Capítulo decimocuarto
Luigi Giussani, El sentido religioso, 1981
Hemos hablado fundamentalmente de la naturaleza de la razón como relación con el infinito, que se manifiesta como exigencia de explicación total. El culmen de la razón es la intuición de que existe una explicación que supera su medida. Por usar el juego de palabras que ya hemos utilizado anteriormente, la razón, justamente en su exigencia de comprender la existencia, está obligada por naturaleza a admitir la existencia de algo incomprensible.
Ahora bien, cuando la razón toma conciencia de sí misma hasta el fondo, al descubrir que su naturaleza se realiza en último término intuyendo lo inaccesible, el misterio, no por ello deja de ser exigencia de conocimiento.
1. FUERZA MOTRIZ DE LA RAZÓN
De este modo, una vez descubierto esto, el tormento, por así decir, de la razón es poder conocer aquella incógnita. La vitalidad de la razón viene dada por la voluntad de penetrar en lo desconocido, como el Ulises de Dante, de ir más allá de las columnas de Hércules, símbolo del límite permanente y estructuralmente puesto por la existencia a este deseo.
Es más, la tensión por entrar en eso desconocido es precisamente lo que define la energía de la razón. Como ya hemos indicado anteriormente, en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo, delante de los «filósofos» que estaban en el Areópago de Atenas, dice: «El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por manos de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, él que a todos da la vida, el aliento a todas las cosas. Él creó de un solo principio todo el linaje humano, para que habitase toda la faz de la tierra, fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentre lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como ha dicho alguno de vosotros. Porque somos también de su linaje».
Todo el caminar humano, todo el intento de esa laboriosidad que nos mueve sin descanso de aquí para allá se resume en el conocimiento de Dios. El mismo movimiento de los pueblos recoge como en una fórmula todo el inmenso esfuerzo de búsqueda del hombre. Lo que motiva a la razón, su fuerza motriz, es descubrir el misterio, entrar en el misterio que subyace en la apariencia, que subyace en lo que vemos y tocamos. Así pues, lo que hace posible la aventura en el más acá es precisamente la relación con el más allá; de otro modo se adueña de nosotros el aburrimiento, origen de la presunción evasiva e ilusoria o de la desesperación aniquiladora. Sólo la relación con el más allá hace posible afrontar la aventura de la vida. La fuerza humana para aferrar las cosas del más acá viene dada por la voluntad de penetración en el más allá.
El mito de la Antigüedad que más cerca está de la mentalidad de hoy, y que encontraría su expresión más potente en suelo cristiano, es el mito de Ulises. Ha sido en Dante Alighieri donde ha encontrado su fuerza expresiva como en ningún otro autor, en ninguna otra versión de la literatura antigua.
Ulises es el hombre inteligente que quiere medir con su propio cerebro todas las cosas. Tiene una curiosidad incontenible: es el dominador del Mediterráneo. Imaginemos a este hombre con todos sus marineros que, en su barco, va de Itaca a Libia, de Libia a Sicilia, de Sicilia a Cerdeña, de Cerdeña a las Baleares: mide y controla todo el «mare nostrum»; todo él ha sido recorrido a lo largo y a lo ancho. El hombre es medida de todas las cosas. Pero, cuando llega a las columnas de Hércules, se encuentra con la convicción común de que la sabiduría, es decir, la medida segura de todo lo real, ya no es posible. Más allá de las columnas de Hércules no hay nada seguro, sólo el vacío y la locura. Al igual que quien va más allá de éstas es un fantasioso que no tiene ya certeza ninguna, hoy se piensa que más allá de lo experimentable, entendido esto en el sentido positivista, sólo hay fantasía o, en cualquier caso, imposibilidad de tener seguridad. Pero él, Ulises, precisamente a causa de la «altura» con la que había recorrido el «mare nostrum», al llegar a las columnas de Hércules sintió no sólo que aquello no era el fin, sino que más bien era como si su verdadera naturaleza se desplegara a partir de aquel momento. Y entonces quebrantó la sabiduría y se marchó. No se equivocó, porque fue más allá: ir más allá estaba en su naturaleza humana, por eso, al decidirlo, se sintió verdaderamente hombre. Ésta es la lucha entre lo verdaderamente humano, es decir, el sentido religioso, y lo inhumano, es decir, la postura positivista de toda la mentalidad moderna. Ésta diría: «Hijo mío, lo único seguro es lo que tú constatas y mides científicamente, experimentalmente; más allá de esto sólo hay fantasía inútil, locura, afirmación quimérica».
