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Huellas N.22, Febrero 1991

CUADERNOS PARA LA MEMORIA

Promesa cumplida: la Gracia de una Presencia

Giacomo Tantardini

Alcobendas, 23-25 Noviembre 1990

1. Esta noche quisiera sugerir únicamente un pen­samiento. Y para ello os voy a leer algunos versículos de un libro de la Sagrada Escritura, el libro de la Sabiduría, que describen la espera, el deseo que cada uno de nosotros lleva en el corazón.
«... No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saluda­bles, no hay en ellas veneno de muerte ni reino del infierno sobre la tierra, porque la justicia es inmortal» (Sab. 1).
Don Giussani, leyendo el pasado verano este pasa­je, repitió numerosas veces el comentario de que estas palabras, que describen lo que esperamos, la espera del corazón del hombre, sin Jesucristo son mentira.
Sin Jesucristo el canto que hemos entonado al principio, esa gran fiesta, esa gran felicidad que el corazón desea y espera, resulta mentira. Sin Jesucris­to, de hecho, es imposible, pues una espera que no encuentra respuesta se convierte en mentira, inevita­blemente.
Sin el Advenimiento de Jesucristo la vida de cada uno de nosotros queda como recluida en una soledad que, poco a poco, nos destruye.
Añado dos ejemplos a las palabras dichas:
a) Una de las cosas que más me han impresionado este verano, durante unos ejercicios de los Memores Domini, fue cuando don Giussani contaba cómo la madre de Vico, cuando se enteró de la muerte impre­vista de su hijo en un accidente de tráfico, repitió humildemente: «Hágase la voluntad del Señor».
Don Giussani añadía que esto, que es el culmen del sentido religioso -porque el sentido religioso se traduce, en la práctica, en la obediencia a esta mano más grande que guía la vida, en la dependencia, cir­cunstancia tras circunstancia, instante tras instante, de este misterio del que no conocemos el rostro; y, por consiguiente, el culmen de lo humano, el culmen de la pobreza de corazón, es aceptar la voluntad del misterio incluso cuando es contraria a lo que el cora­zón ama -, esta postura tan grande, tan conmovedora, tan humanamente verdadera, no es capaz de dar espe­ranza a la vida cotidiana.
El sentimiento religioso que la tradición cristiana ha custodiado y hecho posible, verdadero, se expresa en algunos momentos de manera purísima y humaní­sima como en el ejemplo anterior. Pero el sentido religioso, por sí mismo, no tiene fuerza para acompa­ñar a lo cotidiano, a la vida que transcurre, día tras día. Es como una traducción del juicio sobre el frag­mento del libro de la Sabiduría. El sentido religioso, como dice el dogma de la Iglesia, puede hacer verda­dera la vida en algunos momentos, a algunas perso­nas, e incluso en esos momentos de manera oscura; pero carece de la capacidad de hacer compañía, com­pañía real, y, por tanto, de ofrecer esperanza y consis­tencia real a los días que pasan, a lo cotidiano tal como se vive.
b)Escribía el poeta italiano Cesare Pavese en su diario: «No deberá sorprenderme, en alguna mañana de niebla o de sol, el pensamiento de que cuanto he tenido ha sido un don, un gran don, que de la nada de mis padres, de la nada hostil, haya surgido yo, haya surgido yo sólo, yo como soy». Esta intuición de que la vida, el ser, es un don, un gran don, es una intui­ción de la que el hombre puede vivir durante algunos momentos, pero no tiene fuerza para hacer compañía a la vida corriente.
¿Cuál es el culmen de la vida humana?, se pre­gunta el poeta. «¿Qué quiere decir tener el corazón puro?»: significa vivir para el misterio. Y añade: «Pero la vida del hombre se desarrolla allá abajo entre casas y campos, frente al fuego y en la cama, y cada día que amanece te pone frente al mismo can­sancio y las mismas carencias: es un hastío al final. Ni la muerte ni los grandes dolores desaniman; pero no así la fatiga interminable, el esfuerzo por permane­cer vivos momento a momento. Este es el vivir que le destroza a uno».
Para concluir: ¿Cuál es para el hombre la preten­sión cristiana? ¿Qué es lo que pretende el cristianis­mo? El cristianismo tiene la pretensión de hacer ver­daderos no sólo algunos momentos de la vida, algu­nos instantes en los que el hombre, con el corazón puro, confía en un misterio sin rostro, algunos instan­tes de gratuidad que no pueden retenerse, que pronto se ajan, que pasan pronto, sino que tiene la pretensión de acompañar y hacer verdadero lo cotidiano, de dar una esperanza que acompañe, al levantarse, al vivir la jornada, al volver a casa, al irse a dormir.
Que la vida no conste sólo de algunos momentos de intuición verdaderos, sino que pueda estar acom­pañada por una Presencia verdadera, por una Pre­sencia que nos haga compañía en todo momento.
Creo que desde el punto de vista humano, desde el punto de vista de lo que el hombre puede entrever, este es el contenido más grande de la pretensión cristiana: que el comer y el beber, el velar y el dor­mir, que las horas que pasan puedan ser verdaderas, que resulten verdaderas no por algo que nosotros pensamos o hacemos, sino por una Presencia diferen­te de nosotros, que está cerca de nosotros y nos hace compañía.
La verdad del comer y el beber, del jugar y el hacer los caprichos de un niño no está en él. El hecho de que el niño esté contento haciendo lo que hace no se debe a un pensamiento o a un esfuerzo suyos. La alegría, la sencillez y, por tanto, la verdad de la vida del niño, consiste en la presencia de algo distinto a él: la presencia de su padre y de su madre.
Vivir junto a esta presencia; reconocer esta pre­sencia, se expresa en el hombre con el gesto más sencillo: pidiendo. Cuando los dos primeros le siguieron, como describe el primer capítulo del Evangelio de San Juan, lo hicieron porque Juan el Bautista les había indicado a aquel hombre con una frase, señalan­do su presencia. Jesús se dio la vuelta y preguntó: «¿Qué buscáis?». Al leer y hacer memoria de este fragmento, lo que más me impresiona es que Juan y Andrés no respondieron con un razonamiento, no respondieron diciendo «buscamos la verdad, buscamos la felicidad, buscamos al Mesías»; lo que verdadera­mente buscaban estaba delante de ellos, lo que su corazón buscaba verdaderamente sin conocerlo, sin siquiera poderlo imaginar, era aquella Presencia que tenían delante. Por eso, su respuesta fue una pregunta: «Maestro, ¿dónde vives?». La respuesta a la pregunta de Jesucristo fue una expresión del deseo de estar con él, de seguirle; es decir, una petición.
La imagen definitiva del hombre cercano a esa presencia, en cualquier circunstancia concreta en la que se encuentre, es la del niño: de gran alegría o de sufrimiento, con algo fácil de cumplir o ante un gesto que requiere un gran esfuerzo de obediencia, en la espontaneidad o en la desnudez de ponerse de rodillas a pedir. Cualquier gesto, cualquier circunstancia del hombre cercano a esta presencia tiene como imagen suprema y única la del niño: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos», no entra­réis en la verdad de las cosas y de la vida. Esta ima­gen del niño no puede superarse; es la única imagen verdadera del hombre que pasa de la soledad, quizá con algunos instantes verdaderos de petición, a la compañía de aquello que el corazón del hombre, sin conocerlo, espera: a la compañía del misterio de Jesucristo.

