mismo tiempo, con la sorpresa de ver crecer a mi alrededor el pueblo cristiano. Siempre he considerado que lo importante no son ni la organización, ni las técnicas pastorales, sino una vida concreta donde pueda acontecer el encuentro que suscita la fe. En la experiencia de la desproporción lo que me asegura una libertad para vivir el ministerio es la conciencia clara de que, en cualquier caso, el Obispo representa la presencia sacramental de Cristo, muchas veces, incluso, a pesar de nosotros mismos.
En una reciente entrevista ha recordado el encuentro con Comunión y Liberación.
Tuve la primera noticia de la existencia de CL a través de un joven jesuita. Estaba estudiando en Frankfurt. me contó que había conocido a un grupo de personas absolutamente normal y feliz, que afrontaban todo partiendo de la fe con seriedad e inteligencia. Nosotros entonces estábamos preocupados por la educación de los jóvenes, y por ello nos interesamos enseguida. Leímos algún texto y, sabiendo que había comenzado un grupo de CL también en Madrid, llamamos por teléfono. Julián Carrón y yo fuimos aquella misma tarde a cenar a casa de Jone y Carras para conocerles. Terminamos hacia las dos y, como yo tenía que irme al día siguiente por la mañana temprano a Estados Unidos, pasé por la casa de Javier Calavia y - considerando que a aquellas horas obviamente no era oportuno despertarle- le dejé una nota debajo de la puerta: "Hay que conocer a esta gente". Estuve en América siete años, volviendo de España en verano, pero mis amigos prosiguieron la relación, madurando cada vez más en la conciencia de lo esencial que nos unía.
El encuentro decisivo fue con Don Giussani en 1985, en Ávila. Vino al Curso de Verano que organizábamos todos los años, y señalando el lema, "Verdad de Dios, verdad del hombre", dijo: "Lo que habéis puesto en vuestro manifiesto e solo que yo he querido decir durante toda mi vida". Desde entonces la relación con él ha sido para mí el descubrimiento de una paternidad que acoge y lleva a su plenitud aquello que uno desea. En ella experimento lo que percibo cuando me pongo frente a la presencia de Dios: ser acogido y amado de un modo tal que crece el deseo de ser aquello para lo que hemos sido creados, de vivir nuestra vocación.
De Usted ha nacido el Instituto de Filología Clásica y Oriental San Justino y el proyecto editorial Monumenta Cristiana Iberica. En el contexto cultural actual, ¿qué significado revisten estas iniciativas?
Es importante señalar una característica del catolicismo español, es decir, la ausencia casi absoluta de memoria histórica. Esto debilita extraordinariamente la experiencia cristiana y la hace más frágil frente a reducciones ideológicas -en el mundo hispano, por ejemplo, la teología de la liberación-, o éticas; la reducción a valores comunes. En un panorama educativo donde las materias humanísticas prácticamente han desaparecido por completo, me pareció que la Iglesia no podía renunciar a crear instrumentos que asegurasen la recuperación de su memoria histórica.
San Justino es un Instituto de Filología de las lenguas de la Escritura y de la Tradición. Tiene un doble objetivo: la exégesis de los evangelios que permita afirmar su carnalidad histórica y su nexo con el Hecho que está en el origen de la fe, y la traducción de las obras de los Padres para poderlas leer en lengua española.
Monumenta Cristiana Ibérica es el proyecto de una colección de textos que recojan los testimonios de la presencia cristiana en la Península Ibérica durante la primera evangelización, hasta la invasión islámica en el siglo VIII, actualmente en gran parte desconocidos o nada fáciles de hallar.
Desde el 85 Usted se ha dedicado especialmente a la pastoral universitaria...
Entre las funciones que me asignaron como obispo auxiliar, la universidad me pareció el lugar más necesitado de un trabajo misionero. Madrid tiene más de doscientos mil universitarios. En los años de la transición política y del inmediato postconcilio, la Iglesia casi había abandonado la presencia en la universidad. Comencé de un modo muy sencillo, construyendo una realidad humana que fuese una presencia visible en aquel ambiente. Era capellán universitario, iba al bar con los jóvenes, estaba con ellos en los pasillos y allí donde estuvieran. Dos criterios me han guiado: favorecer toda experiencia cristiana que naciera -defendiendo la libertad para cualquier realidad reconocida por la Iglesia-, y la construcción de la unidad entre los cristianos para hacer posible que todo hombre pueda encontrar a Cristo y en Él la humanidad verdadera. Una unidad que no es política o estratégica, sino que nace de la comunión con Cristo.
