La “tendencia hacia el extremo” se da a escala planetaria. Y la necesidad de justicia. Pero solo un gesto imprevisible puede cambiar el curso de la venganza. Porque no hay libertad con odio
La crueldad inaudita desatada por los terroristas de Hamás contra Israel nos trae a la memoria la tragedia del holocausto. Si alguien pensaba o esperaba que nunca más se volvería a ver tanto horror, ha quedado desmentido desgraciadamente por la vía de los hechos. La bestia ha vuelto a salir del abismo y por todas partes, en el mundo occidental y en el árabe, vuelven a resonar palabras antiguas, espeluznantes, mientras en Israel y alrededores vemos un tremendo derramamiento de sangre inocente. Una historia casi indescifrable por su terrible irracionalidad.
Como ya intuyera René Girard, hay una especie de “tendencia hacia el extremo” que se está poniendo de manifiesto a escala planetaria y cuya violencia terrorista solo es su expresión más elocuente. Ni los estados ni el derecho ni lo sagrado parecen capaces de contener esta expresión de violencia que no hace más que reproducirse. El terrorismo ya no conoce límites y nos muestra el rostro inédito de un inmenso poder anárquico dotado con tal capacidad de destrucción que hace palidecer a los estados tradicionales. Los cuales, a su vez, véase la Rusia de Putin, tienden cada vez más a adoptar ese espíritu, con una especie de deseo incontenible de disolución que parece sacudir los fundamentos del orden del mundo en general y de Occidente en particular.
Como pasa siempre ante el mal más incomprensible, hasta la fe en Jesucristo parece tambalearse. Sin embargo, justo en momentos como estos solo nos queda agarrarnos a la “locura” de su cruz. Cuando las gestas humanas adoptan su forma más impactante, solo la cruz nos mantiene obstinadamente anclados a la esperanza y, puesto que estamos hablando de Israel, a una teología de la alianza entre Dios y el hombre que permanece firme a pesar del dolor y los desastres del mundo, manteniendo viva así la posibilidad de que mañana la historia tome otro rumbo. Pero para que eso suceda hace falta justicia, hay que salir de la cadena de odio y violencia que provoca más odio y violencia. La judía Hannah Arendt diría que, para que haya justicia, hace falta perdón. He aquí una palabra fundamental, cuya dimensión predominantemente religiosa no debería eclipsar su alcance histórico y político.
Si el carácter imprevisible del futuro puede verse limitado de algún modo por la capacidad que tienen los hombres para hacer promesas y mantenerlas, el perdón sirve para volver a empezar sin quedar aplastados por los vestigios del pasado. Como dice Arendt, «perdonar sirve para deshacer los actos del pasado, cuyos pecados cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación». Creo que en pocas partes del mundo esta espada ha hecho y hace sentir a todos su peso aplastante como en Oriente Medio o en el conflicto árabe-israelí. Por un lado, la voluntad de aniquilar a toda costa al estado de Israel, por otro el derecho de este último a defenderse, a menudo con la crueldad dictada por el miedo. En medio guerras, atentados terroristas y mucha sangre inocente. ¿Algún día se saldrá de ahí? Creo que sí, pero solo con la condición de tomar un camino completamente nuevo, un camino que, sin hacernos cerrar los ojos a los males pasados, rompa las cadenas del odio, del resentimiento y del miedo, abriéndonos al arrepentimiento, al perdón y a la reconciliación.
Como el aprendiz de brujo que no tiene la fórmula mágica para romper el encantamiento, los hombres tienden por desgracia a perpetuar la cadena del odio y la venganza. Pero de este modo, sigue diciendo Arendt, seguirán siendo «siempre víctimas» de las consecuencias de sus acciones, su memoria se encona y cada vez resulta más difícil reconocer los propios errores. Por eso hay que perdonar. El perdón restablece la alianza con las generaciones presentes y pasadas, devolviendo la historia a la libertad. Pero no puede haber libertad con odio y venganza. Reaccionar con odio al odio de otro es algo, podríamos decir, mecánico, incluso natural. Sin embargo, lo que puede romper ese mecanismo previsible de la acción-reacción es algo imprevisible y liberador que sea fruto de la verdadera libertad: yo te perdono las injusticias y el sufrimiento que me has causado. Ahí empieza otra historia. Solo si somos capaces de pedir perdón y perdonar, podemos esperar que nuestras heridas puedan sanar sin dejar cicatrices. En el fondo, eso es lo que quería decir san Juan Pablo II el 12 de marzo de 2000 cuando, en nombre de Jesucristo, pidió perdón a todos por todo. Obviamente no se trata de mezclar víctimas con verdugos como si todos estuvieran al mismo nivel: el terrorismo de Hamás y la reacción de Israel, el invasor ruso y las víctimas ucranianas. Se trata más bien de mantener viva la esperanza, la posibilidad de que, gracias a un gesto gratuito e imprevisto, puedan resultar verdaderamente nuevas todas las cosas. Todos lo necesitamos.
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