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Huellas N.02, Marzo 1996

VIDA DE LA IGLESIA

«El gran pedagogo». Entidad étnica sui generis

Carlo Rusconi

Viaje de Tracce a la historia del pueblo hebreo. Con el rezo de los salmos -forma de diálogo definida por Dios mismo- «el pueblo adquiere un clima hebraico, de espera auténtica, despertada en la historia de según una forma que no halla igual en ninguna otra religión. Por ello el pueblo cristiano es el más proclive a reconocer como hermanos a los hebreos», ha dicho Don Giussani. Isreal, signo para todos los pueblos. Juan Pablo II: «Hermanos judíos»

Si leemos con atención y comparamos las narraciones de la Creación, al comienzo del Génesis, y la de la salida de Israel de Egipto -desde el décimo capítulo del Éxodo hasta el decimoquinto incluido-, nos sorprenderán, sin duda, algunas analogías.

Israel es un signo
La primera analogía destacable se refiere a la luz: ella es (Gn 1,3) la primera realidad que la palabra eficaz de Dios pone en acto cuando crea; e inmediatamente después de haberle dado el ser, el Creador la separa de las tinieblas, erigiéndola en entorno de las criaturas. De modo similar en Ex10, 21-23 la penúltima plaga que arrasa Egipto es la tiniebla, mientras que «todos los israelitas tenían luz en sus moradas». Y el prodigio de la separación de la luz y las tinieblas en favor de Israel se repite inmediatamente antes del paso del Mar Rojo, cuando «se puso en marcha el Ángel de Yahvech que iba al frente del ejército de Israel, y pasó a la retaguardia. También la columna de nube de delante se desplazó de allí y se colocó detrás, poniéndose entre el campamento de los egipcios y el de los israelitas. Mientras que para unos la nube era tenebrosa, para los otros iluminaba la noche» (Ex 14, 19-20a).
La segunda analogía es la del agua. En Gn 1,2 se habla del «espíritu (literalmente "viento, soplo", en el texto hebreo) de Dios» que «aleteaba sobre las aguas», las mismas aguas que luego serán separadas (Gn 1, 9-8), y que permitirán que emerja la tierra seca (Gn 1, 9-10) sobre la que comenzará la vida (Gn 1, 11-13). Así mismo en el Éxodo «un fuerte viento (la palabra usada en el texto hebreo es la misma que la del Gn 1,2) de oriente» dividió las aguas del mar y «los israelitas entraron en el mar por lo seco (la palabra usada es de nuevo idéntica a la del Gn 1, 9-10) (Cfr. Ex 14, 21-29)»; y allende el mar finalmente comenzará Israel a vivir.
Tanto sobre estas dos analogías, más relevantes, como sobre otras de la Creación y del Éxodo, hacemos una apreciación: la libertad de Dios al elegir a Israel rescatándolo de Egipto y haciéndolo su pueblo [cfr. Dt 7, 6-10); Dt 4, 37; 10,15; 14,21; 1Re 3, 8; Ne 9,7; Is 41, 8ss.; 44,1ss.; Sal 32 (33), 12; 46 (47), 5; 77 (78), 65-72; 131 (132), 13; 134 (135),4] se pone como signo de la misma libertad de Dios al elegir crear a las criaturas. En relación con esto es necesario tener las ideas claras. En efecto, en el experiencia humana la elección, es decir, el elegir algo, es la preferencia que se concede a una cosa entre otras que, como ella, existen, poseen una consistencia anterior prescindiendo del hecho de ser o no ser elegidas, esto es, el hombre elige entre cosas que ya existen y cosas, que aunque no son elegidas, también deben tener una existencia previa a la elección del hombre. No sucede así en el caso del pueblo de Israel, verdadero ejemplo de la creación en toda su significación: en el caso de Dios no se trata de conformar su preferencia a algo que existe antes de la elección divina, sino que es la elección divina la que instaura el ser de lo que elige. Israel no es uno de los muchos pueblos anteriores a la elección de Dios, sino un pueblo que, tras la elección divina, se convierte en «pueblo elegido»: Israel es «el pueblo elegido» -eran esclavos, gente dispersa, sin ley ni cohesión, por tanto eran «no-pueblo» - pero Dios con su elección le dio consistencia.