Pero más allá de este «mare nostrum» que podemos poseer, controlar y medir, ¿qué hay? El océano del significado. Uno comienza a sentirse hombre cuando traspasa estas columnas de Hércules, cuando supera ese límite extremo impuesto por la falsa sabiduría, con su seguridad opresiva, y se interna en el enigma del significado. La realidad, en su impacto con el corazón humano, produce la misma dinámica que las columnas de Hércules produjeron en el corazón de Ulises y de sus compañeros: una tensión en los rostros por el deseo de algo distinto. Para aquellos rostros ansiosos y aquellos corazones llenos de pasión, las columnas de Hércules no representaban un límite, sino una invitación, un signo, algo que invitaba a ir más allá de ellos mismos. Ulises y sus compañeros de navegación en la Odisea no se equivocaron al ir más allá.
Pero hay una página mayor aún que la del Ulises de Dante, que expresa todavía mejor esta condición existencial de la razón del hombre. Está en la Biblia, cuando Jacob vuelve a su casa desde el exilio, es decir, desde la dispersión o desde una realidad extraña. Alcanza el río cuando está atardeciendo, y la noche se viene encima. Han pasado los ganados, los siervos, los hijos y las mujeres. Cuando le toca a él, por último, pasar el vado, es totalmente de noche. Jacob quiere continuar en la oscuridad. pero, antes de meter el pie en el agua, siente un obstáculo delante de sí; una persona que se le enfrenta y trata de impedirle el paso. Y con esta persona que se enfrenta a él, a la que no ve el rostro, contra la que pone en juego todas energías, se establece una lucha que durará toda la noche. Hasta que, al clarear el alba, aquel extraño personaje consigue darle un golpe en el muslo, de tal manera que Jacob quedará cojo para toda su vida. Pero, al mismo tiempo, aquel extraño personaje le dice: «¡Eres grande Jacob! Ya no te llamarás Jacob sino Israel, que significa "he luchado con Dios"». Ésta es la grandeza del hombre en la revelación judeo-cristiana. La vida, el hombre, es lucha, es decir, tensión, relación -«en la oscuridad»- con el más allá; una lucha sin ver el rostro del otro. Quien llega a percibir esto de sí mismo es un hombre que marcha cojo entre los demás, es decir, marcado; ya no es como los otros hombres, está marcado.
2. UNA POSICIÓN DE VÉRTIGO
Si ésta es la posición existencial de la razón, es bastante fácil de entender que resulte vertiginoso adoptar una postura consecuente.
Es casi como si, por ley, como norma de vida, debiera permanecer atento a una voluntad que no conozco, instante tras instante. Sería la única postura racional. La Biblia dirá: «...como los ojos del siervo están atentos a las manos de su señor...». Para toda la vida la verdadera ley moral sería la de estar pendientes de cualquier seña de este desconocido «señor», atentos a los gestos de una voluntad que se nos mostraría a través de la pura circunstancia inmediata.
Repito: el hombre, la vida racional debería estar pendiente del instante, pendiente en todo momento de estos signos tan aparentemente volubles, tan casuales como son las circunstancias a través de las cuales me arrastra este desconocido «señor», y me convoca a sus designios. Y tendría que decir «sí» a cada instante sin ver nada, simplemente obedeciendo a la presión de las circunstancias. Es una posición que da vértigo.
3. LA IMPACIENCIA DE LA RAZÓN
La Biblia muestra cómo «un excesivo apego hacia uno mismo» (la fórmula equivalente en la psicología común es conocida: el «amor propio») incita a la razón del hombre, en su pretensión de entender este supremo significado del que dependen todos sus actos, a decir en un momento dado: «Comprendo: el misterio es esto». Existencialmente, esta naturaleza de la razón como exigencia de conocimiento, de comprensión, penetra en todo, y por eso pretende penetrar incluso en lo ignoto, en eso desconocido de lo que todo depende, del que dependen su aliento y su respiración, instante tras instante. La razón, impaciente, no tolera adherirse al única signo a través del cual seguir al Ignoto, signo tan tosco, tan oscuro, tan poco transparente, tan aparentemente casual, como es el sucederse de las circunstancias; es como sentirse a merced de un río que te arrastra de acá para allá.
