El padre Aleksandr Men fue asesinado el mes de Septiembre pasado de un hachazo. Era el padre espiritual de muchísimos rusos ortodoxos. Entre ellos, varios convertidos del ateísmo. Una actividad incansable.
Con un fruto misionero que la muerte no puede truncar.
Nadie estaba más inmenso que él en el trabajo frenético de la vida cotidiana, hasta el punto de que, para él, comidas y cenas eran sólo un modo de hablar, después de levantarse todas las mañanas a las cinco par poder hacer frente al cúmulo de sus ocupaciones. Sin embargo, nadie era tan libre como él de los afanes de cada día, pues mantenía la mirada fija en el horizonte más amplio del destino último, sin excluir el suyo propio. Hace apenas dos meses nos había dicho: «También en mi vida hay muchas cosas fútiles y fatigosas, pesadas, que parecen insuperables; pero entonces pienso que todo esto tendrá fin, y vuelvo a gozar de la vida».
El padre Aleksandr Men era un hombre lleno de alegría, y así les parecía inmediatamente a cuantos le han conocido. Este era principalmente el carisma que iluminaba su fortísima personalidad: no tanto su inteligencia agudísima, ni su cultura extraordinaria, o la fascinación que emanaba de él y que atraía a la gente: era la alegría de la fe que sabía transmitir, una fe viva, capaz, a pesar del ghetto en que había sido encerrada, de llenar de significado toda la vida.
Un hachazo en la cabeza ha interrumpido su vida con apenas 55 años. Volviendo la mirada hacia atrás parece imposible que un hombre todavía relativamente joven haya podido hacer tanto e influir tan profundamente en la conciencia religiosa de todo su pueblo.
Durante los años en que la Iglesia estaba aún atada de pies y manos y no podía hacer absolutamente nada concreto, el padre Aleksandr escribió intensamente: una serie de textos catequéticos pensados expresamente para el hombre soviético, según una concepción absolutamente nueva, a partir de la total extrañeza de la fe y de la tradición producida por la revolución. Y el efecto de estos textos fue súbito y clamoroso: se puede decir que no existe un solo converso que no haya leído sus obras.
Inmediatamente después de ser ordenado sacerdote, en 1958, el padre Aleksandr mantuvo estrechos contactos con los intelectuales más vivos que aún quedaban en el país; recogió la última voluntad de la «gran viuda» del poeta Mandel'stam Nadezda; conocía a Pasternak; bautizó al cantautor Aleksandr Galic y al académico Vinogradow, a actores y músicos; fue guía y consejero de Aleksandr Solyenitsin. La señal típica que dejaba en los intelectuales el padre Aleksandr era una particular libertad de espíritu; cualquiera que fuese la postura que cada uno de ellos tomara después, lo que permaneció en todos fue la memoria de lo esencial a lo que él como padre les había engendrado: Cristo como génesis de la vida personal.
En los años de la disidencia, sin aparecer nunca en primera persona (decía que no era su tarea), fue el inspirador y consejero de muchas de las mayores figuras, incluido el académico padre Gleb Yakunin. Todavía hoy los hilos de su paternidad espiritual se descubren en todas las esquinas del país, allí donde están las personas más creativas y más metidas en el corazón de la situación.
Pero el carisma del padre Men no se limitaba a los intelectuales. Ya durante los años más duros de las persecuciones fue animador de innumerables comunidades cristianas, que hacía crecer usando el criterio pastoral de la libertad y de la responsabilidad. Como un verdadero padre, en una sociedad donde la paternidad se había perdido totalmente, engendraba en la fe a las personas, enraizándolas antes que nada en la fe y en la adhesión a Cristo (en sus libros le interesaba mostrar su realidad histórica como acontecimiento). Nunca se preocupaba directamente de las obras, sino de la educación de las comunidades, que además no dirigía personalmente, dejando a la responsabilidad personal de sus hijos el florecer de las iniciativas.
De hecho, gracias a la reciente libertad concedida por la perestroika, estas iniciativas estaban comenzando a florecer en sus comunidades, finalmente libres para abrirse al mundo. En pocos meses el padre Men se había convertido en una celebridad nacional: una decena de intervenciones televisivas, numerosas conferencias en la radio; decenas y decenas de lecciones en las escuelas de Moscú; artículos y entrevistas en periódicos y revistas. Y, sin embargo, con el crecer de su fama, habían crecido desmesuradamente también sus adversarios. Desde hacía años se le reprochaba su apertura a los católicos, su estilo pastoral eficaz y directo; pero quizá el mayor resentimiento contra él estaba ligado a sus orígenes judíos. El padre Aleksandr estaba habituado desde hacía años a recibir cartas amenazantes, pero había decidido no tenerlas en cuenta.
Para nosotros había sido como un milagro, después de años de encuentros clandestinos, el unirnos al gentío de postulantes que esperaban a su puerta y poder invitarle a Italia para que nos conociera de cerca, y poder promover juntos obras concretas.
El reconocimiento con CL había sido cordial e inmediato, dada la extraordinaria identidad de criterios educativos, hasta el punto de que insistió para que su hija, decidida a emigrar, no eligiera América sino Italia, con la cercanía de una comunidad cristiana viva.
Durante su última visita, en Junio, hablamos con él preocupados por la situación en la URSS, por la maraña insoluble de problemas espirituales y políticos, así como por la agresión sufrida por el creyente Viktor Popkov. Le pasó como un relámpago de angustia por los ojos, pero inmediatamente después cortó de raíz nuestra ansiedad: «Todo esto no tiene importancia, todo esto pasará; lo que importa es la fe. No seré yo quien salve a Rusia, Dios no me pedirá cuentas de esto; sin embargo me preguntará cómo he vivido delante de Él cada momento». Estamos seguros de que el padre Aleksandr caminaba en presencia de Dios también el domingo 9 de Septiembre, cuando se encontró con los que le esperaba en su camino por la calle.
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