En la catedral de Jerusalén se dieron cita amigos de religiones y culturas diferentes. «Todos allí para dar gracias a Dios por una mujercita que Le ofrecía su vida». La historia de María Ruiz, que ha recibido la consagración de manos del cardenal Pizzaballa en los días más oscuros
1 de noviembre. «El evangelio no nos llama a ser héroes, sino santos. Cristo nos invita a seguirlo», dice el cardenal Pierbattista Pizzaballa en la catedral del patriarcado latino de Jerusalén. A cien kilómetros, el fuego de la guerra incendia el cielo. Allí, el ruido ensordecedor de las sirenas y el silbido siniestro de las bombas. Aquí, bajo las bóvedas de la catedral, resuenan los cantos en árabe y los salmos en hebreo. El odio, el terror de una humanidad destruida quedan al otro lado de la puerta. Sentada con la mirada dirigida hacia el suelo delante del altar, una joven española, María Ruiz, que hoy recibe de manos del patriarca su consagración al Ordo Virginum, una forma de consagración que surgió en los primeros siglos del cristianismo. Para esta celebración, han venido muchos obispos y sacerdotes. La iglesia está abarrotada: religiosos, cristianos de rito árabe y hebreo, musulmanes y judíos observantes. Todos amigos de María. Alguno se ha quedado en el atrio porque dentro ya no se cabe. Otros, llamados a filas, han pedido un permiso de unas horas para seguir la ceremonia. «El encuentro con Cristo ilumina nuestras vidas para llevar la luz del Cordero pascual, símbolo de la Resurrección. Esta es la misión de todas las personas consagradas, aquellos que por amor han entregado su vida a Cristo. No es una misión imposible, sino maravillosa, porque nada es imposible para Dios. Sobre todo en nuestra Iglesia actual, tan profundamente herida y sufriente, pero tan ferviente y llena de gracia», continúa el patriarca en la homilía. Al cabo de unos días, un amigo le comenta a María: «En medio de este infierno, esa tarde fue un momento luminoso».
María llegó a Tierra Santa en 2018, por indicación de un padre jesuita, para profundizar en su camino de discernimiento vocacional. Como voluntaria, trabajó en Belén y en otras ciudades, en centros para personas con discapacidad y migrantes gestionados por órdenes religiosas. Pero tiene una gran pasión: el arte iconográfico, al que dedicó en España más de veinte años de estudio con importantes maestros. En 2021, el Patriarcado latino le pidió disponer de su arte pintando imágenes que acompañaran a los libros litúrgicos. «Para mí es un privilegio servir a la Iglesia como artista. El año pasado se publicó un misal con 22 pinturas mías y hay muchos proyectos de futuro», nos dice por videollamada. ¿Proyectos de futuro, allí donde el tiempo parece que solo está definido por las bombas y las decisiones de los “poderosos”? Asombroso. Pero mientras cuenta lo que está viviendo, voy entendiendo mejor el WhatsApp que recibí hace unos días de una amiga que vive en Tierra Santa: «Los mansos heredarán la tierra. El Señor siempre se ha mostrado fiable. Solo podemos creerle».
María forma parte de la comunidad católica de expresión hebrea y participa en la vida de la pequeña parroquia cerca de su casa, de mayoría árabe. Esa es la particularidad del Ordo Virginum: voto de castidad y pertenencia activa a la Iglesia local. Habla del día de su consagración. De la tensión de los preparativos, que cuidó con todo detalle para no herir la sensibilidad de nadie, sabiendo que habría cristianos palestinos e israelíes, y que los unos sabían de la presencia de los otros. «Fue un momento de comunión y diría que profético. Todos estaban allí para dar gracias a Dios por una mujercita que Le ofrecía su vida. Les dio la fuerza necesaria para ver que delante de Dios podemos encontrarnos. Aunque muchos tal vez no fueran del todo conscientes. Pero como me dijo alguno: “He experimentado a Dios”».