Por su situación existencial la naturaleza de la razón sufre un vértigo que al principio puede resistir, pero al que después sucumbe. Y el vértigo consiste en esa precocidad o impaciencia con la que dice: «Comprendo, el significado de la vida es éste». Todas las múltiples y variadas afirmaciones que aseguran «el significado del mundo es éste, el sentido del hombre es éste, el destino último de la historia es éste» son otras tantas pruebas de esa caída.
4. UN PUNTO DE VISTA DISTORSIONADOR
Pero cuando la razón del hombre dice «el significado del mundo es...» o «el significado de la historia es...», identifica inevitablemente este es con la pureza de la raza alemana, o con la lucha del proletariado, o con la competencia por la supremacía económica, etc.
Y cada vez que este es se identifique con el contenido de una definición, se estará partiendo inevitablemente de un punto de vista determinado.
Es decir, cuando el hombre tiene la pretensión de definir el significado global no puede evitar caer en la exaltación de su punto de vista, de algún punto de vista. Reivindicará la totalidad para un aspecto particular; una parte del todo es exagerada e inflada hasta el punto de definir la totalidad.
Y entonces este punto de vista intentará situar dentro de su perspectiva cualquier otro aspecto de la realidad, este intentar encajar todo dentro de ella llevará necesariamente a obviar u olvidad una cosa, a reducir, negar y rechazar el rostro completo y complejo de la realidad.
El sentido religioso, la razón que afirma un significado último, se corrompe y degrada al identificar su objeto con algo que el hombre elige; y esto lo elige necesariamente dentro del ámbito de su experiencia.
Se trata de una elección que altera y distorsiona el rostro verdadero de toda la vida, porque todo se verá dilatado o disminuido, exagerado u olvidado, alabado o marginado, según la implicación que tenga con el punto de vista elegido, con el factor elegido.
¿En qué consiste el «pathos» de esta postura? En el hecho de que el sentido religioso, es decir, la naturaleza del hombre en su grandeza última, en su auténtica estatura, se reduce hasta identificar el significado total de la vida con algo que se puede comprender por sí mismo.
Y aquí está la raíz del error: «con algo que puede comprenderse». Justamente porque la naturaleza de la razón es exigencia de comprender, ante la intuición de lo desconocido, del misterio, le viene un mareo y, casi sin darse cuenta, resbala, altera su mirada, y fijándose en un aspecto de los varios que hay en su existencia, en un solo factor del conjunto de factores que aparece en su experiencia dice: «Éste es el significado».
La naturaleza de la razón es tal que desde el mismo momento en que se pone en movimiento intuye el misterio, la imposibilidad de captar el significado total con sus posibilidades de conocimiento; pero existencialmente no se sostiene, no perdura en su impulso original, sufre pronto una trayectoria reductiva. Por eso rebaja la identificación de su objeto a algo que puede comprender, a algo que, por consiguiente, está dentro de su experiencia, porque la experiencia es el horizonte de su capacidad de comprensión.
Pero si está dentro de la experiencia, de lo que yo puedo abarcar y comprender, entonces es un aspecto que exagero con el fin de explicar todo por medio de él.
Hemos dicho ya que el verdadero problema que está en el fondo de todo nuestro discurrir consiste en saber qué es la razón: si la razón es el ámbito que limita lo real o si la razón es la apertura a lo real. Lo que pone de evidencia nuestra experiencia es que la razón se manifiesta como un ojo abierto de par en par a la realidad, una apertura al ser, en el que jamás se acaba de entrar, que por naturaleza nos desborda por todas partes; y, por eso, el significado global es un misterio.