En Israel aparece la verdad de cada criatura
Éste es un punto fundamental de la identidad crítica de Israel como signo, y por eso mismo, de la identidad real de cada criatura, es decir, Israel en el acontecimiento que lo constituye como pueblo, abarca, siendo consciente de ello, la verdad de todo el cosmos y de cada criatura que forma parte de él y, al mismo tiempo, anticipa la conciencia de la elección que, por Jesucristo, con Él y en Él, se convertirá para cada hombre en la posibilidad de acercamiento a la verdad de sí mismo.
Y que Israel es el signo en el que aparece la verdad de la libertad de Dios en dar consistencia al ser, es decir, en elegir a las criaturas una a una y el universo entero, se confirma, por ejemplo, en la forma que tiene la promesa de la restauración del pueblo elegido, tal como aparece en Jeremías: «Si llegarais a romper mi alianza con el día y con la noche, de suerte que no sea de día o de noche a su debido tiempo, entonces también romperíais mi alianza con mi siervo David... Así como es incontable el ejército de los cielos e incalculable la arena del mar, así multiplicaré el linaje de mi siervo David y de los levitas que me sirven» (Jr 33, 19-22: cfr. vv.23-26).
Ahora bien, en Isaías aparece con claridad la validez universal -el hecho de estar dirigida a todos los hombres- del testimonio, es decir, del signo que es Israel: «Congréguense todas las gentes y reúnanse todos los pueblos. ¿Quién de entre ellos anuncia eso y desde antiguo nos lo hace oír. Aduzcan sus testigos, y que se justifiquen; que se oiga para que se pueda decir: "Es verdad". Vosotros sois mis testigos -oráculo del Señor- mi sirvo a quien elegí para que me conozcáis y me creáis a mí mismo, y entendáis que yo soy. Antes de mí no fue formado otro Dios ni después de mí lo habrá [...] Yo lo he anunciado, he salvado y lo he hecho saber, y no hay entre vosotros ningún extraño. Vosotros sois mis testigos -oráculo del Señor- y yo soy Dios...» (Is 43, 8-13, passim).

La profesión de fe en Israel
Israel tiene conciencia, por tanto, de ser el lugar de la manifestación de la verdad universal; sabe que todo ello se ha mostrado, desde el punto de vista metodológico, en la elección divina y que ésta se ha evidenciado en el conjunto de acontecimientos históricos -desarrollo y verificación del acontecimiento genético- que el éxodo es. Es este evento y no una serie de enunciados teológicos- por extraño que parezca- lo que constituye el objeto fundamental de la profesión de fe, el «credo» podríamos decir, del pueblo hebreo. De hecho, cuando se ofrendan los primeros frutos de la temporada, el oferente pronuncia estas palabras: «Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre.
Nosotros clamamos a Yahveh, Dios de nuestros padres, y Yahvech escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio del gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de los productos del suelo que tú, Yahvech, me has dado». (Dt 26, 1-11, passim; cfr. en otros contextos rituales: Ex 12,26ss; 13,8; Dt 6, 20-25; cfr. Gn 24, 1-13).