¿Cuáles son las expectativas y los problemas frente a su misión en Córdoba?
Creo que la misión de un obispo es siempre la misma, aunque en circunstancias diferentes: hacer que Cristo sea conocido, hacerlo presente y construir la Iglesia. Aún no conozco la situación de Córdoba, peor lo que deseo es ser un pastor y un padre de familia para el pueblo que me ha sido confiado. Es lo que realmente me importa, y lo que pido al Señor que me conceda. Córdoba es una diócesis con una larguísima historia cristiana, de la que se tienen testimonios desde su fundación en los primeros siglos. Los mártires son un tesoro especial de la Iglesia cordobesa, porque marcan toda su historia: hubo hombres que dieron su vida por Cristo en la época del Imperio Romano, fueron numerosos en el período islámico, los hubo también en el período de la Guerra Civil. Córdoba fue un centro de cultura musulmana durante toda la Edad Media, hasta la Reconquista en 1231. Durante el Renacimiento y el Barroco, la vida de esta Iglesia fue muy intensa. Actualmente -por lo que sé-, se trata de una realidad viva, pero que sufre una contradicción típica del catolicismo español: el cristianismo permanece como un escenario de fondo de la vida social -heredado del Barroco-, pero queda reducido a formas estéticas, culturales o folklóricas. La sociedad cordobesa, y en general Andalucía, se caracteriza por graves problemas sociales, como el desempleo, la falta de desarrollo y de estructuras educativas, y todavía hoy es la fortaleza de las ideologías socialista y comunista. También aquí es necesario que la experiencia cristiana renazca desde sus orígenes y recree un pueblo.
La pasión misionera que le ha caracterizado siempre anticipó uno de los retos que se le presentan ahora. ¿recuerda el primer, intrépido grupo de jóvenes con los que fue a Egipto y que comenzaron a estudiar árabe?
Nunca podré olvidar aquellos dos veranos. Encontrándonos por primera vez frente al mundo islámico estábamos apasionados por hacer presente el misterio de la Redención. El alba nos sorprendía aún despiertos, discutiendo, y sin duda aquellos viajes nos han marcado a todos, aunque de forma distinta. La prensa habla de reivindicaciones árabes o islámicas sobre la mezquita de Córdoba o sobre el territorio del Sur de España que en otro tiempo fue árabe. Se trata de estrategias llevadas a cabo por centros de interés e ideologías anticristianas, a quiénes les interesa airear estos temas. La pasión por Cristo y por el hombre que movió aquellos primeros viajes es la misma que me mueve hoy a construir la Iglesia para que todo hombre pueda encontrar en ella la respuesta a su corazón, que es Cristo.
"La esperanza es una certeza respecto del futuro debida a una realidad presente". ¿Cuáles son para Usted los factores de esta certeza?
En primer lugar, la experiencia de que la fidelidad a Cristo crece la propia humanidad, crece la razón, la capacidad de comprender la realidad y de amarla, y crece la libertad. Éste es el factor decisivo de la certeza: la experiencia de la obra que Cristo va realizando en la vida de cada uno.
El segundo factor de certeza - que es inseparable del primero, porque es el lugar en que éste sucede- es la compañía vivida de la Iglesia, la compañía experimentada de la oración, del ofrecimiento, del seguimiento común. El movimiento es para mí el lugar más cotidiano y permanente de esta experiencia de compañía; es el lugar donde experimento que "Cristo, c'é perché opera".
Señalaré un tercer factor, igualmente vinculado a los anteriores que me han dado siempre mucha libertad: la obediencia. Voy a Córdoba por obediencia, soy obispo por obediencia a Cristo y a "esta Casa" de mi vida que es la Iglesia.
Yo no sería yo, no sabría decir "yo" si no fuera por este espacio bendito donde Dios me ha puesto, cerca de personas en las que puedo reconocer su Presencia, y donde soy amado y reclamado continuamente a vivir con verdad.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón