Tres modos de describir la vida del pueblo en el arte del XIX francés: la aspiración a una identidad esbozada; una opresión subrayada; una tradición abrazada
«El Ángelus es un cuadro que he pintado pensando en mi abuela cuando trabajaba en el campo y al sentir sonar las campanas no dejaba de hacer su trabajo para rezar el Ángelus por los pobres muertos, muy devotamente y con el sombrero en la mano». Es el comentario del pintor francés Jean Francois Millet acera de su obra que, ejecutada en torno a los años 1858-59, obtiene de pronto un gran éxito. Su nombre figura en los manuales, junto a los de Gustave Courbet y Honoré Daumier, los pintores más importantes del Realismo, un movimiento artístico que nace en Farncia en 1848 y prepara la llegada del Impresionismo. Se trata de tiempos en los que la revolución industrial está concentrando enormes masas de obreros en las fábricas de las grandes áreas urbanas y, en consecuencia, transformando la antigua sociedad agrícola. 1848 es el año de las revoluciones europeas, y es el año de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista. El periodo en Francia está caracterizado por un fuerte despertar religioso en el campo, pero en los grandes centros, en particular en París, la cultura comienza a estar cada vez más dominada por el Positivismo, un método de conocimiento de la realidad que, prescindiendo de la búsqueda del significado, reduce la investigación a la sola dimensión material. En este contexto nace la pintura realista. Courbet, ya líder indiscutible del movimiento, dirá: «Sin la revolución del 48 quizás no habría existido mi pintura»; y aún más: «Yo pinto sólo aquello que veo». Daumier, ya asentado como dibujante y caricaturista, que comenzará a pintar precisamente en 1848, será definido como el «intérprete subversivo de su tiempo».
Absolutamente distinta aparece la posición de Millet: «Yo trato de pintar lo sublime presente en la realidad».
Jean Francois Millet, nacido en un pueblo del norte de Francia, representó la realidad de la vida del campo donde había vivido y trabajado para mantener la familia de ocho hijos tras la muerte prematura de su padre. Honoré Daumier se va, todavía joven, de Marsella a París, y allí desempeña diversas ocupaciones, sin dejar de participar en las protestas socialistas y en las barricadas; mientras tanto comienza la actividad artística con dibujos, caricaturas satíricas -por alguna de las cuales conocerá incluso la cárcel- y litografías ( al fin se contarán en su haber casi cuatro mil), llegando finalmente a la pintura. Por último, Gustave Courbet, culturalmente el más "radical" es un convencido sostenedor de las tesis positivistas.
En su estudio parisino colgará este letrero: «1) No hacer aquello que hago yo; 2) No hacer aquello que hacen otros; 3) Incluso si hicieses lo que hizo Rafael, no existirías; 4) Haz aquello que ves, que sientes, que quieres». Tres artistas que viven la misma realidad y tres modos diversos de entender la relación con ella, de conocerla y representarla: El Ángelus de Millet, Vagón de tercera clase de Daumier, Los picapedreros de Courbet. Las tres obras representan temas extraídos de la vida cotidiana, sujetos similarmente humildes; observando los colores no podemos menos que notar la estrecha relación que une cada una de las realidades representadas a la tierra. Pero los tres pintores son diferentes y distinto su realismo.
En Los picapedreros Courbet representa con absoluta veracidad dos hombres, quizás padre e hijo, concentrados en su humildísimo y fatigoso trabajo. El cuadro, una vez expuesto, provocó fuertes reacciones por su contenido social, aunque no notamos ningún énfasis ni subrayado por parte del pintor: la realidad viene representada tal como es. No existe transgresión alguna sino en la absoluta carencia de cualquier embellecimiento; pero no se trata de fotografía, sino de pintura, y como tal debe sujetarse a leyes específicas. Aquí está el punto: Courbet es un agudo observador y un gran ejecutor, y lo que capta de la realidad se convierte en esta espléndida masa de colores, formas, luces, sombras, etc: elementos propios de la pintura. Se sumerge totalmente en esta experiencia y transfiere a la tela sujetos que ama con un amor discreto: espera que sea el observador el que se conmueva o permanezca indiferente frente a la fatiga de dos picapedreros que se ganan la vida en aquel angosto rincón de la tierra. Algunos se sentirán sofocados, viendo sólo un pequeño horizonte abierto para dar respiro y esperanza; otros percibirán la inhumana rutina d aquel gesto y compadecerán la dura herencia que el padre transmite al propio hijo. Habrá sin embargo, quien encontrará digno el trabajo de aquellos dos hombres, íntima y profunda la relación que los une, simple y bella la experiencia de aquel retazo de pueblo. Quizás sea sólo un anhelo, pero la representación de este instante contingente de la historia y todo el séquito de reflexiones que nos comunica, delinean la visión sincera, tal vez cruda, pero respetuosa de Courbet hacia su pueblo.
