Mientras el mundo se divide y los conflictos se multiplican, hay quien no se resigna a la violencia porque la paz es su «pasión». Ante la derrota humana «se afirma el espacio del amor del Padre». Entrevista con Bernardo Gianni, abad de san Miniato, en Florencia
La paz debe construirse sobre la verdad, la justicia, la caridad y la libertad. Esa es la brújula con la que se orienta la Iglesia católica cuando toma en consideración cualquier conflicto humano. Pero cuando se trata de aplicar este criterio a los hechos históricos, cada uno tiene su verdad, con una idea distinta de justicia y una imagen diferente de la caridad. A fin de cuentas, las libertades siempre acaban entrando en conflicto. Lo estamos viendo en Palestina, en Ucrania y en otras muchas guerras olvidadas. Pero los conflictos no solo se dan entre estados y pueblos, la paz es algo que también escasea a nivel social e interpersonal. La guerra empieza en nuestro corazón. La «profecía por la paz» en la que el papa Francisco nos invita a participar tiene que ver con el destino de los hombres. Y es para todos, aunque sean solo unos pocos los que tienen el coraje de emprender este camino. Cuando alguien lo intenta se nota enseguida. Uno de ellos es el abad de San Miniato, Bernardo Gianni, monje nacido en 1968 que, sin renunciar a una vida retirada y en silencio, se ha convertido en una gran presencia en la ciudad de Florencia. Como se pudo ver el pasado 23 de octubre, cuando organizó una procesión con antorchas por la paz en la que no solo participaron el imán Izzedin Elzir y el rabino Gaudi Piperno, sino también el alcalde de la ciudad, Dario Nardella, y representantes de todo el arco político italiano, de un extremo a otro.
¿Cómo surgió la idea de la procesión con antorchas?
Un periodista del Corriere della Sera me provocó, con razón, al enviarme la noticia de una doble manifestación en Florencia: el sábado 14 de octubre pro Palestina y el domingo 15 pro Israel. Mi primera reacción fue de malestar.
¿Por qué?
Jesús dice que cuando tienes que pedir algo a Dios y estás en discordia con un hermano, primero debes hacer las paces con él. Veía que esa división en las calles también suponía la imposibilidad e incoherencia de fondo para pedir algo que me parecía –y me sigue pareciendo, al margen de todas las posturas y sensibilidades– prioritario: el alto al fuego. Sentía la necesidad de ayudar a comprender que la cuestión de la paz y el rechazo de la violencia estaba antes –y también por encima– de cualquier distinción, de cualquier punto de vista y de cualquier exigencia, por razonable y motivada que sea.
¿Qué hizo para convencer a todos?
Traté de pensar en un gesto donde pudieran converger tanto la sensibilidad y el sufrimiento del rabino como del imán. Desde el primer momento se veía que como respuesta a una violencia execrable, injustificable e inhumana por parte de Hamás, la de Israel sería una guerra inaceptable, que afectaría a una cantidad importante de civiles inocentes, niños incluidos. Hacía falta un gesto coral en dos direcciones: solidaridad total con el sufrimiento de ambas comunidades y reafirmación del primado de la paz.
Algunos señalaron que su propuesta no incluyera símbolos cristianos.
Propusimos signos de carácter naturalmente espiritual: el silencio, el fuego, la subida al monte. La meta de San Miniato nunca se puso en discusión. Es un lugar que representa la historia, la belleza y la tradición de Florencia, incluida la inspirada cristianamente en su mejor humanismo. Y yo me presenté así, tal como estoy ahora, con la cruz al cuello.
¿Se siente un pacifista?
Más bien un pacificador. Fue un gesto pequeño, pero inspirado por la conciencia de alguien que, conociendo el carácter inevitable de la violencia, no se resigna e intenta, con la ayuda de la fe y de la esperanza pascual, construir un pequeño puente allí donde sería imposible hacerlo: «bienaventurados los constructores de la paz».
El cardenal Pizzaballa, patriarca latino de Jerusalén, ha escrito a propósito de esta guerra: «Jesús no dice que va a vencer, sino que ya ha vencido. Incluso en el drama venidero, los discípulos podrán tener paz».
En Cristo resucitado es donde centramos nuestro futuro, gracias a la fuerza de la esperanza que nace de Él. De lo contrario, prevalecería el límite insuperable de una criatura que convive con eso que no en vano llamamos “pecado del origen”: nuestro corazón está herido.
¿No se corre el riesgo de encerrarse en un pacifismo irenista, al margen de la realidad?
Es justamente la posibilidad de mirar nuestra debilidad estructural como hombres lo que nos permite no engañarnos pensando que somos nosotros los que ponemos las cosas en orden. La paz es un don de Cristo, no es algo que podamos garantizar nosotros. Una mirada objetiva es la que tiene en cuenta que la realidad está herida, que la historia está habitada por las fuerzas del mal. El cristiano lo sabe perfectamente, pero al mismo tiempo no se resigna. La última palabra no la tiene el mal, la guerra ni la violencia. El enemigo existe y actúa, pero Cristo ya ha vencido.
Pizzaballa añade que «la respuesta de Dios a la pregunta de por qué los justos sufren no es una explicación, sino una Presencia».