2. Mientras se cantaba al comienzo del rezo de Laudes el salmo «A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo», me venía a la cabeza este pensamiento, unido a un sentimiento de gratitud inmensa: el hombre eleva los ojos al cielo, es decir, a la verdad de las cosas -porque el cielo es la verdad de las cosas-, el hombre mira las cosas en su vida con una espera; pero el tiempo que pasa y la oscuri­dad, la niebla de la conciencia, junto con el sueño, la somnolencia de la voluntad, ofuscan cada vez más su mirada a la verdad de las cosas, haciéndola cada vez más oscura. Por esta debilidad de su conciencia y por esta fragilidad de su voluntad, (las dos palabras con las que don Giussani describe en Los orígenes de la pretensión cristiana la consecuencia del pecado origi­nal en el cap. 8: «El hombre tiene su conciencia obnubilada y una voluntad invenciblemente hastiada respecto del deber de la oración», es decir, el deber de permanecer con los ojos abiertos y con el corazón pidiendo ante lo real) el hombre, pasado un tiempo, saca esta conclusión: el cielo no existe. Entonces toda la vida se vive en la inmediatez, toda la vida se vive haciendo lo que a uno le da la gana inmediatamente, salvo algunos momentos en los que la espera que constituye el corazón del hombre sale a flote en forma de insatisfacción.
Quiero leeros, desde este punto de vista, una poe­sía de Lagerkvist, titulada muy significativamente «Al Dios que no existe»: «Un desconocido es mi amigo» -el hombre que alza los ojos al cielo, a la verdad de las cosas, no reconoce el rostro de las mismas, las cosas están envueltas en la niebla y el hombre camina a tientas en ella-, «uno que yo no conozco» -el rostro verdadero de las cosas no lo conoce el hom­bre-, «un desconocido lejano, lejano. Por este desco­nocido mi corazón está lleno de nostalgia, por él, que no está aquí a mi lado. ¿Quizás porque este descono­cido ni siquiera existe? ¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia? ¿Quién eres tú que llenas toda la tierra con tu ausencia?». El hombre intenta vivir la verdad de las cosas; pero justamente el hecho de que esa verdad se aleje cada vez más durante la jornada hace que el hombre se plantee que «quizás no existe».
Esto sólo es la premisa de lo que me venía a la cabeza al cantar el salmo. En realidad, lo que me venía a la cabeza era aquella muchacha de 15 años en Nazareth: cuando se levantaba por la mañana, su elevar los ojos al cielo consistía en mirar a su hijo. Lo que dijimos ayer por la noche está resumido, en el fondo, en esta imagen. Si el cielo, la verdad de la vida y de las cosas, no es una presencia cercana y visible -pues para que sea presencia ha de ser visible de alguna manera-, si la verdad de la vida no es visible, la vida es una soledad que, a la larga, destru­ye. Si eso no existe, la vida es caminar en la niebla, un ir a tientas que, casi de manera inevitable, nos hace malvados, porque el hombre, si sólo ve niebla, llegado un momento dado dice, equivocándose: «el sol no existe». Y al escuchar la voz del corazón, al escuchar la espera del corazón y no encontrar res­puesta para ella, dice: «esta espera es un error, un juego malvado». Dice esto equivocándose, pero lo dice. Este es el comentario que don Giussani hacía al libro de la Sabiduría: el gesto creador de Dios, que es el corazón del hombre -porque el corazón del hom­bre, es decir, el sentido religioso, la espera del infi­nito, es objeto del gesto de Dios que lo crea en este momento- resultaría mentira sin el encuentro con el acontecimiento de Jesucristo.
Sin el encuentro el sentido religioso, el corazón humano, la razón humana, decae, se quebranta, o, peor aún, se malea, niega su naturaleza. Sin el advenimiento de Jesucristo -retomando una bellísima imagen de Charles Péguy- la esperanza de Dios al crear al hombre aborta.
Es un punto verdaderamente dramático y al mismo tiempo lleno de gratitud, porque uno puede decir estas cosas sólo si parte del encuentro; de otro modo serían blasfemia.
La Iglesia, desde hace siglos, en su liturgia más bella, la liturgia pascual, dice esto con una frase que puede parecer blasfemia: «Nihil nobis nasci profui, nisi redimi profuisset». No hay ventaja ninguna en el nacer, ninguna utilidad (tened presente que el nacer implica el gesto creador de Dios, porque en la con­cepción de un hombre en el vientre de una madre interviene directamente el misterio, dice el catecismo, dando gratuitamente el alma), nacer no sería algo bueno para el hombre, si el hombre no tuviese una experiencia más grande, una ventaja más grande, la ventaja de ser redimido, de vivir la experiencia de ser redimido.
Toda la maldad humana que puede expresarse en el hecho de que una mujer mate a su propio hijo en el aborto tiene como única respuesta (única en la prácti­ca, no filosóficamente) esta percepción: que si el hombre no experimenta la dicha de ser redimido, nacer no tiene sentido. «Para mí la vida es un mal», decía Giacomo Leopardi.
El manifiesto de Pascua no se entiende más que a partir de aquí. En él no se plantea fundamentalmente una defensa de la ortodoxia frente a la herejía; es una defensa de la felicidad del hombre, de cada hombre. El error del que habla San Agustín es horrendo por­que impide al hombre ser hombre, es horrendo, eti­mológicamente, porque sitúa al hombre en una selva oscura, porque sitúa la vida del hombre en el vacío.
Voy a sugerir algunas imágenes que pueden ayu­dar a percibir esto. Cuando ayer me refería a la madre de Vico que ante su hijo muerto podía decir «hágase tu voluntad», decía que esta postura tan verdadera sólo es posible en algunos momentos, pero que ni siquiera con estos momentos la vida cotidiana evita la soledad. Supongo que a los más jóvenes esta imagen les resulta muy lejana, pero las personas más adultas que hay aquí pueden intuir lo que estoy diciendo. La tradición cristiana, con sus dos mil años, consigue hoy, como mucho, hacer que se vivan momentos así; tiene, al máximo, fuerza para hacer verdadero el sentido religioso en algunos momentos. Creo que ésta es la experiencia de las personas con más edad, pero también, tal vez, la experiencia de los más jóvenes cuando miran a su padre y a su madre, o a sus abue­los, si han tenido la suerte de tener padre, madre o abuelos que practiquen la religión. Es como si toda la gran tradición de la Iglesia alcanzara al hombre en algunos momentos, momentos verdaderos en los que el hombre realmente depende del misterio, es abraza­do por el misterio y, por lo tanto, está contento. Pero sólo son momentos.
Uno de mis primeros recuerdos de cuando era niño expresa lo que estoy diciendo. Era verano, tenía 6 ó 7 años y hacía de monaguillo. A mi parroquia, en una montaña junto al lago de Lecco en Lombardía, llegó un obispo auxiliar del Cardenal Montini que simpatizaría con G.S. y se llamaba Pignedoli. Había venido para inaugurar un teleférico que iba desde mi pueblo hasta las pistas de esquí. Por la tarde hubo una merienda a la que el párroco había invitado a mi padre. Cuando acabó la fiesta volví a casa con mi padre. Él, al entrar en el estudio, se puso a hacer algunas cosas y, muy sencillamente, me dijo en un momento: «Haz esto, porque la vida no es siempre una fiesta; la fiesta ya ha terminado». Me acuerdo que me puse a llorar y que estuve llorando mucho tiempo. Mi padre me había dicho aquello muy senci­llamente, sin ninguna malicia. Pero es como si enton­ces hubiese intuido que en la vida podía haber, como mucho, algunos momentos de fiesta, pero que después era algo que había que sufrir y soportar, y que el trabajo -es decir, lo que define al hombre, lo que de algún modo hace al hombre un hombre- no podía ser un gesto que fuera parte de la fiesta.
Quiero añadir otro hecho que me ha ocurrido.
Después de la muerte del profesor Del Noce, quien creo que ha sido el pensador católico más gran­de de este siglo, acaecida el año pasado en Diciem­bre, su mujer me dio algunos fragmentos de su diario. Me llamó la atención particularmente un párrafo en el que Del Noce, con mucho respeto pero también con mucha claridad, dice que, en el fondo, no se había suicidado a lo largo de su vida únicamente por moti­vos religiosos. Entonces se me hizo evidente que toda la tradición cristiana, en su conciencia más lúcida y más clara, aún cuando se haga cultura y juicio sobre el mundo, puede, al máximo, evitar que el hombre se suicide. Toda la tradición católica y toda la cultura católica en su nivel más auténtico e inteligente ofrece como mucho a la vida concreta del hombre una posi­bilidad negativa. Así comprenderéis que el error del que habla el manifiesto de Pascua es verdaderamente horrendo, porque impide al hombre poder vivir con esperanza y, por lo tanto, con gozo y en paz.
Para los más jóvenes los momentos más verdade­ros de la vida no son tanto aquellos en los que uno confía en el misterio, cuanto «la belleza de los co­mienzos»: cuando algo empieza de modo gratuito. La persona madura sabe que los inicios acaban pronto, y por eso es de personas maduras tener como momento más verdadero de la propia espera el «hágase tu vo­luntad».
Voy a leer algunas frases de Pavese que describen esos comienzos verdaderos. En uno de sus diálogos, a la pregunta «Pero, ¿tú estás contento?», él responde: «Sí. Si pienso en algunos momentos de mi vida, debo decir que sí». Y después añade: «Pero durante el día, en la vida cotidiana, no es así. Durante el día es diferente; experimento un fastidio de las cosas y del trabajo como le ocurre al borracho. Entonces dejo de trabajar y subo aquí, a la montaña». Pavese describe con esto la dinámica religiosa del hombre, porque el sentido religioso se expresa en esta tentativa. Y , como dice don Giussani en el cap.3 de «Los orígenes de la pretensión cristiana», la tentativa es en sí noble, pero triste, porque debe abandonar de alguna forma la vida concreta y reducirse solo a algunos momentos sin relación con la vida real. Es como vislumbrar algo bello para luego no volverlo a ver y seguir viviendo. Existe una relación, pero no es real, no es algo presente.
Continúa Pavese: «¿Es posible imaginar toda una vida hecha de momentos bellos?¿Es posible imaginar una vida hecha de comienzos? ¿Es posible imaginar una relación afectiva totalmente hecha de comienzos?». Aquí Pavese introduce un término que es lejana pero verdadera profecía de la encarnación: «Imaginar o pensar sí, pero tocar una vida así es imposible, porque todo aquello que los hombres tocan se convierte en pasado».
Refiriéndose a las relaciones afectivas en las que más intuimos estas cosas, dice: «Tú estás solo y lo sabes. Pero has nacido para vivir bajo las alas de otra persona» (el niño tiene esta experiencia cuando su padre o su madre lo toman en brazos). Tú has nacido para ser sostenido y engrandecido por otra persona, porque la soledad es algo «horrendo» y uno que no se siente apoyado no camina, no «corre», como dijo don Giussani en el Equipe de este verano.
«Pero nunca encuentras a nadie, nunca encuentras a una mujer que dure tanto». Un instante sí, pero ese instante no dura mucho, acaba pronto. «De aquí tu sufrir, de aquí tu distanciamiento. Pero no por ternura: de aquí nace tu distanciamiento con rencor».
Esta es justamente la dinámica de la vida del hombre. El hombre ama a una persona. Más tarde esta persona no responde a todo lo que la espera del hombre había atisbado. Entonces surge un distanciamiento; pero no un distanciamiento con ternura sino un distanciamiento que se vuelve malvado, de modo que la vida del hombre se hace cada vez peor.
Otro fragmento de Pavese: «Mi felicidad sería total si no fuese por la fugitiva angustia de buscar su secreto», es decir, de buscar la verdad «para encontrarla de nuevo mañana y siempre». Si uno no encuentra el secreto, el origen de esos instantes de felicidad, también esos instantes pasan.
El hombre huye, en efecto, de esta vida horrenda. La palabra «horrendo» describe con precisión el vivir sin la presencia de Jesucristo.
Dice don Giussani en el último Equipe: «El optimismo cubre exactamente ese abismo desesperante en el que se encuentra el hombre si fija los ojos en sí mismo». Recordad el salmo con el que hemos empezado, porque ese salmo se traduce, en realidad, en abismo desesperante, y la religiosidad se convierte en lo que cubre ese abismo. «La distracción es el único camino que ofrece el mundo para mantenerse a distancia de ese abismo». ¡Qué descripción tan verdadera y única del vivir hay en esta frase! Sigue añadiendo don Giussani: «sintéticamente esto se puede traducir como soledad destructiva». La soledad en sí misma no es mala, como explica en Huellas de experiencia cristiana. La soledad y la tristeza, de por sí, son el culmen de lo humano, cuando el ser humano capta que con sus fuerzas no puede darse la felicidad. La soledad es, de alguna manera, la expresión del sentido religioso, del estar siendo hecho; pero la soledad no se mantiene en esa apertura y espera, y entonces se repliega sobre sí misma haciéndose destructiva.