Al estallar la guerra, María vio a sus amigos marchar al frente. Vio el odio y el miedo apoderarse de la conciencia de la gente que vivía a su alrededor. Alguien le preguntó de qué lado estaba o si justificaba sus acciones. «Cada uno ve solo su dolor y no el del otro, pero creo que no es tiempo de juzgar ni de discutir. Mi tarea ahora es escuchar a unos y otros porque hoy la gente necesita “llevar” a alguien su dolor. Sufrimos, pero como Cristo en la cruz: con los brazos abiertos, sin distinguir entre buenos y malos. Murió por todos. Se trata de escuchar y rezar intentando dirigir la mirada a Cristo y al evangelio para buscar el camino que nos permita vivir esta situación. Y el hecho de ser “extranjera” me permite tener encuentros imposibles». Por su casa pasan personas de todas las religiones: rabinos, monjes coptos, judíos observantes, cristianos árabes y hebreos, ateos. «Y muchos jóvenes que tienen muy vivo el deseo de acercarse a Dios. Necesitan sentir su presencia y el hecho de que me lo cuenten a mí por ser consagrada no es casual».
El 29 de octubre tuvo lugar la peregrinación anual al santuario de Nuestra Señora Reina de Palestina en Deir Rafat, a medio camino entre Tel Aviv y Jerusalén. Un gesto para el que siempre ha visto llegar a miles de fieles de toda Tierra Santa. Entre ellos, también judíos observantes y musulmanes. Este año, por la guerra, solo los habitantes de Jerusalén y alrededores podían llegar al santuario donde el patriarca Pizzaballa volvió a consagrar Tierra Santa a la Virgen. «Había mucha más gente de la que se esperaba porque necesitaban sentirse unidos bajo la mirada de María, y oír también las palabras de vida del cardenal, que es un padre para todos», cuenta María, que añade con una sonrisa: «Pero creo que la primera “convocante” fue la Virgen».
Mientras escribimos estas líneas, la vida en Jerusalén parece recuperar una cierta normalidad. Reabren los colegios y guarderías, solo que las calles siguen patrulladas por la policía. «Es una normalidad fingida porque la tensión es muy alta. Los judíos no van a la Ciudad Vieja, ni siquiera los no observantes. Es un temor infundado y lo digo porque a mí nunca me ha pasado nada. Por otra parte, tengo amigos médicos árabes que trabajan en hospitales israelíes y viven aterrorizados por las posibles reacciones violentas de los fundamentalistas. Reina el miedo al otro». Luego está la vida de los hermanos cristianos que viven en Palestina. «Les cuesta mucho y debemos apoyarles con nuestra oración». Una gran amiga suya que trabaja en Ramallah (Cisjordania) no pudo ir a su consagración y le confesó por teléfono que tenía miedo a las amenazas de los colonos, y también tenía miedo de sus compañeros, de que alguno pudiera pertenecer a Hamás. Un día le preguntó a María: «¿Qué futuro tenemos aquí?». «Es una mujer con una fe muy fuerte, pero su corazón está herido por lo que le han hecho los israelíes, y al mismo tiempo no confía nada en las autoridades palestinas porque si Hamás toma el poder no cree que los cristianos vayan a tener una vida mejor. Pero yo vuelvo a las palabras de la carta del patriarca: “Cristo ha vencido”. No sabemos cómo acabará esta guerra, pero la esperanza de nuestra vida no cambia. Eso es lo que comunico a todos los que me encuentro». ¿Cómo? «En primer lugar manteniendo mi corazón sereno, en esa paz que solo viene de Cristo. Sin ceder a la gran tentación de decir: “ya no hay nada que hacer”. La fuerza del evangelio es capaz de regenerar cualquier situación y los cristianos lo sabemos porque tenemos experiencia de ello en nuestra vida. Si el otro no es una amenaza, sino una persona, puedes encontrarte con él, dar un paseo juntos, rezar juntos. Parece poca cosa, pero las sociedades avanzan, y en nuestro caso se recuperan, a partir de gestos tan sencillos como esos». Por la consagración le regalaron un caballete, para que siga pintando.
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