Otro rasgo de la contemporaneidad es que todo es como una especie de mezcolanza que ya no nos permite analizar ni distinguir. Ya no sabemos reconocer esa estructura agónica –de lucha– de la realidad. Una perspectiva que contemplamos con agrado desde San Miniato, donde el gran Cristo bizantino del mosaico absidal muestra la participación del amor de Dios en las fatigas de nuestra historia humana: ya no con la cruz, sino con el sufrimiento de una gestación cuyo fruto serán los cielos nuevos y la tierra nueva de la que habla el Apocalipsis.
¿De dónde le viene esa “obsesión” por la paz?
Yo lo llamaría pasión. Porque nace del hecho de que, en una comunidad monástica, un abad es el pacificador por excelencia. Yo soy abad en calidad de siervo de la comunión de mis hermanos, que el Señor dona a mi comunidad, pues la comunión es un don que viene de lo alto. Es sentirnos amados por el Padre para conformarnos en Cristo con el Espíritu Santo, y ese paso es exactamente lo que nos constituye como hermanos, porque somos hijos. Tengo que velar para que estas dinámicas de autenticidad en Cristo no se vean desmentidas, debilitadas o dañadas por nuestras durezas, puntos de vista, egoísmos o agresividades, que existen, porque existen. Ayer una mujer me hizo enfadar porque fue a quejarse de mí al cardenal porque aquí no celebramos bodas. Y le grité un poco. Por la noche, tal vez más por mí que por ella, fui a pedirle perdón, pero eso nos muestra que hasta un “pacificador”…
…puede perder la paciencia.
También surgen en mí esos instintos de agresividad, que se deben al hecho de que todos estamos asustados, todos estamos en tensión. Es un dato que afecta también a esa dimensión insuperable de nuestro límite. El cristianismo es la aventura de una Gracia que trabaja en ese límite, que encuentra una colaboración indudablemente especial y desinteresada en los testigos de la santidad de Dios, que se convierten ellos mismos en santos. Pero es un dato de hecho: tenemos esa dialéctica interna. Lo mejor es que, en la medida en que no te resignas, buscas –aunque sea muy banalmente– la forma de restaurar ciertos vínculos, intentando incluso combinaciones que el Señor te puede sugerir… Las cosas pueden cambiar.
Muchas veces da la sensación de que la verdad es un problema. Parece que creer en una verdad genera violencia. Sucede en una familia, en una comunidad, en una ciudad, entre estados… ¿El pacificador debe renunciar a afirmar la verdad?
Hay otra palabra que pertenece al léxico del evangelio y concretamente a la vida benedictina: humildad. Solo puedes ser pacificador si partes de la conciencia de que los fundamentos de la paz que llega de lo alto tienen que estar en el humus, en la tierra. Entonces te pones de rodillas, te pones a excavar, es decir, creas unas premisas que te obligan, a ti y a los tuyos, al menos a redimensionar el punto de vista de cada uno. Para entender que su verdad también es tuya, y muy difícilmente puedes llegar a pretender –sobre todo a corto plazo, como debería dictar una agenda preocupada por el alto al fuego– no tanto tu propia verdad sino el hecho de que al otro lado también hay una verdad que no necesariamente elimina la tuya, sino que muestra su complejidad y su provisionalidad, sobre todo en ámbitos que no son “dogmáticos” sino geopolíticos. Todavía podemos vivir con ilusión por crear una modernidad mejor…
¿Qué quiere decir?
Creo que lo que sucede continuamente en el mundo desmiente la pretensión de un progreso humano basado exclusivamente en derechos y deberes. Vemos por todas partes conflictos donde chocan derechos o deberes opuestos. A pesar de todos nuestros “magníficos y progresivos avances”, rara vez el criterio de la gestión de conflictos es la razón, la mayoría de las veces se trata de un impulso reivindicativo. Estamos demasiado convencidos de que la violencia puede reparar la injusticia sufrida y eso demuestra que un pretendido humanismo autorreferencial no es capaz de generar un futuro mejor. El evangelio, en cambio, nos invita a creer en la razonabilidad y credibilidad del Dios-amor. Solo podemos amar porque nos reconocemos amados desde el principio. Don Giussani usa una expresión preciosa: «haber sido queridos». Si centras el amor de Dios en Cristo Jesús, adquieres una visión de lo humano que –si Dios quiere– puede llevarte un poquito más allá de esas perspectivas mundanas a las que el papa Francisco se refería en su discurso sobre el humanismo en Cristo en el congreso de Florencia de 2015…
¿El del Ecce homo?
Exacto. El Ecce homo como respuesta al homo homini lupus. Todo lo humillado que se quiera –más aún, humillado por definición– el Ecce homo es la imagen de la victoria de la que habla Pizzaballa. En esa derrota humana se afirma el espacio de la victoria del amor del Padre y por tanto del rescate de nuestra humanidad, que no nos llegará por las armas ni por los ídolos que nos esclavizan. En la denominación de vuestro movimiento –Comunión y Liberación– están las dos palabras clave: comunión vertical con Dios y amistad horizontal con los hermanos son las condiciones para la liberación de las cadenas del pecado original. No decimos estas cosas para sentirnos mejor, sino para recuperar toda la belleza y el esplendor de nuestra misión.
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