La decadencia, la degradación de la que hablaba, la trayectoria parabólica que, debido a una especie de fuerza de gravedad, tiene lugar en ella, radica en la pretensión de que la razón sea la medida de lo real, es decir, que la razón pueda identificar y, por tanto, definir, cuál es el significado de todo. Pretender definir el significado de todo, ¿qué quiere decir en último término? Pretender se rla medida de todo, es decir, pretender ser Dios.
5. ÍDOLOS
Es la sugerencia del «pecado original». No es verdad que haya algo que tú no puedas medir («comer», en el texto bíblico); si te decides a hacerlo, si te lanzas a esta aventura, «conocerás el bien y el mal y serás como Dios». El hombre, medida de todas las cosas: la primera página de la Biblia es realmente la explicación más clara.
La Biblia llama con un determinado nombre al aspecto particular con que la razón identifica el significado total de su vivir y del existir de las cosas. Este aspecto particular, con el que la razón identifica la explicación de todo, la Biblia lo llama ídolo. Algo que parece Dios, que tiene la máscara de Dios, pero que no lo es.
En Rom. 1, 22-23, San Pablo define así la mentira del ídolo: «Jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adornaron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrazaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío. Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, entrégalos Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados».
San Pablo describe no sólo la génesis del ídolo, sino también la corrupción de la verdad humana consiguiente. Cuanto más se intenta explicar todo con el ídolo, más se comprende que no es suficiente: «Tienen ojos, pero no ven; tienen oídos y no oyen; tienen manos y no tocan», dice el salmo; es decir: los ídolos no mantienen sus promesas ni sus pretensiones totalizadoras. El misterio, por el contrario, en la medida en que es reconocido, tiende a determinar la vida de tal modo que la terrible lista paulina enmudece, se vacía. El ser humano se degenera en la medida en que exalta los ídolos. Es la abolición de la persona, de la responsabilidad humana. Toda la culpa es de la estructura: el ídolo oscurece el horizonte de la mirada y altera la forma de las cosas. Como escribía proféticamente Eliot:
Ellos tratan... de escapar
de la oscuridad externa e interna
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie tenga ya necesidad
de ser bueno.
Pero el hombre que es oscurecerá
al hombre que pretende ser.
6. UNA CONSECUENCIA
Hay un corolario impresionante. Hitler tiene su ídolo, sobre el que intenta construir la vida del mundo hacia una humanidad mejor. Peor esta construcción suya, que trata de abarcarlo todo, en un determinado momento se encuentra de frente con el dinamismo del proyecto de Lenin o de Stalin. ¿Y entonces? La ideología construida sobre la base de un ídolo es totalizadora por naturaleza; de otro modo no podría intentar una política victoriosa. Al tratarse de ideologías totalizadoras, las dos no pueden por menos que generar un choque frontal.
Así se explica por qué, para la Biblia, el ídolo es el origen de la violencia como sistema de relación, es decir, de la guerra.
Hay una fábula de Esopo muy significativa. Este aspecto particular de la experiencia que es seleccionado y elegido ideológicamente como lugar del significado del todo es como la rana que se hincha para llegar a convertirse en buey, y se hincha hasta estallar. Éste es el símbolo de la violencia de la guerra.
Hay una fábula de Esopo muy significativa. Este aspecto particular de la experiencia que es seleccionado y elegido ideológicamente como lugar del significado del todo es como la rana que se hincha para llegar a convertirse en buey, y se hincha hasta estallar. Éste es el símbolo de la violencia de la guerra.
7. DINÁMICAS DE IDENTIFICACIÓN DEL ÍDOLO
Hay otro importante observación que hacer. El hombre realiza la identificación de Dios con un ídolo religiendo algo, como ya hemos visto, que él entiende; porque aquí está el pecado original: en la pretensión de identificar el significado total con algo que el hombre comprende. Es como si el hombre sostuviera: «Todo lo que existe es demostrable por el hombre; lo que no es demostrable por el hombre no existe». Pero ya hemos visto que el paso original, el más importante, aquel que da el ser a las cosas, el hombre no lo puede dar; puede manejar lo que existe, pero no puede dar el ser a nada.