¿Qué es lo que puede salvar al hombre? ¿Qué puede hacer que la vida del hombre no esté hecha solo de escasos momentos de verdad? Don Giussani insiste sobre eso en el Equipe de este verano al profundizar en el cartel de Pascua.
No es un pensamiento lo que salva la vida del hombre, ni un conocimiento, ni siquiera conocer los contenidos de la verdad cristiana, porque esto, como mucho, impide suicidarse. No es un buen ejemplo, que el hombre ve lejano, ni algo que descubra dentro de sí, ni un esfuerzo por alcanzarla; la salvación del hombre es un hecho «diferente» de él, algo que le sucede». Don Giussani cita esta frase de Pavese: «El pensamiento más decidido no es nada frente a lo que acaece. La locura consiste en creer que son acontecimientos unos simples pensamientos».
Este hecho que ocurre, este acontecimiento, ¿cómo alcanza al hombre? Don Giussani ha insistido este verano numerosas veces en el gesto histórico del Bautismo. El Bautismo es el gesto con el que el acontecimiento alcanza y aferra al hombre.
Lo que hace que la vida sea verdadera no son los pensamientos ni el esfuerzo del hombre, sino cómo este Hecho que te ha cogido en el Bautismo se agrada y, por tanto, te abraza cada vez más; cómo esta Realidad crece y tú, mirándola y siguiéndola, también creces. Esta realidad es la salvación de la vida.
La imagen más verdadera de esto es la de Aquella que fue madre de esta Presencia. Tras el encuentro, después de concebir a su hijo de un modo tan gratuito, toda su vida quedó definida por aquella presencia «distinta», una presencia que era carne de su carne y sangre de su sangre y que, sin embargo, era «diferente» de ella. Toda la verdad, toda la felicidad y toda la plenitud del ser de aquella pequeña mujer consistía en aquella presencia. Decir «Ave María, llena de Gracia» significa esto: que estaba llena de esta Presencia. La gracia era esta Presencia en carne y hueso.
Hay un pensamiento de don Giussani sobre la virginidad que, para mí, es una de las cosas más bellas que dice: «María fue virgen porque fue madre». Poseía todo de un modo pleno porque reconocía y amaba aquella presencia. La posesión, la verdadera posesión de uno mismo y de las cosas no puede nacer del hombre. La verdadera posesión nace del mirar una presencia. La posesión de uno mismo, que en su aspecto más conmovedor se llama ternura, ternura ante la propia pobreza, ante la pobre humanidad de uno, esta posesión, esta ternura, este perdón, no nacen de nosotros sino del reconocer una presencia.
El Papa, en una de sus poesías, habla de aquella mujer anónima que salió de la multitud para secar el rostro de Jesús cuando subía al Calvario (todos somos anónimos, pero no sólo para los demás, que generalmente se aprovechan de nosotros en todos los sentidos, sino para nosotros mismos). De esta mujer anónima, la Véronica, dice el Papa: «Tu rostro nació de aquello que mirabas». Al fijar la mirada en aquella presencia e ir hacia ella esta mujer llegó a ser alguien; no fue resultado de un pensamiento suyo, de un esfuerzo, sino de la presencia que le atrajo. La gracia es esta presencia que atrae el corazón.
Voy a apuntar, finalmente, a un último paso que está comprendido en el capítulo 4 de la Escuela de comunidad sobre Los orígenes de la pretensión cristiana.
Los títulos son muy importantes, porque si uno se los aprende de memoria se sabrá toda la Escuela de comunidad. Pues ésta no es un manual sino un «recorrido», es decir, hay que aprender sus pasos fundamentales; y es mejor ir despacio dando los pasos justos que no correr por un camino equivocado. El título del cap. 4 es «Cómo surgió el problema en la historia».
Una frase lo resume todo: «Surgió del encuentro evidente con un hecho, del contacto con un acontecimiento... El misterio eligió entrar en la historia del hombre (el misterio que el hombre espera en cada instante de su vida pero que, al permanecer sin rostro, olvida y dice «no existe, no existe nada»; ese misterio, para que el hombre no estuviese solo y no se destruyese con maldad decidió entrar en la vida del hombre) con una historia idéntica a la de cualquier hombre; entró, por consiguiente (este párrafo es precioso porque describe la verdadera forma de difusión del cristianismo) de forma imperceptible, sin que nadie lo pudiese observar y registrar» (al principio nadie se da cuenta).
Lo pensaba hace un mes cuando estuve en Loreto, adonde, según una leyenda medieval, los ángeles llevaron la casa de la Virgen. Dejando a un lado la leyenda, la casa de Loreto responde realmente, según estudios arqueológicos, a los muros y piedras de una casa de Nazareth. Que en lugar de ángeles fueran cruzados los que la trasladaron no cambia la esencia de la cosa. Al llegar por la autopista y ver el santuarios de Loreto me sorprendió este pensamiento: que todo comenzó en aquella casa, y que la alternativa al todo que allí comenzó no es la nada filosófica sino el infierno; que si no hubiese sucedido lo que sucedió con aquella muchacha de quince años la vida sería un infierno. Y cuanto más sensible es uno, cuantos más momentos bellos pasa en la vida, mayor magnitud adquiere ese horror.
Es la percepción de que «todo» lo positivo, todo lo real, todo lo que dura -porque lo demás no dura mucho- dura por lo que aconteció en aquella casa.
Continúa diciendo don Giussani: el misterio que entró en la historia del hombre con una historia idéntica a la de cualquier hombre «en un determinado momento se descubrió, y para quien lo encontró fue el instante más grande de su vida y de toda la historia». Porque toda la historia, todo lo que sucede en la historia carece de sentido, es un infierno grotesco, si el hombre no se encuentra con este acontecimiento; y, en cambio, todo se ilumina y se refiere, todo sirve gracias a este encuentro.
Cómo se vive y cómo se hace cada vez más grande este encuentro será el tema de la sesión de esta tarde.

3. Para mí el comienzo ha sido el encuentro. ¿Podría explicarme en qué sentido el comienzo es el Bautismo?
Ante todo es cierto que en la conciencia no es el gesto de Bautismo lo que se descubre primero; lo que nos hace conscientes del tesoro que es el Bautismo es un encuentro humano. Esto vale también para la vida natural; cuando uno se hace mayor quiere cada vez más a su padre y a su madre. Ahora bien, los quiere porque lo han traído al mundo; si no lo hubiera hecho nacer no podría quererles. Lo mismo ocurre con el Bautismo: el encuentro nos hace conscientes del tesoro que es el nuevo nacimiento.
Cito a Don Giussani: «no hay nada más radicalmente decisivo en la vida humana que el hecho del Bautismo. Es un hecho tan real que se puede describir en toda su exterioridad, que tiene una fecha precisa, que nos tocó, aún físicamente, en un momento determinado. Como todo hecho puede tener una apariencia fragilísima. También el hecho de que Cristo caminara por los campos o hablara en una plaza, desde el punto de vista más inmediato podía ser algo muy banal. Pero con aquel impacto que toma el nombre del Bautismo empezó algo irreductiblemente nuevo en mí, porque cuando ocurre dentro de una situación un acontecimiento real, la cambia, la determina de manera distinta. Este comienzo fechado en el tiempo podrá haber sido sepultado bajo una espesa capa de tierra o en una tumba de olvido e ignorancia; pero en él se arraiga y a él tiene que volver necesariamente cualquier desarrollo del propio destino».
Hay que subrayar la importancia de este hecho, tan objetivo y real que ya no podemos quitárnoslo de encima; porque cada encuentro, y toda la historia de encuentros que tengamos, hará solo más grande, más cercano y más claro este tesoro.
Esta insistencia en el Bautismo es un juicio sobre la situación actual de la Iglesia. Sin el gesto del Bautismo comunicado a todos la Iglesia se convertiría pronto en una secta gnóstica. Bautizar a los niños hace de la Iglesia lo que es: un pueblo de pecadores que ninguna autoridad humana puede determinar de ningún modo; el Bautismo es un gesto tan propio de Jesucristo que ninguna autoridad humana puede decidir, en última instancia, quién pertenece a la Iglesia y quién no. El gesto del Bautismo pone de relieve que no es cuestión de conocimiento ni de coherencia el que Jesucristo aferre a un hombre y lo haga suyo.

