Después de treinta años en Rusia Jean-François Thiry se ha mudado a Alepo, en Siria. Un viaje por lugares donde la palabra “paz” parece impronunciable
De la hostil Siberia a la atormentada Siria, y en medio una “tregua” de 30 años en Moscú. Ese es el resumen un tanto sumario que condensa un itinerario tan imprevisible como el de Jean-François Thiry, que nació en un tranquilo pueblo belga y a sus 57 años ha sido enviado a Alepo, en Siria, donde el conflicto que dio comienzo en 2011 parece que solo ha acabado a medias. «Aquí todas las noches se oyen bombardeos cerca del aeropuerto y en las zonas militares. La ciudad está sobrevolada continuamente por drones y muestra sus heridas de guerra, sobre todo en la zona este, aparte de las causadas por el terremoto de hace dos años», cuenta Jean-François, que llegó al país para coordinar los proyectos de la asociación Pro Terra Sancta, que sostiene las obras de los franciscanos de la Custodia.
Los pasos que le han llevado hasta allí vienen de lejos. El primero es de 1991, en plena descomposición de la Unión Soviética, cuando, recién graduado en ruso, recibió de la universidad de Novosibirsk una invitación para dar un curso de ética. El segundo, dos años después, cuando se traslada a Moscú, donde asiste al largo y costoso renacimiento de Rusia, hasta el estallido del conflicto con Ucrania. Un momento dramático para el país, que también marca una fractura en su historia personal después de treinta años viviendo allí.
Nunca había pensado en abandonar Rusia. No estaba en sus planes. De hecho, cuando estalla la guerra, mientras muchos salen del país, él se da cuenta de que debe quedarse y decide pedir el permiso de ciudadanía. Una decisión difícil que comentó con los amigos de la casa de Memores Domini donde vive. «Nos preguntábamos cuál era la utilidad de quedarse, sabiendo que debíamos ser cautelosos a la hora de expresar nuestras opiniones. Lo que me mantuvo allí fue la amistad con un pueblo que he visto formarse a lo largo de todos esos años. No podía añadir otro dolor, otra separación a todo lo que ya veía suceder a mi alrededor». En Moscú, Jean-François fue uno de los fundadores de la Biblioteca del Espíritu, primero editorial y luego centro cultural, que en 1993 empezó a imprimir publicaciones religiosas y promover el encuentro con el mundo ortodoxo. «Estos años hemos celebrado debates, cinefórum y conciertos. Es un lugar donde cualquiera podía sentirse a gusto porque los temas que se abordan son universales. Surgieron vínculos que dieron vida a un ecumenismo real. Entre los que destaca el del metropolita de Minsk, Filarete, que se hizo tan amigo nuestro que aceptó ir al Meeting de Rímini».
En febrero de 2022, el estallido de la guerra lo desequilibró todo. Jean-François se dio cuenta enseguida. Al día siguiente de la llamada “operación militar”, fue a trabajar a su despacho, en el centro de Moscú. Como cada mañana, se cruzó con los guardas jurados a la entrada del edificio. «Los conozco desde hace años, son antiguos militares y ya sabía lo que pensaban de lo que estaba pasando. Esa mañana seguí recto, ni siquiera fui capaz de mirarles a la cara». Le costó unos días entender que esa actitud estaba empezando a destruirlo. «Si seguía dejando espacio al odio, empezaría a querer eliminar lo que tenía alrededor. Tuve que reconocer en ellos, en todos los que tenían esas opiniones tan irreconciliables con las mías, el mismo intento de caminar que el mío, aunque fuera por vías y formas distintas». Pasó lo mismo cuando tuvieron que valorar la oportunidad de invitar a ponentes que tenían una postura muy discutible. «Pensaba que la cuestión era prepararme mejor para ofrecer una contraposición adecuada, pero no era eso». Lo comprendió en un diálogo con monseñor Paolo Pezzi, arzobispo de la Madre de Dios. «El otro es un bien no porque piense como yo, sino justamente porque es otro. Eso me obliga a ir hasta el fondo de mis propias razones». Esta será una postura que le permitirá recuperar libertad incluso dentro de la comunidad del movimiento, donde en ese periodo solían saltar chispas. «El riesgo es intentar convencer al otro de que está equivocado. Pero de esa forma no haces más que añadir argumentaciones a la argumentación, sin que nadie dé un paso. Sin embargo, cuando partes del otro, del respeto que tienes por su camino, puede pasar de todo porque ya no hay nada que defender, solo hay espacio para que la realidad deje ver algo que los análisis son incapaces de hacer». Así es como ha visto renacer la paz. Incluso en lugares donde parecía una palabra impronunciable. «Pero empiezas a decirla cuando te das cuenta de que tú eres el primero que la necesitas. Y que el otro tiene la misma urgencia que tú por experimentarla».