La fe "histórica en los Salmos"
Ahora bien, la misma conciencia que aparece expresada en las palabras litúrgicas de la profesión de fe, aparece en la oración privada y comunitaria, personal o colectiva.
Un primer texto significativo al respecto es el Salmo 80 (81; Laudes de la segunda semana), en el que se asiste a un engrandecerse de la conciencia de la qua brota Dt 26, 1-11, y que estaba posiblemente destinado a ser cantado en la fiesta (de las cabañas) con la que, tras la vendimia, terminaban los trabajos agrícolas anuales.
En otros textos, sin embargo, el evocar de nuevo el acontecimiento genético de Israel se convierte en el motivo de la alabanza que el pueblo eleva a su Dios, como en el salmo 77 (78; Oficio de lectura de la cuarta semana; viernes y sábado de los Tiempos de Adviento y Navidad; Vísperas del lunes de la cuarta semana). Y en otro lugar, por ejemplo, en la secuencia de los salmos 103 (104)-104 (105: respectivamente: Oficio de lectura del domingo de la segunda semana y Oficio de lectura del sábado de la primera semana de los Tiempos de Adviento y Navidad) la alabanza a Dios por los prodigios del Éxodo se enlaza con la de los prodigios de la Creación, expresando con claridad que el pueblo hebreo sabe que su historia es el manifestarse del significado de todo el cosmos.
También en otro lugar, como en el salmo 17 (18; Oficio de lectura del miércoles y el jueves de la primera semana), el rey David, liberado del poder de todos sus enemigos por obra del Señor, mediante una alusión al Éxodo (vv. 11-16), hace de aquel acontecimiento la clave de lectura de su momento presente. y además de la historia personal, también la de todo el pueblo hebreo se lee, por ejemplo en el salmo 67 (68: Oficio de lectura de la tercera semana del martes), tomando el éxodo como factor interpretativo, referencia en la verificación o fundamento de la confianza en Dios.
Y es según esta última apreciación que en el salmo 76 (77; Laudes del miércoles de la segunda semana) y en el salmo 82 (83; inexplicablemente ausente en la Liturgia de las horas postconciliar; s.e) los diversos orantes, forzados por las dificultades del presente personal o nacional, fundamentan en la memoria de los acontecimientos del Éxodo su petición a Dios para que intervenga y la confianza en que su petición sea escuchada.

La historia de la elección y la conciencia del pecado
Ahora bien, existe un aspecto particular de la propia conciencia, nacida del acontecimiento constitutivo del pueblo elegido, que no puede dejar de sorprender a quien estime la religiosidad del pueblo hebreo tan solo en la versión del judaísmo tardío, que aparece en el Nuevo Testamento, y que resulta frecuente objeto de los reproches del Señor Jesús.
De hecho, si consideramos, por un lado, el riguroso legalismo judaico, esto es, la posición religiosa según la cual la norma positiva era el criterio de identificación y definición del pecado, y por otro lado recordamos cómo estaba ligada la ley en Israel, en su sustancia, a los hechos del Éxodo, no puede dejar de maravillar que en el salmo 43 (44: Oficio de lectura del jueves de las semanas segunda y cuarta) se contrapongan tales hechos a la actual condición miserable del pueblo elegido, y que en los salmos 105 (106)-106 (107; respectivamente Oficio de lectura del sábado de la segunda semana, Tiempos de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua; y Oficio del lectura del sábado de la tercera semana) se interprete correctamente la ruina de Israel como efecto de su infidelidad, pero que tal infidelidad no sea después medida en sí con el rasero de la ley, sino por los hechos del Éxodo. Además, los mismos hechos, lo que hasta podría parecer contradictorio, que miden la infidelidad del pueblo, constituyen el fundamento de la confianza que anima la oración dirigida a Dios para alcanzar su misericordia.
A pesar de todo, esta posición no es un hecho aislado en el Antiguo Testamento. Consideremos al respecto las que dominaremos "liturgias penitenciales" veterotestamentarias: de ellas poseemos una gran documentación (cfr. Ex 32,1-14; 34, 5-9; Gn 7, 2-26; Ex 9; Ne 9; Gn 3; etc.; cfr. Dt 3, 26-45; 9, 1-19; Ba 1, 1-3,8).
No se hallaban incluidas en el año litúrgico hebreo, pero se celebraban cuando las circunstancias adversas -sequía, epidemias, reveses militares- hacían evidente que Israel había pecado. La lógica interna del proceso es clara: entre Israel y Dios existe un pacto vinculante, por el que Israel se ha comprometido a dar culto a Dios y testimonio a Él, con la propia fidelidad: por su parte Dios se ha comprometido a bendecir a Israel con la paz y la prosperidad, y si éstas vienen a menos, dado que Dios no puede venir a menos, evidentemente el pueblo debe haber pecado. Reconociendo tal situación, una persona carismática, que se destaque del pueblo, no necesariamente un sacerdote, organiza una liturgia penitencial. De este modo al caer la tarde, se toca el cuerno y se decreta le penitencia: desde ese instante no se come, se duerme sobre cenizas o por tierra y no se mantienen relaciones conyugales. Al alba del día siguiente el pueblo se reúne en asamblea en la puerta de la ciudad (simbólicamente el tribunal); se debe vestir el hábito de la penitencia: un saco desde la cintura a los tobillos y polvo y cenizas: éstos son los gestos del luto por una persona querida: el pueblo, lejos de su Dios, está muerto. Desde el mediodía hasta casi la mitad de la tarde, se guarda silencio absoluto: es un silencio de confusión, de quien reconoce haber pecado, y no sabe cómo disculparse.
Hacia la mitad de la tarde, un "mediador", que hace poco más o menos el papel de abogado, pronuncia una oración de confesión de los pecados; y tras este último gesto viene el sacrificio vespertino.
En lo tocante a los salmos, que nos han introducido en este tema, merece especial atención la oración de la confesión, pues se inicia normalmente con una primera parte en la que se recuerdan los prodigios del Señor en favor de Israel. Frente a ésta se halla una segunda parte -que empieza habitualmente con un «Nosotros, por el contrario,...»- que detalla toda la infidelidad del pueblo hacia Dios. De la contraposición de estas dos primeras surge una tercera parte en la que, de forma diversa, se reconoce que Dios «es justo», es decir, que si abandona a su pueblo, está en su derecho. Estas tres partes constituyen la primera fase de la oración. La segunda fase -que suele comenzar con «Pero ahora...»- comprende una primera parte, en la que se declara la voluntad del pueblo de volver a Dios y una segunda, en la que se suplica a Dios que repita sus prodigios.