Quisiera que retomara la afirmación de don Giussani de que «María fue virgen porque fue madre» y el tema de la verdadera posesión.
El hombre, si es auténtico, es pobre; o, mejor dicho, su verdad consiste en que es pobre y, por eso, puede vivir esto en algunos momentos de su vida, y puede ser mendigo; esta es la verdad en cada instante y en cada gesto del hombre. Toda la vida del hombre debería consistir naturalmente en este mendigar instante tras instante tras instante, circunstancia tras circunstancia. En la Escuela de comunidad, al llegar al capítulo 8, veréis que ésta es la concepción del hombre que tiene Jesús: el hombre es un pobre al que cualquier circunstancia le convierte en mendigo haciéndole extender su mano, porque cada circunstancia se desvela como una necesidad. Toda circunstancia, incluso la más bella aparentemente, contiene una necesidad: en este caso, la necesidad de que dure para siempre. El hombre es mendigo por naturaleza, aunque sólo en algunos momentos vislumbre esta naturaleza suya y raramente viva de acuerdo con ella; al contrario, su vida se desarrolla normalmente en la pretensión o en la distracción; en el fondo toda su vida está definida por el sueño. Y el sueño es lo contrario de la realidad. Los hombres, cuando se hacen mayores, usan otra palabra: en lugar de sueño lo llaman «proyecto», pero se trata de lo mismo; es tan sólo una expresión algo más digna. El hombre puede vivir naturalmente su pobreza en algunos momentos. Pero «bajo el poder de la muerte» - que es como define san Pablo la condición humana después del pecado original - experimenta el miedo a la muerte en su relación con todo lo que trata, y por eso vive una violencia inevitable. De aquí nace una posesión de las cosas llena de pretensión o de rencor; primero se manifiesta como pretensión y después como rencor malicioso porque las cosas no responden a su pretensión inicial. La realidad afectiva está indudablemente «marcada» en este sentido: excepto en algunos momentos gratuitos en los que uno vislumbra una belleza que no es suya, o ve una promesa que no le pertenece, la relación afectiva pasa de la pretensión al rencor, porque la persona amada nunca corresponde a lo pretendido.
Para poseer verdaderamente, sin violencia, es necesario de algún modo tener ya todo. Es una presencia, una riqueza, lo que nos permite poseer sin violencia.
Dicho en términos más sencillos, sólo cuando uno está ya contento puede relacionarse con los demás sin pretensiones y sin rencor. Esto es lo que quiere decir «que fue virgen», que poseyó todas las cosas con gratuidad, «porque fue madre», porque estaba definida por aquella presencia como única riqueza suya y plenitud de su ser.
Don Giussani dice, con una de sus frases más bellas, que «la fe es una presencia en la mirada».
Para poseer las cosas con gratuidad y de verdad, es necesario que exista previamente en la mente y en el corazón una plenitud que lo satisfaga todo. Pavese tiene una intuición bellísima al respecto cuando habla de los dioses: «Yo estoy bien contigo -dice de una diosa- porque lo llevas todo en los ojos». Para poseer las cosas sin violencia es necesario llevarlo ya todo en los ojos, es decir, en la mente y en el corazón: haberlo recibido todo. Se necesita una gracia así de grande; entonces uno vive agradecido y actúa con gratuidad. La gratuidad, como gratitud y como relación de respeto y ayuda al otro, es consecuencia de la gracia, esto es, de una presencia que el hombre reconoce.
Una presencia que el hombre reconoce con estupor lleno de alegría o con una súplica marcada por el dolor pero enraizada en la paz. Tanto el asombro como el tender la mano son expresión de la súplica humana frente al misterio presente. La gratuidad, que en la tradición cristiana se llama virginidad, es consecuencia de una presencia, del acontecer de una presencia.
Un monasterio budista es testimonio de la pobreza del hombre, de la pobreza que es el hombre; es testimonio del grito del corazón, que si no encuentra respuesta, se hace cada vez más inarticulado. Así lo describe don Giussani contando su encuentro con los monjes budistas en Japón. El grito del hombre, al no encontrar respuesta aquí, en esta tierra, pasado un tiempo ya no se expresa en palabras. Hasta tal punto es así, que sólo los cristianos pueden recitar con autenticidad los salmos que expresan esa espera; sólo quien ha encontrado la respuesta los puede recitar de verdad. En caso contrario el hombre puede lanzar como máximo un grito inarticulado. Hablando precisamente de la oración de estos monjes, don Giussani decía que no tiene voz, que no tiene palabra: es un grito que no pasa de la garganta. La virginidad cristiana, en cambio, es testimonio de una presencia encontrada. ¡Así de grande es esta presencia, que hace tan alegre y tan plena la vida! Esta tarde veremos el rostro de esta plenitud, que no es como la del mundo, que fatiga y sofoca, sino que lleva, sostiene y hace de la vida una carrera, que nos hace correr en el ser.

¿Cómo ayudar a las personas que queremos a comprender lo que nos ha sucedido, y cómo vivir la tristeza por el hecho de que no comprenden y de que, quizás, nuestro ejemplo les aleja?
Primero quiero agradecerte la pregunta que has hecho. Lo más humano que hay es amar esta presencia, seguir a esta presencia, precisamente cuando uno se percibe inadecuado. Aunque los padres quieren a sus hijos, excepto en algunos momentos en que se pueden irritar, y esto nos pasa a todos, no pueden decir de verdad una frase así, porque esta frase expresa un chantaje. Cuanto más pobre es uno en la vida, (como lo somos todos, y, cuanto mayores nos hacemos, más conciencia tenemos de esto), mayor necesidad tiene de la única cosa que lo hace rico, de la única riqueza, de la única cosa real en la vida, que es esta Presencia. Si por un absurdo no fuese real esta presencia, nada sería real, todo sería a lo más como una sombra que huye.
Hay una forma de que los padres puedan agradecer al cabo de un tiempo, un tiempo que no establecemos nosotros, que su hijo haya encontrado el movimiento y, al agradecerlo, puedan de alguna maniera seguirlo también ellos (porque la modalidad con que uno sigue no podemos establecerla nosotros: si el padre y la madre están contentos de que su hijo haya encontrado el movimiento, su estar contentos es ya un modo de seguirlo): si se dan cuenta de que tú estás contento. Porque frente a la felicidad verdadera del propio hijo, una felicidad que va creciendo, a menos que el padre «odie» a su hijo es imposible que no se rinda en determinado momento. Esto hace falta pedirlo, hace falta seguir cada vez con más alegría y pedir que ésta sea cada vez mayor y se manifieste cada vez más.

Quisiera comprender mejor lo que ha dicho sobre la distracción y sobre la justicia.
La distracción, en último término, consiste en vivir las circunstancias de la vida, las cosas que uno encuentra en cada momento, sin aceptarlas verdaderamente. Las «cosas» - y uso esta palabra tal como la entiende el capítulo 8 de la Escuela de comunidad - si se viven de acuerdo con lo que son, revelan una necesidad, provocan una súplica. La distracción es no vivir las cosas como son. En El Sentido Religioso se dice que la distracción es vivir sin atención ni aceptación frente a la realidad. Si uno vive como el niño, atento a la realidad y sin rechazarla, pide. Porque cualquier realidad es inadecuada para la espera del hombre. La distracción es no mirar la realidad tal cual es y, por tanto, no tener presente al propio corazón. La realidad hace que nuestro corazón esté inquieto hasta que no repose en Él. La distracción consiste en estar con los ojos cerrados frente a lo real, aunque uno lo aferre con violencia, y, por eso, es permanecer lejos de nuestro propio corazón.
«Fugitivus cordis sui», fugitivo del propio corazón, como dice san Agustín. La salvación de la distracción en lo cotidiano, en el comer, el beber, el velar y el dormir, en las relaciones habituales - porque es en ellas donde la extrañeza se puede insinuar -, es une presencia, el reconocimiento de una presencia. La salvación es la fe.
La justicia, que quiere decir que el hombre vive las cosas bien, tal como son, es la fe. La justicia es una presencia distinta de mí, reconocida. Una presencia distinta y que, sin embargo, corresponde a mi corazón. La samaritana decía cuando volvió a su pueblo después de haberse encontrado con Jesucristo: «he conocido a un hombre», a uno distinto de ella, «un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho», una presencia que correspondía a lo que esperaba su corazón.
Como dice un amigo mío -creo que es el comentario más bonito sobre la «Vocación de Mateo», una pintura de Caravaggio-: «hace falta poco para conmoverse: la mirada que siempre he deseado».

¿Cuál es el trabajo necesario para vivir?
Desde el punto de vista humano el trabajo es lealtad con la realidad, consiste en ser leales con lo real. La realidad humana es una relación entre las cosas y el corazón; hay que ser leales con esa realidad que son las cosas y con la amplitud del corazón.
Leales con las cosas en todo sus aspectos, sin censurar nada y sin agrandar lo que no hay: desde el punto de vista humano ésta es la única ascesis. Porque si uno es leal con las cosas y tiene presente el corazón, con sus exigencias y sus evidencias, no puede evitar pedir, al menos en algunos momentos. «La conciencia de lo real se expresa en súplica» dice un capítulo de la Escuela de comunidad. Por tanto, se trata de tener esta lealtad con la realidad tal como es, sin censurar nada y sin sublimar nada. Solo el encuentro permite vivir así, porque sin él el hombre censura y elimina una parte de la realidad, o sueña y vive de una realidad que no existe: el pensamiento. La locura consiste en creer que los pensamientos, o sueños, son realidad.
El realismo ( capítulo I de El Sentido Religioso) es precisamente la única condición necesaria para que la gracia de Dios haga después lo que debe hacer.

Has dicho que toda la tradición cristiana, al máximo, logra dar al hombre razones para no suicidarse, pero que no le da paz y serenidad para vivir lo cotidiano. ¿puedes explicarlo mejor?

Una breve premisa. Entiendo por tradición de la Iglesia lo que los padres cristianos logran comunicar a sus hijos, no la esencia de la tradición, es decir, lo que la Iglesia «es» y lo que la Iglesia «cree»: ésta es la verdadera tradición. Me refiero a la capacidad de comunicar el contenido de esta tradición.
Ahora bien, cuando citaba el testimonio de Augusto del Noce, decía que esta capacidad suscita, como mucho, algunos momentos religiosos verdaderos, ya que sólo una presencia transfigura lo cotidiano. Creo que esto es lo positivo que quería decir: sólo una presencia de esperanza, abraza y alivia lo cotidiano; no un discurso, ni un conjunto de pensamientos, ni un intento de la voluntad. Cuando don Giussani empezó el Movimiento, cuenta a menudo que, al entrar en el Liceo Berchet de Milán y subir los dos o tres peldaños del portal, tenía un sólo pensamiento en la mente y en el corazón: comunicar a aquellos chicos lo que él había intuido cuando era joven, en 4^ de bachillerato, comunicar lo que él había descubierto, lo que había encontrado, para que fuesen felices. Y el juicio que tenía de la situación de los estudiantes que iba conociendo era que para ellos, aunque la mayoría fueran católicos y frecuentaran la misa dominical, el hecho cristiano no significaba nada, no ya como pensamiento o como intento de ser coherentes, pues frecuentaban la Misa e intentaban no cometer ciertos pecados, sino como concepción, como esperanza de su vida. Concepción no quiere decir lo mismo que pensamiento, porque una concepción humana nace sólo del atractivo. El cristianismo no significa para ellos un acontecimiento presente que el hombre reconoce y al cual se abandona, lleno de estupor ante su presencia. Don Giussani resume para qué sirve la Escuela de comunidad y para qué sirve leer Los orígenes de la pretensión cristiana con la siguiente frase: «Nos debe ayudar a identificarnos con las figuras de aquellos que se encontraron con Jesucristo: con Mateo, Zaqueo, la Samaritana... ¿Qué les sucedió? Lo primero no fue la solución de sus problemas, incluyendo el problema de la bondad de sus vidas o de su moralidad, sino el asombro, el estupor ante una presencia; y siguiendo ese asombro cambió también su vida».
Es como si lo que queda de la tradición cristiana ya no despertara ese estupor, y por eso todo empieza un instante más tarde del verdadero comienzo. Esto hace que todo se quede en algo extrínseco al hombre.
Hace dos mil años, Juan y Andrés, los primeros que se encontraron con él, se quedaron asombrados ante su presencia. El cristianismo es la onda de aquel asombro que llega hasta nosotros. No es posible saltarse este comienzo; de otro modo todo pierde veracidad y consistencia. Toda la fe y toda la caridad - como dice Péguy - sin este comienzo, sin este germinar inicial de la esperanza, son un gran cementerio en el que hombre, cada cierto tiempo, se abandona a Dios y consigue decir «hágase tu voluntad»; pero la vida cotidiana avanza como si no existiese esta presencia. Y sin ella es facilísimo -yo diría que inevitable - que «la lujuria, la usura y el poder» (T.S. Eliot) prevalezcan y sean lo más concreto que tenga el hombre. Que prevalezcan quiere decir que constituyen el horizonte último, aún cuando uno intente quizá ser coherente con la moral; pero, en el fondo, son esas cosas lo más concreto que tiene la vida.
O el horizonte último de la vida es un encuentro y, por consiguiente, el asombro ante él, o bien es alcanzar una coherencia y luchar contra la
incoherencia.