En la dinámica de identificación del ídolo, el hombre elige lo que más estima, o mejor todavía, lo que le causa más impresión. Podrá identificar lo divino incluso con un principio racial: ¡la identificación del sentido de la historia con la pureza de la raza alemana, según el mito nazi, es un ejemplo de este estadio «bárbaro» en pleno siglo veinte!
Don Gnocchi, apenas vuelto de la ensenada del Don, contaba a un grupo de amigos que una vez, durante la retirada, había entrado en un barracón de oficiales alemanes muy jóvenes. Él llevaba la cruz negra de capellán militar. Le ridiculizaron y después empezaron a discutir rabiosamente. En un momento determinado uno de ellos se puso en pie y tendiendo el brazo hacia la foto de Hitler, que estaba colgada en la pared, dijo: «Ése es nuestro Cristo». Era cierto: aquél era su Cristo.
De igual modo los marxistas coherentes tienen su Cristo en el proletariado, de cuyo dinamismo el jefe del partido es la expresión suprema.
Porque el hombre no puede evitar esta alternativa: o es esclavo de hombres o es sujeto dependiente de Dios. Es realmente una presión barbarizante: la violencia de las fuerzas sociales, una vez que se las reconoce como portadoras del significado último, es siempre justa, por lo que si se mata en nombre de ellas está bien (véase la tragedia del Vietnam y de Camboya). Así, lo que hacen los propios aliados es democracia; si lo hacen los otros es delito.
Por último observemos que, desde que el hombre es hombre, y mucho más en la medida en que madura en la historia, tiende a identificar a su dios, es decir, el significado del mundo, con una u otra flexión del propio yo.
Ya he indicado que en nuestra inquietud todo este juego, el juego del ídolo, se repite contradiciéndose cien veces al día. ¡El ídolo jamás engendra unidad y totalidad sin olvidar o renegar de algo!
CONCLUSIÓN
El mundo es un signo. La realidad reclama a otra Realidad. La razón, para ser fiel a su naturaleza y a este reclamo, está obligada a admitir la existencia de otra cosa distinta, que subyace en todo y que lo explica todo.
Pero si bien por naturaleza el hombre intuye el Más Allá, por su condición existencial no permanece, cae. La intuición es como un impulso que se debilita. Como por una fuerza de gravedad triste y maligna. Ulises y sus compañeros fueron unos locos, no porque traspasaron las columnas de Hércules, sino porque pretendieron identificar el significado, es decir pasar el océano, con los mismos medios con que navegaban por las costas «mensurables» del Mar Nostrum.
La realidad es un signo y despierta el sentido religioso. Pero es una sugerencia que se interpreta mal; mal, es decir, prematuramente, impacientemente. La intuición de la relación con el misterio se corrompe al convertirse en presunción.
Por esto Santo Tomás de Aquino dice al comienzo de su Summa Theologiae:
«La verdad que la razón puede alcanzar sobre Dios, de hecho, sólo sería alcanzable por un pequeño número y después de mucho tiempo y no sin mezcla de errores. Por otra parte, del conocimiento de esta verdad depende toda la salvación del ser humano, puesto que la salvación está en Dios. Para hacer esta salvación más universal y más segura, ha sido necesario enseñar a los hombres la verdad divina con una revelación divina».
Es la descripción más sintética de la situación existencial en que vive el sentido religioso de la humanidad.
Por eso el genio religioso humano ha expresado de tantas maneras la nostalgia de una liberación de este cautiverio inextricable de la impotencia y del error.
Quizá la más potente es la que se encuentra en el Fedón de Platón:
«Me parece a mí, oh Socrates, y quizá también a ti, que la verdad segura en estas cosas no se puede alcanzar de algún modo en la vida presente, o al menos con grandísimas dificultades. Pero pienso que es una vileza no estudiar con todo respeto las cosas que se han dicho al respecto, o dejar las investigaciones antes de haberlo investigado todo. Porque en estas cosas, una de dos: o llegar a conocerlas, o, si esto no se consigue, agarrarse al mejor y más seguro entre los argumentos humanos y con éste, como en una barca, intentar la travesía del piélago. A menos que no se pueda con más comodidad y menos peligro hacer el paso con algún transporte más sólido, es decir, con la ayuda de la palabra revelada de un dios»
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