La perfecta penitencia se encuentra en Jesucristo
Sobre lo dicho pueden hacerse tres consideraciones. La primera es que estas liturgias no fueron desde el inicio rigurosamente ritualizadas (cfr. Ex 32, 1-14); lo fueron con el tiempo, y con su ritualización se adaptaron al fin textos que habían tenido otro origen o finalidad. Así por ejemplo, la secuencia de los salmos 49 (50, Oficio de lectura del lunes de la tercera semana y del sábado de la cuarta semana) -50 (51, Laudes de viernes de la cuarta semana) propone una liturgia penitencial con una primera sección en la que Dios formula sección en la que Dios formula una reclamación al pueblo infiel (Sal 49) y una segunda en la que se confiesa la culpa y se pide perdón (Sal 50).
La segunda consideración es que, contra toda previsión, el elemento que descubre el pecado e identifica su naturaleza no es la Ley, tan solo accidentalmente, sino la historia de la elección divina y de las obras de Dios en favor de su pueblo.
La tercera consideración reside en que en las narraciones evangélicas existe una sorprendente analogía entre dichas celebraciones litúrgicas y el relato de la Pasión de Jesús: desde la proclamación del porqué: «Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre... para el perdón de los pecados» hasta la noche en vela de penitencia y la vociferante muchedumbre en el tribunal; del expolio de Cristo al silencio que sigue a su crucifixión, a la oración de intercesión -«Padre, perdónalos...»- y finalmente hasta la consumación del sacrificio, tras del que -«El velo del templo se rasgó...»- ningún otro sacrificio es necesario ni tiene sentido.
Toda la historia y la memoria de amor y misericordia que constituyen la identidad de Israel confluyen en la plenitud de aquella historia que es Cristo.

(Traducido por María Ángeles Martínez)



Hermanos hebreos
«La Declaración reserva una especial atención a los hermanos hebreos, con los que el cristianismo mantiene una relación particularmente íntima; de hecho, la fe cristiana tiene sus comienzos en la experiencia religiosa del pueblo hebreo, del que procede Cristo según la carne. Al compartir con los judíos la parte de la Escritura que se conoce como Antiguo Testamento, la Iglesia continúa viviendo del mismo patrimonio de verdad, releído a la luz de Cristo. El comienzo de los nuevos tiempos, llevado a cabo por Él mediante la nueva y eterna Alianza, no destruye la antigua raíz sino que la abre a una fecundidad universal. Teniendo en cuenta esto, no puede sino despertar un gran dolor el recuerdo de las tensiones que tantas veces han caracterizado las relaciones entre cristianos y judíos».

Juan Pablo II, Ángelus del 14 de enero de 1996
Fragmento de la Declaración conciliar Nostra aetate
(L'Osservatore Romano 14-15 de Enero de 1996)

 
 

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