La verdadera posesión conlleva un desapego. A veces parece que en ese desapego la pérdida prevalece sobre la posesión. ¿Podrías explicar esto?
¿Qué les sucedió a Mateo, a Zaqueo o a la Samaritana? ¿Qué sucedió cuando Zaqueo, que era el jefe de la mafia de Jericó, lleno de curiosidad ante la presencia de aquel maestro del que todo hablaban, salió de la ciudad y se subió a un árbol para verle y Jesús, al pasar por allí, le miró y le dijo: «Zaqueo, esta noche voy a tu casa»? Que Zaqueo bajó lleno de alegría. Una mirada, una invitación, el bajar lleno de gozo: ¿cuál era el contenido de aquella dinámica? Su asombro, su estupor ante aquella presencia, una presencia que siempre había esperado. Una presencia imprevisible, inimaginable y, sin embargo, querida y esperada desde siempre, porque el corazón del hombre consiste en esta espera. Zaqueo, que baja lleno de estupor y sigue con él, va a su casa y ¿cómo se comporta con su mujer?, ¿cómo se relaciona con los amigos que se encuentra? No necesita pretender nada ni aprovecharse de su mujer o de sus amigos, porque ya está contento de un modo inimaginable.
Tengo en la mente durante este mes algo que ha sucedido en la comunidad de Roma: quince chicos que terminaban el CLU han pedido empezar el noviciado de los Memores Domini. Lo que me ha impresionado es que algunos de ellos se habían quedado asombrados por el testimonio de otro que había empezado el año pasado, y, cuando fueron detrás de esta persona y pidieron empezar también ellos, en aquel momento ni siquiera les pasaba por la imaginación el hecho de tener que elegir, de tener que dejar cosas, sino que todo su pensamiento estaba lleno de estupor y decidido a no perder la ocasión. El encuentro y la renovación del encuentro, es una presencia que llena la vida de asombro, que «inunda de gracia» -como dice don Giussani cuando describe su intuición del movimiento -, y en ese momento el hecho de que uno esté escogiendo no ocupa el primer lugar, ni tampoco el pensamiento de lo que debe dejar, ni las consecuencias que comporta para su vida; lo que está ante los ojos, el corazón y la mente es el asombro y la petición humildísima de poder seguir, de no perder esta ocasión, esta suerte.
Cuando Él se dio la vuelta y preguntó: «¿Qué buscáis?», «¿Maestro dónde vives?»... El comienzo es llenarse de asombro. No hablo de un comienzo cronológico. Al principio hay siempre un indicio así, pero luego puede volver a acontecer el comienzo de manera más clara y, podríamos decir, más sencilla que cuando uno entró en el movimiento. Siguiendo ese asombro cambia la vida, pero al seguir uno se da cuenta inmediatamente de que abandona otras cosas.
La Escuela de comunidad hace una observación preciosa: que al principio el abandono o la renuncia es algo «casi» obvio. Esto es certísimo, porque al principio uno corre tras cierta compañía, y como esta con ella no hace otras cosas. Por tanto la renuncia o la mortificación «en cierto sentido es obvia» (cap. 6): para seguir a otro es necesario renunciar a uno mismo. Y añade: «pero el sentido profundo de esta renuncia sólo aparecerá más tarde».
La condición para poder seguir en el asombro es un desapego, una renuncia que, repito, al principio resulta casi obvia. No se trata de un comienzo cronológico, no estoy hablando de cronología, porque el camino de cada hombre es muy personal; lo que estoy describiendo son los factores esenciales del encuentro.
El desapego adopta la forma de una petición. Se origina en el estupor, en el ser inundados por la Gracia, toma forma de petición de que esta presencia nos acompañe y se manifieste, y tiene como resultado una experiencia humana más grande, una posesión mayor.
La razón de la renuncia es la positividad del encuentro, la promesa que contiene el encuentro realmente.
La renuncia y el desapego tienen lugar dentro de una positividad; nacen de una positividad. Tienen forma de petición, cosa muy sencilla y real, porque yo no puedo imaginar desapego o mortificación que no impliquen arrodillarse en determinados momentos y pedir; no hay otra imagen posible. Y tiene como horizonte último una experiencia más verdadera.
Decía Don Giussani este verano: «La adopción como hijos consistirá en la redención de nuestro cuerpo... Nuestra realidad más profunda y más experimental (ésta es la palabra que quiero subrayar) no es un apego al cuerpo tal como lo tenemos, sino a la eternidad del cuerpo». La posesión que el Bautismo posibilita (porque estamos hablando del fiel en cuanto tal) es una experiencia más verdadera y más grande que cualquier instintividad inmediata; y la razón del desapego es este «más», pues aunque aquí en la tierra prevalezca cualitativamente dicho «más», cuantitativamente, en tiempo, puede prevalecer la experiencia del desapego. Y no se trata de ninguna pretensión, porque, como ya he dicho, la forma del desapego es una petición humilde.
La vida, en cualquier caso, va de comienzo en comienzo, de estupor de estupor creciente, y su horizonte último es este «más». Esta realidad cada vez más experimentable es la razón que hace posible y alegre el desapego, incluso el desapego más difícil, desde cierto punto de vista, que es el desapego del propio pecado, el hecho de que el hombre ya no dirija su mirada al propio pecado, el hecho de que el hombre ya no dirija su mirada al propio mal, justamente porque al ser mirado por esa presencia tiene la mirada llena de ella.
Cuando Zaqueo bajó del árbol se sentía totalmente distanciado de sí mismo y de todo lo que poseía, porque estaba completamente lleno de estupor y veía las cosas y las poseía con una belleza y una gratuidad inimaginables, con una experiencia mucho «más» grande. Cuando entró en casa y dijo: «¡Esta tarde viene Jesús de Nazareth!», quiso a su mujer como nunca la había querido, y no en sentido ideal sino experimental.

El corazón del hombre es una promesa cumplida, pero es también espera. Entre estos dos términos está el seguimiento: ¿podrías explicarlo un poco más?
El corazón del hombre es, de por sí, espera, y el objeto de esta espera es una presencia «diferente» del corazón del hombre que satisface, que colma de gracia, que cumple lo que el hombre espera. Pero creo que es importantísimo en este momento de la vida de la Iglesia, justamente para que la existencia cristiana sea una experiencia verdadera y no un replegarse en sí misma o una idealización, señalar que lo que llena la vida es una presencia «diferente», una presencia distinta con la que uno se topa, con la que uno se encuentra. Esta presencia, para ser tal, no puede dejar de tener un rostro material, visible y sensible. El signo pertenece a la presencia.
El rostro humano de Jesucristo pertenece a la presencia del Hijo de Dios hecho hombre; tanto es así que la salvación del hombre es, como decían los primeros cristianos, la carne del Hijo de Dios. Es importante respetar toda la dinámica del camino: el corazón del hombre, o sentido religioso, es una espera, una fuente que nunca apaga su sed; ésta se calma en un encuentro, en la relación con una presencia diferente con la que el hombre se topa. Seguir a esa presencia hace del corazón del hombre una fuente que mana hasta la vida eterna.