Había pasado casi un año desde el comienzo del conflicto cuando Jean-François se encontró en el buzón de su casa una carta del Ministerio de Interior. Sus prácticas habían entrado en un callejón sin salida y tenía que salir del país. Le daban tres días para despedirse de sus amigos y hacer las maletas de treinta años. «Estaba abatido. Lloré mucho. Pero tal vez por primera vez comprendí realmente lo que significa vivir la pobreza. Pensamos que las cosas nos pertenecen: el trabajo, los amigos, la casa, las decisiones… pero en un momento tenía que dejarlo todo y preguntarme: “Y ahora, ¿quién soy yo?”». Una pregunta vertiginosa que le ayudó a identificar, entre las múltiples posibilidades que se le ofrecían, la más adecuada. «Siria no apareció de la nada. Había estado en 2017, invitado por los franciscanos que querían abrir un centro cultural en Damasco. La guerra no solo destruye edificios y carreteras, también los vínculos entre personas y la aspiración a la belleza. Ellos querían reconstruir un lugar donde la gente pudiera volver a encontrarse, hambrienta de belleza y de amistad». En realidad, el hilo que lo une a Siria es aún más profundo. Años atrás, en su despacho de Moscú se había presentado Soulaiman, un médico sirio, ortodoxo, que llegó a él por amigos comunes. «Después de más de una hora hablándome con su inglés atrofiado, le pregunté: “¿Qué puedo hacer por ti? ¿Te ayudo a buscar trabajo?”. Él se echó a reír: “No, ya tengo. Lo que busco es alguien que me ayude a caminar hacia Dios”. Nunca había encontrado a nadie que me pidiera algo tan radical. Nos hicimos amigos». Hoy Soulaiman también ha vuelto a Siria y vive con su familia en Damasco. Jean-François y él forman la comunidad de CL en esta tierra marcada por una historia milenaria. No pueden verse demasiado, pues Alepo está a cuatro horas en coche y el país carece de gasolina. «Aquí falta de todo, si quieres tener electricidad para trabajar con el ordenador, cargar el teléfono o lavar la ropa, tienes que comprar generadores. Pero eso me recuerda que la vida no tiene valor por sus comodidades, sino por el significado que descubres. Ya lo había aprendido en Siberia, donde la vida era durísima, y sin embargo allí descubrí mi vocación, viendo a los sacerdotes y a otros Memores Domini que no deseaban estar en ninguna otra parte del mundo».
Su tarea en Siria no ha cambiado. Aquí, donde la gente oscila entre el sueño de marcharse y el odio a Occidente, hace falta coraje para mirar las cosas bellas que hay. «Porque no hay paz sin la experiencia de una plenitud, de una alegría. Para mí, seguir los diversos proyectos significa darme cuenta de que hay otra lógica que rompe la del mal, a la que la guerra nos ha acostumbrado». Las actividades de Pro Terra Sancta van desde intervenciones culturales y educativas hasta otras que tratan de recuperar toda la actividad artesanal que se ha paralizado a causa de la guerra. Jean-François se quedó muy impactado cuando fue al centro de ayuda a la mujer, abierto en la zona musulmana de la ciudad, donde se imparten cursos de alfabetización. Allí conoció a una madre muy joven, embarazada de su quinto hijo. Se había casado con 13 años y no tenía ninguna titulación. «El hecho de no poder ayudar a sus hijos con los deberes la deprimía mucho. Con nosotros aprendió a leer y luego aprobó los exámenes estudiando lo mismo que sus hijos». Su rostro de niña, enmarcado por el hiyab, hoy está cargado de esperanza. Se parece al de muchos ancianos que cada día guardan fila para recibir un plato caliente en el comedor de los franciscanos. Se han quedado solos porque sus hijos se han marchado. Mientras esperan su turno, Jean-François les hace compañía y cruza con ellos algunas palabras en francés. «Son unas 1.500 personas al día. La primera vez que me vieron me rodearon. Me preguntaban: “¿Pero usted está aquí para ayudarnos?”. De golpe respondí: “No. Estoy aquí para vivir con vosotros”. La necesidad es demasiado grande para sentirse verdaderamente útiles, pero puedo decir a esta gente que hay alguien que no les abandona». Eso basta para sostener la esperanza de la gente, es algo que también pudo ver en Moscú. Unas semanas después de que empezara el conflicto, llegó corriendo a su despacho un pianista que había dado varios conciertos en las salas de la Biblioteca del Espíritu. «Se sorprendió de que todos estuviéramos en nuestros puestos y nos dijo: “Gracias por estar aquí, eso es signo de que todo esto pasará. Me da la certeza de un bien que es más fuerte que cualquier desesperación”».
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