El pueblo es el protagonista de la pintura de Daumier: bien como individuo visto en los actos de su vida cotidiana, bien como masa, en fuga, recogida en una sala de espera o en un viejo Vagón de tercera clase. El arte para Daumier es un medio de participación en la realidad de la vida social, y, sobre todo, una actividad de lucha contra el poder, «el monstruo burgués», como lo definirá, «cuyas cabezas son la Ley, la Iglesia y la Policía»; poder que tiene subyugado al pueblo haciéndolo incapaz de pensar y actuar autónomamente. El pintor tiene por tanto un deber moral: hacerse intérprete de este pueblo. ¿Cómo viene, pues, representado, el pueblo? En Vagón de tercera clase, mujeres, hombres y niños son máscaras cuyos rasgos son fuertemente acentuados; personas privadas de rostro y fisionomías precisas, masas de colores terrosos y sombríos, privados de energía, se encuentran encerrados en un tren oscuro que les está conduciendo quién sabe dónde, quizás a la ciudad a probar fortuna. Una masa «desarraigada» e inserta en un nuevo y desolado contexto, fruto de la civilización industrial. Hombres con pocas certezas y, por tanto, con un futuro oscuro; nadie desea verdaderamente su bien ni les guía a lo largo del dramático momento histórico que están viviendo. Alguno deberá quizás prestar atención a este pueblo extraviado; su voz deberá ser oída de algún modo, rompiendo el silencio y al sujeción en que se encuentra. Su lucha de hombre y artista, comprometido del lado de la gente pobre para llegar a la conquista de una dignidad o para lograr un puesto en la sociedad, lo lleva a comprender con eficacia y profundidad las facetas de la vida del pueblo, sus problemáticas y vicisitudes.
A veces será crítico y duro con este pueblo, sin ocultar el propio pesimismo acerca de la posibilidad de rescate; otras veces comprensivo y poético; se encenderá de ira y desenmascarará las formas con las que se presenta el enemigo: el aburguesamiento, del que denuncia la mezquindad, la fealdad y la falsedad. Daumier, comprometido profundamente con la realidad social, con su pintura preñada de pasión por el pueblo, no permanece como un episodio cerrado en sí mismo: su sensibilidad será advertida, convirtiéndose en un punto de referencia fundamental de otro gran artista, no por casualidad, también él amante de la humanidad simple: Van Gogh. El mismo Van Gogh que insertará en diversas obras suyas las figuras de los campesinos representados pro Millet.
Por último, Millet, considerado injustamente el menos moderno y revolucionario de los tres, quizás porque en El Ángelus sus campesinos representan una especie carente ya de interés; porque su plegaria es un claro signo interpretativo de la realidad con una connotación cultural precisa, y porque esa plegaria que detiene el trabajo puede ser entendida como una abstracción respecto a la concreción de la vida, y por tanto, una clara señal de servidumbre silenciosa al poder. Pero El Ángelus es un cuadro realista: dos campesinos, reclamados por el sonido de las campanas del pueblo que aparece al fondo, tras haber dejado en el suelo los utensilios de trabajo, rezan el Ángelus. Un factor que no está presente en los otros dos pintores aquí viene tomado en toda su simplicidad y en su imponencia dramática: el Misterio que no se ve, pero que está desde siempre presente en la realidad y en la historia, es afirmado por un hombre y una mujer de la mitad del siglo XIX, en una perdida campiña francesa. No es un gesto pietístico el que está representado; es una devoción sincera, casi plena de pudor en la relación con la gran Presencia a la cual las campanas les han reclamado. Millet capta lo sublime en la realidad de este mundo. Es verdad, como para Courbet y Daumier, también para él el instante se convierte en eterno gracias a la pintura y la imagen se carga de afecto hacia una humanidad humilde. Pero en su obra se declara abiertamente la experiencia de fe que esa realidad de pueblo vive desde hace siglos. Aquel instante, impreso en la memoria del pintor -así como está impresa en la memoria de aquellos de nosotros que recuerdan todavía a sus padres o abuelos que por la mañana, a mediodía, por la tarde, al repique de la campana, se paraban para hacer una simple señal de la cruz o para recitar el Ángelus- se convierte en la traducción de una imagen significativa de su pueblo. Pueblo que no necesariamente participa en las grandes transformaciones que tienen lugar en la ciudad, que no discute en las mesas de los cafés o en los talleres de los pintores; simplemente vive la fe recibida de los padres en lo cotidiano de la propia existencia. Hombres y mujeres que, frente a las promesas de las humanas teorías modernas, prefieren continuar formando parte de una realidad más grande que ellos, que les precede y que le acompaña. El Ángelus representa el signo al que está anclada la memoria de esta pobre gente.
Estos tres autores que han calado en la realidad han dejado, cada uno de ellos, sugestivas y potentes imágenes que hacen emerger las diferentes visiones del mundo que poseen, su particular modo de entender el arte. Courbet, Daumier y Millet han elegido sujetos en los cuales se transparenta concretamente la forma de un pueblo; la aspiración a una identidad esbozada con delicadeza, una opresión decididamente subrayada, una tradición sinceramente abrazada.
(Traducido por Clara Fontana)
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