Yo he tenido un encuentro; pero si me preguntaran «¿Tú estás contenta?» respondería «Sí, pero en ciertos momentos». ¿Qué hacer para que el encuentro no se quede en algo bello que puede desaparecer?
Esta pregunta es la que abrirá la meditación de esta tarde. Vamos a fijamos en las dos indicaciones de método que responden a esta pregunta y que podéis encontrar en el cap. 4 de la Escuela de comunidad.
Don Giussani se pregunta: ¿cómo puede crecer, permanecer y durar este encuentro?, y responde que hay dos condiciones. Usa dos frases no inmediatamente compresibles, pero que creo es importantísimo aprender de memoria.
Sintonía con el objeto en el tiempo: para conocerlo verdaderamente, es necesario permanecer tiempo en sintonía con el objeto que se ha encontrado.
Dentro de este permanecer en sintonía, de esta convivencia en el tiempo con lo que se ha encontrado, la segunda condición es la comprensión de los indicios como camino de certeza. Uno debe permanecer cerca de lo que ha encontrado, mirándolo, observando los indicios, los gestos, los signos de esa presencia.
A medida que crecen los indicios la certeza inicial se hace cada vez mayor.
Y por eso las dos indicaciones de método se retoman en los dos capítulos siguientes: en el cap. 5 «Con el tiempo la certeza adquiere profundidad», y en el cap. 6 «La pedagogía de Cristo al revelarse», se habla de la comprensión de los indicios, de cómo el encuentro se torna en convicción, en certeza total. Quisiera subrayar sólo dos cosas de estos capítulos:
1) El factor tiempo. El factor tiempo indica que todos los pasos del camino son gracia. Os leo algunos párrafos de Huellas de experiencia cristiana: «Así como fue gracia para los hebreos de hace dos mil años encontrar por la calle a Jesús de Nazareth, la misma gracia es para los hombres de hoy la posibilidad de encontrarse con su cuerpo que es la Iglesia. Y no sólo el encuentro es gracia; también la capacidad de entender su promesa es gracia». La capacidad de que el encuentro con esta presencia suscite asombro y estupor es gracia. La capacidad de Zaqueo para percibir aquella mirada y aquella invitación como la gracia más grande que le podía suceder, de manera que su libertad abrazar y corriera tras aquella posibilidad, fue gracia. Recordad al joven rico, que también fue también fue mirado del mismo modo y, sin embargo, su libertad, en lugar de estar totalmente abierta a la posibilidad, se convirtió en resistencia, como un muro de contención. Después don Giussani añade: «y la misma capacidad de verificar la promesa y reconocer su valor es don de gracia». El encuentro y la permanencia en el asombro, es decir, captar la promesa y verificarla, lo que merece la pena, es gracia.
«Y la capacidad de adherirse y de que se realice la propuesta cristiana es don de gracia... A partir de aquí podremos entender cuál es la expresión de la participación humana en el encuentro: es la actitud de súplica... y nuestro espíritu siente vértigo frente a ese misterio, frente a esta presencia que lo hace todo, absolutamente todo, cuando se percata de que incluso esta actividad inicial de petición sólo es posible gracias a un don del Creador».
La primera indicación de método es, por lo tanto, permanecer tiempo junto al objeto encontrado; tiempo, porque todos los pasos de la vida cristiana son, esencialmente, Gracia.
Una de las cosas que más me impresiona cuando escucho a don Giussani es el reclamo casi continuo que hace de que más importante que el que yo hable, más importante que el que vosotros comprendáis, es un instante de petición; porque es verdad, literalmente verdad, que «sin Mí no podéis hacer nada», y es literalmente cierta su predilección por nosotros, su mirarnos y llamarnos. Estar cerca, permanecer junto al objeto encontrado y, desde cierto punto de vista, sin el problema de llegar a ser grandes, porque el niño, cuando tiene a su padre y a su madre, no se plantea el problema de llegar a ser grande: se hace grande de hecho. Es una preocupación que atañe a Jesucristo más que a nosotros, porque el llegar a ser grandes es testimonio de su gracia. No depende de que nosotros seamos buenos; el comienzo es obra suya y el final es quedar asombrados por Él.
De la Potterie, comentando el pasaje de la Samaritana, dice que cuando Jesús le dijo: «Has dicho bien; No tengo marido, porque has tenido cinco y el hombre con el que estás ahora no es tu marido», no se lo dijo principalmente para que aquella mujer cambiase de vida, sino para que quedara impresionada por Quien tenía delante. Puede parecer una diferencia mínima y, sin embargo, es un abismo. También para nosotros es un abismo, porque pedir que nos quedemos asombrados es abismalmente diferente de la petición de cambiar nosotros ante todo.

2. Segunda indicación: estar todo el tiempo junto al objeto con los ojos abiertos, con los ojos absortos del niño que quiere descubrir todos los gestos, todos los movimientos que denotan su presencia, todos los indicios que advierten de su realidad.
La inteligencia alcanza la certeza en las cosas humanas a través del descubrimiento de los indicios. Es totalmente diferente vivir con la mirada vuelta hacia uno mismo que vivir con los ojos abiertos al acontecimiento con el que nos hemos encontrado. La verdadera historia de cada uno de nosotros es la historia de lo que nos ha sucedido, la historia del Movimiento, más que nuestra inmediata historia personal. Nuestra consistencia depende de que esta presencia se haga grande, antes que de nuestro inmediato cambio personal. El cambio más verdadero es el asombro estupefacto ante este hecho: el verdadero cambio de los que le siguieron lo producía su actuar, su moverse, la bondad llena de inteligencia que tenía, los milagros que realizaba; en resumidas cuentas, no miraban lo que ellos mismos hacían, no se fijaban en si eran mejores o peores, sino en esa presencia; y el ser mejores, porque también se daban cuenta de que cambiaban, no hacía que su mirada se centrara en ellos mismos, sino que les maravillaba de cómo aquella presencia cambiaba sus vidas.
La historia que da verdadera consistencia a nuestra vida es la historia de los milagros que obra esta presencia.
Tras el comienzo hay un indicio de esta Presencia que es absolutamente necesario captar para darnos cuenta de lo que hemos encontrado. En el cap. 6, en la tercera parte, cuando se habla de la identificación de Jesucristo, de cómo los discípulos descubrieron realmente lo que habían encontrado, se dice que, aunque habían quedado impresionados desde el primer momento por los milagros que realizaba, por cómo miraba a las personas, por cómo amaba, sin embargo comprendieron realmente, descubrieron realmente quien era, cuál era la naturaleza de aquella presencia, cuando descubrieron que perdonaba los pecados.
Existe un asombro -dice don Giussani- más virginal que el estupor del comienzo, un asombro más humano, que, corresponde más al corazón que el estupor inicial, un asombro que abraza al hombre tal y como es, que de alguna manera no es como el asombro inicial: es el estupor ante el hecho de ser perdonados. Ser personados es tener dolor ante un Tú. Ser perdonados no es una actitud nuestra. Tener dolor por el pecado no es una posibilidad nuestra. Nosotros, como mucho, sentimos remordimientos y humillación, sobre todo si cometemos ciertos pecados que hieren más el orgullo; pero el perdón de los pecados es un dolor suscitado y abrazado por su mirada, por su presencia. La figura de San Pedro es algo del otro mundo. San Pedro descubrió realmente quién era Aquél con el que se había encontrado (más incluso que cuando le dijo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» - pues allí repitió, como dice don Giussani en una espectacular observación, una frase que el mismo Jesús había dicho de sí -), cuando, tras, haberle traicionado, al salir Jesús del tribunal, le miró. Aquella mirada le hizo llorar a Pedro. Y aquel llanto tuvo como fuente la mirada, no su traición, porque el llanto que perdona los pecados es el llanto que produce su presencia, un llanto generado por la gracia y que es imposible para el hombre. Es como la diferencia que existe entre el niño que llora solo, perdido en el bosque, y el niño que llora abandonándose en los brazos de su madre. La diferencia no la determina el niño, sino la madre.

Cuando tengo miedo de perder lo que he encontrado me angustio; y si trato de no olvidarlo, me angustio todavía más... Y otra cosa: ¿puede explicar por qué nuestra verdadera historia es la historia de lo que nos ha sucedido?
La historia más verdadera de mi persona es la historia de esta presencia y no mi historia como individuo. Pongo un ejemplo: la historia individual es, por ejemplo, el enamorarse de una chica que luego se convertirá en tu mujer. Pues bien, la historia más verdadera de la vida de la persona, lo que hace auténtico incluso el encuentro con la chica con la que luego se casa uno, es la historia del encuentro y de cómo el encuentro ha crecido no sólo en la propia vida, sino también en la vida de muchos amigos. Esta es la dimensión más importante de la Gracia que es la presencia de Jesucristo.
Viva donde viva, se dé a quien se dé, la Gracia de Jesucristo es para mí. Si uno se encuentra con nosotros y queda impactado y lleno de atracción por lo que ha conocido, su estupor, la Gracia que ha vislumbrado, es un don para mi vida, hace crecer mi vida. La Gracia no divide sino que es el fundamento de la comunión. Por eso he dicho que la historia que da consistencia a mi vida es la historia del acontecimiento, de la presencia encontrada. Cuanto más grande se hace uno más aparece la consistencia propia como el milagro que Jesucristo opera en el mundo. Y toda la historia de la Iglesia y toda la gracia que Jesucristo dona en el mundo se traduce en consistencia de mi persona. Nuestra amistad está llena de grandes y preciosos testimonios. Todos estos testimonios y estos ejemplos dan consistencia a mi vida, forman parte de la consistencia de mi vida.
Ya en el cap. 10 de El Sentido Religioso se hacía una observación que es todavía más válida para el encuentro cristiano: el comienzo del conocimiento no es el miedo, sino el estupor. El encuentro suscita sobre todo admiración, estupor. Un instante después, este estupor es atravesado por la humildad, por una especie de miedo a perderlo. Pero igual que el comienzo, el estupor inicial no lo creamos ni lo producimos nosotros, tampoco el camino ni la plenitud final son obra nuestra. «Aquél que comenzó esta obra buena en vosotros - y la comenzó gratuitamente- la llevará a término». Por tanto, el miedo no es razonable, porque así como el encuentro fue gracia y no producto nuestro, del mismo modo es gracia el tiempo que pasa, es gracia el seguir y es gracia el cumplimiento.

Quisiera que hablaras más sobre el pecado.
El pecado tiene muchas formas pero es, fundamentalmente, olvido. Un olvido del hecho que hemos encontrado. Este olvido, dado que el hombre no puede vivir en el vacío, se convierte en apego a cualquier otra cosa. El mal no es algo «en sí mismo», es algo «menos». Agarrarse a algo distinto de la felicidad para la vida contradice al corazón, no le corresponde y, por tanto, es malo.
El pecado nace de no tener la presencia de ese Hecho delante de los ojos. Tener ante la mirada esa Presencia no es producto de nuestra capacidad; nuestra mirada no construye esa presencia. En otros términos podemos decir que el pecado es «no pedir».
Desde nuestro punto de vista, la memoria consiste en una petición. Si uno no tiene delante de los ojos esa cosa grande que ha encontrado en el signo de nuestra comunión, si uno no pide verla y reconocerla, es inevitable que se adhiera a otras cosas. El pecado es apegarse a cosas que no corresponden al corazón del hombre; y esta falta de correspondencia produce en nosotros la maldad, la violencia, etc. Se puede decir también que el origen del pecado es una tristeza que, en lugar de convertirse en petición, se convierte en intento de respuesta. Hay una tristeza buena que consiste en desear un bien que no está cerca, que parece lejano; las cartas de San Pablo están repletas de hechos en los que se cuenta que estaba tristísimo hasta que algunos amigos suyos fueron a verle. Es decir, existe una tristeza que la fe no elimina, sino que torna buena, convierte en espera, porque la fe no planifica la vida, la fe respeta todos los aspectos de la vida. Y existe una tristeza que en vez de ser espera, petición humilde, se convierte en pretensión y, por ello, el hombre se aferra buscando su satisfacción a cosas y relaciones que no se la pueden dar.
El pecado nace fundamentalmente de un olvido que se convierte en impaciencia y pretensión. En El Sentido Religioso se describe así la idolatría: en lugar de esperar que el misterio se revele, el hombre se aferra a las cosas buscando en ellas la plenitud de su felicidad. Cuando esas cosas se acaban, entonces uno se aleja, como dice Pavese, no con ternura sino con rencor, lleno de maldad.
Leo otro fragmento de Pavese que describe esto mismo en la relación afectiva con la mujer. Dice que el hombre, en el fondo, en su relación con la mujer busca la plenitud de la felicidad: «Pequeña Melita, tú perteneces al templo» - los diálogos están ambientados en los mitos de la antigua Grecia; quiere decir: Melita, eres algo divino- «y, ¿no sabéis que el hombre sube al templo, al bosque, para ser Dios al menos por un día, para yacer con vos al menos una hora como si fueseis diosa? El hombre siempre pretende yacer con la mujer como si fuese una diosa» -es decir, pretende una felicidad plena en la relación afectiva- «y luego se da cuenta de que se trataba sólo de carne mortal, de la pobre mujer que sois y que son todas las mujeres; entonces se esfuerce e intenta ser Dios en otra parte». Esta es precisamente la dinámica del sentido religioso que se convierte en idolatría: como la relación no proporciona la plenitud, uno se enfurece e intenta ser Dios en otra parte.
En el fondo es lo mismo que Leopardi describe en la poesía «A su mujer» que aparece completa en el cap. 9 de la Escuela de comunidad de este año; sólo que Leopardi se da cuenta de que es imposible que una mujer corresponda por completo a la espera del corazón. Es más, se da cuenta de que es algo que está «más allá», que la espera del corazón es infinita, y dice: «... Pero no hay cosa en la tierra que se asemeje a ti y si acaso pudiera parecerse alguna en el rostro, en los actos, en el hablar, sería mucho menos hermosa». Aunque se pareciera sería mucho menos hermosa que la Belleza que el corazón espera.

Quisiera comprender mejor qué significa pedir una presencia.
Don Giussani pone dos ejemplos para explicar dos tipos de petición. El primer ejemplo es la petición de Pedro cuando se da cuenta de que no tiene fe e dice: «¡Señor, acreciente nuestra fe!». Es una petición dirigida a una presencia. La palabra presencia implica algo material, visible; de otro modo no sería presencia. El Verbo de De Dios se ha hecho carne y, por eso, es presencia para el hombre. Pedro le decía: «¡Señor!» y lo miraba; le tenía delante y le pedía: «¡Aumenta nuestra fe!».
El otro tipo de petición, que don Giussani siempre cita, es la del Innominado, personaje de Los novios de Alejandro Manzoni. El Innominado gran pecador y poderoso, dice: «Dios, si existes, revélate». Una petición así siempre es posible.
Los dos tipos de petición son diferentes. Sin embargo, en aquellos momentos en los que la segunda es auténtica, son connaturales. La petición de quien ya ha encontrado es connatural a la de quien busca realmente. Esto es tan cierto que en esos instantes de verdad nos podemos abrazar, somos realmente hermanos. Esta es la posibilidad de abrazarse con todos que tiene el cristiano.
¿Cuándo dice el Innominado: «¡Dios, si existes, revélate!»? Lo hace tras una noche en la que ha tenido muchos remordimientos a causa de su vida pasada. Había mandado raptar a Lucía, la protagonista de la novela, y había encerrado a esta joven muchacha en su castillo. Durante toda aquella noche no consiguió dormir al tener ante sí su maldad; pero no fue en ese momento cuando pidió. Por la mañana temprano, tras la noche en vela, oye las campanas de los pueblos del valle que tocan a fiesta, se asoma por la ventana de su castillo y ve a la gente dirigirse contenta hacia un lugar convenido que atrae a todos y se pregunta: «¿Qué es lo que hace que esta gente esté tan contenta y que esa alegría les reúna?». La pregunta nace ante algo positivo, ante la intuición de que algo grande puede suceder. Porque los remordimientos por sí mismos sólo llevan al suicidio. La petición sólo la suscita algo positivo.

¿Puede hablarnos algo más de la Gracia?
Cuando decimos Gracia, a menudo nos la imaginamos como una fantasía abstracta. Pues bien, el mismo hecho de permanecer tiene a la Gracia como raíz y como manos que lo sostienen. La Gracia no compite con la libertad, sino que la Gracia hace posible la libertad, el hijo que está en las entrañas de su madre no compite con ellas, sino que éstas hacen posible que el hijo crezca. Es una imagen lejana, pero sirve para intuir qué tipo de relación hay entre la predilección de esta presencia y la libertad del hombre.
Se trata de permanecer en la compañía con los ojos abiertos, con el corazón pidiendo, se podría decir también.
En el catecismo se enseña que la salvación es don de Dios y la condenación obra del hombre. La libertad es como una penumbra: que la libertad se abra a la luz es mérito de la luz. Es verdad que es la libertad la que mira a la luz; pero cuando lo hace es reflejo de la luz, apertura a la luz, está llena de luz. Por el contrario, cuando la libertad va hacia la oscuridad, es ella misma la que se dirige hacia la oscuridad. Esta es una experiencia inmediata: cuando uno está siguiendo no aparece él en primer plano, sino la gratitud por poder correr tras esa cosa grande que ha encontrado; y, por el contrario, cuando uno hace su propio capricho, entonces es él quien no «quien» seguir.
Esta imagen sugiere también que la actividad del hombre es sólo una posibilidad de pedir que permite e impulsa esa presencia. Lo que el hombre puede ofrecer es lo que él es, su propia naturaleza, y la naturaleza del hombre es una posibilidad de petición. Caminando, y con el tiempo, puede llegar a ser una experiencia de cada instante. Te leo una frase de don Giussani: «pedir con corazón sincero es el arma sencillísima y sutilísima de la libertad, es casi un soplo, una penumbra apenas bosquejada: basta un movimiento y es lo contrario». Basta un pequeño movimiento y la apertura a la luz se convierte en mirada a la oscuridad.

4. Hemos recitado el salmo «Oh, Dios, Tú eres mi Dios, por Ti madrugo; mi alma está sedienta de Ti; mi carne tiene ansia de Ti como tierra reseca, agostada, sin agua». Estas palabras valen para cualquiera. La carne, es decir, la vida concreta de cada hombre, anhela el Misterio. Sin esta Presencia, sin el Misterio que se hace Presencia, la vida, la carne es un desierto, una ruina, una soledad que destruye, como decíamos ayer.
El hecho cristiano se presenta al hombre que lo encuentra ante todo como una perspectiva, como una promesa de felicidad para su propia vida, como la intuición de algo grande, verdadero y bueno para su propia vida... No más desierto, no más soledad sofocante: «Yo soy la vida, he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud».
Quisiera sugerir esta mañana aspectos o imágenes de esta experiencia de vida, aspectos de una palabra que, desde el punto de vista humano, es la más grande de todas; la palabra libertad, porque la vida germina y crece en el ser humano en la libertad. ¿Qué diferencia existe entre el poder del que estaba llena la oración de esta mañana, el poder de Jesucristo, y el poder de este mundo, sea del tipo que sea? Que el poder de Jesucristo es lo que hace posible que la libertad viva y lo haga con plenitud. No es una imposición sino un don gratuito que hace que la libertad crezca y florezca. Tu libertad radica en el poder de Jesucristo; el poder de Jesucristo se traduce en que tu libertad se cumple, encuentra plena satisfacción. Dicho de manera más sencilla: el poder de Jesucristo es tu felicidad.
Los hombres se dan cuenta de que Jesucristo es real y no una palabra; que es un «poder real», porque hace que la vida de quien se encuentra con él y le sigue se llene de autenticidad y gozo.
Ninguna realidad, ni siquiera la más auténtica humanamente como es la realidad del padre y de la madre ante los hijos, tiene poder de comunicar la felicidad, de hacer que ésta germine dentro de la vida del hombre. Porque la felicidad no puede imponerse: es como una fuente que sólo puede manar dentro de tu libertad. No puede ser tampoco el culmen de un sentimiento grande porque los padres y las madres, sobre todo en la situación de hoy día en la que existe una enorme pobreza humana, sinceramente quieren la felicidad de sus hijos; es más, a los padres de hoy es lo único que les queda, porque quizás la misma relación entre ellos se ha destruido; desean que sus hijos estén contentos. Pero este deseo no es capaz por sí mismo de hacerles felices, pues la felicidad es una experiencia de la libertad del hijo, no es algo que se pueda poner por encima de su libertad.
El poder de Jesucristo posibilita que la libertad del hombre sea gozosa, feliz. Es lo que hace posible realizar y satisfacer la libertad del hombre. En el cap. 8 estudiaréis que la libertad es la experiencia de un deseo que se cumple. Uno se siente libre, tiene experiencia de ser libre, cuando se realiza el propio deseo. El poder, la presencia de Jesucristo tiene esta capacidad de realizar la libertad del hombre como experiencia de felicidad.
1) El primer pensamiento que querría sugerir acerca de la libertad es éste: la Escuela de comunidad dice que «la libertad es la capacidad de satisfacción total» y que ésta, la felicidad auténtica es algo que no está «en nosotros». Estas dos características de la libertad son las dos cosas más importantes para que el camino del hombre sea sano. La libertad es la capacidad de satisfacción total, plena, y esta satisfacción plena es una «presencia distinta de nosotros». No es algo que el hombre encuentre en sí mismo o pueda construir.
Hace algunos días me impresionó esta observación: no se puede ser verdaderamente libres si olvidamos algo o, mejor dicho, si censuramos algo. La libertad es esta apertura a la totalidad, a una totalidad que el hombre encuentra y a la cual se adhiere.
Si existe aunque sólo sea una sombra de censura o de olvido, el hombre no puede ser verdaderamente libre. Esta presencia con la que el hombre se encuentra y que satisface plenamente su libertad lo abraza y lo acoge todo. Lo que destruye la libertad, lo que imposibilita una experiencia de auténtica libertad, no es la fragilidad con el mal, sino esta sombra de olvido y de censura. El cansancio de la vida, el hecho de que la vida envejezca, proviene de esta sombra. Uno puede trabajar y cansarse humanamente hablando, pero si no existe esta sombra del corazón no se cansa. Cuando la libertad es apertura al acontecimiento total que uno ha encontrado, entonces es reposo. La libertad reposa en esta satisfacción.
Dice Cesare Pavese: «Te creo porque llevas todo en la mirada». La fe es «una presencia en la mirada». Lo llevas todo en los ojos, en tu mirada. Este «todo» significa dos cosas: la apertura total a este acontecimiento y el acontecimiento en su totalidad. El «todo» es que tal como eres, todo tú, estás abierto al acontecimiento que has encontrado. Esta apertura total al acontecimiento no puede censurar el mal ni la fragilidad. «Todo» quiere decir entonces «todo, tal como eres», abierto al acontecimiento, y quiere decir, también, el acontecimiento en su totalidad.
La autenticidad del rostro del hombre está en esta totalidad sencillísima. Cuando uno censura algo de su propia humanidad, es decir, de su pobreza, o cuando uno censura algo del acontecimiento que ha encontrado, es como si existiera una sombra en su rostro y en su mirada. En cambio, el niño que hace sus caprichos y al que luego su madre coge en brazos no censura nada.
2) Otro paso de esta libertad como apertura total al acontecimiento tal y como es, a su totalidad, es el que apuntaba don Giussani este verano en el Equipe del CLU: una postura así nos hace correr, posibilita que corramos en la vida. La vida del hombre es normalmente un dejarse llevar poco a poco hacia el abismo de la nada. En cambio, esta presencia reconocida por la libertad posibilita el no dejarse llevar (un dejarse llevar quizás con tristeza o ternura, aunque en última instancia desesperadas), nos permite correr en la vida sin cansarnos y estar además en paz, en reposo. Hace unos días, en el breviario, había una lectura de san Gregorio de Nisa: «El Señor nos hace reposar a mediodía». El término «mediodía» indica que el reposo tiene lugar cuando no hay sombra, cuando la luz ilumina la condición del hombre en su totalidad. Sólo entonces reposa el hombre. Esta es una observación importante, incluso psicológicamente.
Estaba diciendo que esta apertura total hace que sea posible correr en la vida y no dejarse morir. Y esto ¿cómo puede darse entre nosotros? Don Giussani señalaba dos factores, dos condiciones que nos posibilitan correr tal como somos, aún cuando uno tropiece cada cinco minutos y se caiga.
a) Aprender de los ejemplos buenos que hay entre nosotros, porque la gracia que el Señor regala a una persona es lo que da consistencia y libertad a mi vida. Mirar y dejarse impresionar por la autenticidad y la belleza de los ejemplos que hay entre nosotros permite al alma abrirse y correr. Lo que hace que la vida corra es esta belleza de la gracia.
Don Giussani decía que lo más importante es seguir los momentos de vida verdadera de las personas, o bien la vida verdadera de algunas personas. Porque quizás existen entre nosotros personas que casi normalmente, a pesar de todos sus pecados, son testigos permanentes de semejante sencillez y, por otro lado, existen algunos momentos en la vida de muchas personas que abren el corazón y testimonian esa belleza de la gracia.
Lo primero es, por tanto, aprender dejándose impresionar por lo que la Gracia realiza entre nosotros, y sólo se aprende de la Gracia porque el aprender en la vida es siempre resultado de un encuentro. Se aprende viendo la Gracia de Dios, la belleza de esta presencia que se manifiesta brillando en ciertos momentos de la vida y en determinadas personas.
b) Para correr en la vida hace falta tener un «punto último» de obediencia al que seguir. Sin este «último» apoyo objetivo no se puede correr en la vida.
Es verdaderamente una experiencia sencillísima. Es necesario que el milagro nos acompañe, porque la Gracia que se revela en determinados momentos y personas se llama Milagro. Y es necesario seguir un punto objetivo al que obedecer. Así es como se corre en la dirección justa en paz. La vida se hace constructiva, se convierte en historia, en crecimiento y deja de andar a bandazos.
resumo lo dicho hasta ahora:
La libertad es capacidad de satisfacción total y esta satisfacción total es amor a otro, a algo distinto, a una presencia. Es un amor en el que no se censura nada; el hombre se adhiere a esta presencia y la reconoce tal cual es.
Este amor es lo que permite correr en la vida, de modo que, como dice la frase de Romano Guardini: «En la experiencia de un gran amor, todo lo que sucede se convierte en acontecimiento dentro de su ámbito», de su horizonte. Así, el hombre camina y crece con todo lo que le sucede en la vida; y ano es algo que le empuje hacia la muerte, sino un camino posible y, por consiguiente, todo se convierte en ocasión para pedir y correr en la vida hacia una vida más grande.
3) Existencialmente, la libertad se expresa en petición. La libertad es satisfacción total; esta satisfacción total no se halla en nosotros, no somos nosotros; y entonces la libertad puede pedir; de hecho, es auténtica cuando pide esta satisfacción. Petición que brota en cada instante, de cada circunstancia, como dice la Escuela de comunidad, porque todo es por naturaleza necesidad, cada circunstancia lleva consigo una petición.
La condición de todo lo que hemos dicho en estos días, desde el punto de vista del hombre (porque la gran condición es la Gracia de Jesucristo, la Presencia de Jesucristo), la condición que se te pide para que esta Gracia te alcance es que tu corazón pida con sinceridad. Desde cierta perspectiva no es una condición qué tú «puedas» crear, porque tampoco creas la petición, sino que es tu condición, la que tienes de hecho. La única imagen parecida que tenemos de este encuentro inefable entre la predilección de Jesucristo y nuestra libertad es la imagen del niño en el regazo de su madre. «Sin Mí no podéis hacer nada». Este «todo» que la Gracia posibilita sale al encuentro de la nada de tu petición, de tu mendicidad, y es la chispa que hace brotar la vida. La condición por tu parte es este corazón mendicante, un corazón que vive todas las circunstancias como son, como petición de ser.
4) El cuarto punto es el más concreto porque es el más realista.
Lo que determina una acción en última instancia no es algo que está dentro de ella, sino fuera de ella. Esa presencia que está fuera de mi acción me da el ser y, por consiguiente, es más íntima que yo mismo. La mejor imagen de esto es la Virgen. Cuando aquella muchacha miraba a su hijo jugando delante de la casa en Nazareth mientras ella limpiaba o lavaba los platos, lo que determinaba su acción de limpiar la casa o lavar los platos no era algo que estaba dentro de ella, sino aquel niño que jugaba frente a la casa; y aquella presencia distinta de ella es lo que le daba su ser, su consistencia, lo que le llenaba: «Alégrate, llena de Gracia».
Lo que hacemos no está definido en última instancia por lo que compone la acción, sino por una presencia diferente de nosotros mismos que nos da el ser. De otro modo seríamos arrastrados hacia la nada. Y para darme el ser, esta presencia está obligada, podríamos decir, a darme algo más. A darme, ante todo, la sorpresa del encuentro, ya que esta presencia que da el ser vale para todos los hombres, pero si uno no se encuentra con ella queda a lo más como un sentimiento lejano. Esta presencia me alcanza en forma de compañía. Uno la encuentra y la sigue de un modo concretísimo como es una compañía humana, con todas las características que antes apuntaba y que son, fundamentalmente, los testimonios bellos (uso el adjetivo «bello» porque se trata justamente del estupor de la Gracia) y la obediencia al punto último que hace posible esa compañía...
Esta presencia que me da el ser produce en mí un estupor, un asombro aún más grande que el primero. Este se renuevo y crece en la vida, convirtiéndose, como dice una delas poesías de Ada Negri, en un estupor más bello.
La experiencia de que el cristianismo ha vencido a la muerte consiste precisamente en que el estupor del encuentro sea más bello a los cuarenta años y aún más a los sesenta. Para el resto de los hombres no es así, para el resto el tiempo sólo aumenta la nostalgia. Como mucho, uno permanece fiel a la mujer que conoció en su juventud, porque entonces fue algo muy bonito. Y, sin embargo, en esta experiencia, a medida que pasa el tiempo, aquel estupor, aquel encuentro que tuvimos se hace más hermoso y cobra consistencia en el ser. Y así uno corre más, es más joven.
Don Giussani dice, hablando de un anciano padre espiritual que tuvo cuando estuvo en el seminario y que yo también conocí, que lo que más le impresionaba viéndole oír misa al fondo de la iglesia era cómo decía la respuesta al comienzo de la misa: Ad Deum qui laetificat iuventutem meam, al Dios que alegra mi juventud.
Esta presencia distinta de mí, que me da el ser y me conmueve, está «obligada» a hacer algo más grande todavía: a perdonarme. Y esto provoca más estupor todavía, un asombro todavía más auténtico, más humano y más sencillo que al comienzo.
5) Esta libertad nos sugiere un comportamiento del que subrayo dos aspectos.
Aunque Jesucristo es quien puede hacer que tú estés contento, esta felicidad no se te puede imponer en absoluto. Me refiero a la libertad grandísima y al respeto que hay que tener del camino de cada uno hacia la felicidad. Nadie puede imponer ni pretender nada.
Uno puede permanecer unido a esta compañía que he encontrado sólo porque en el horizonte de su vida brilló una vez esta promesa. Quizás dentro de cinco, diez o veinte años esta luz que brilló sólo una vez lo ilumine todo. Por eso nadie puede pretender saber ni forzar el camino: porque la meta es tu felicidad y la felicidad sólo puede surgir, pues coincide con ello, de que tu libertad se realice.
Y el segundo aspecto práctico del comportamiento que sugiere esta libertad es la libertad de construir. Así pues: la libertad del camino personal que es sólo tuyo y la libertad para construir en el mundo. Estos dos aspectos de la libertad son como el corazón de la experiencia del movimiento. Sin construir en el mundo, en el ambiente, en la vida de todos, no pude haber una experiencia auténticamente humana. Sin esto, no podemos experimentar esas palabras de Jesús que tantas veces repetimos entre nosotros: «Quien me sigue tiene la vida eterna y el céntuplo aquí»

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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