Una minoría “invisible” se hace cargo de todos en virtud de una fe que «no es una emoción». Desde la acogida de los desplazados hasta la compañía cotidiana del Papa. ¿Cómo viven los cristianos en Gaza? El padre Gabriel Romanelli está al frente de la única parroquia católica de la Franja
En la pobre iglesia de la Sagrada Familia de Gaza, la única parroquia católica en toda la franja, las voces de los niños se alternan con el silbido de los misiles. De rodillas, todas las mañanas, encomiendan a Jesús sus oraciones. Lo hacen, según cuenta el párroco, el padre Gabriel Romanelli, con la confianza propia de los niños. Los mayores los miran. Los miran sus padres –a los que les gustaría poder ponerlos a salvo pero no pueden–, los miran sus catequistas, las monjas, el vicario, el padre Youssef, los miran los más de 700 desplazados acogidos entre esas paredes.
Y también los mira el Papa.
«Todos los días, desde que empezó esta guerra, el Santo Padre se conecta con nosotros para rezar juntos y darnos su bendición. No tenemos otra fuerza que la de celebrar la santa misa diaria. De ahí nace nuestra certeza. Porque para nosotros la fe es una certeza. No es una sensibilidad ni una emoción. Para nosotros la fe es la certeza de que si Dios está permitiendo esto, es para un bien mayor. Un bien que nosotros no vemos inmediatamente porque tenemos los ojos anegados por las lágrimas, a veces somos incapaces de oír lo que nos susurra el Espíritu Santo porque el ruido de las bombas y los gritos parece más fuerte. Pero cuando hablo con mi gente, puedo asegurar que nunca percibo odio. Los niños también lo saben. Tienen miedo, sí, pero es un miedo que saben a Quién pueden confiar. Nuestra esperanza concreta está en Cristo que ha nacido, nos ha elegido como amigos suyos y ha muerto por nosotros». El padre Gabriel Romanelli nos responde con una sonrisa cansada pero constante en esta entrevista que iba a durar unos minutos y que afortunadamente duró más de una hora a pesar de los apagones y gracias a la paciencia de un sacerdote que no tiene nada más que ofrecer que «cada instante que el buen Dios me concede vivir». Se conecta desde Jerusalén porque de momento le han impedido volver a Gaza, pero está constantemente en contacto con los suyos.
Cuenta que hace un año, precisamente durante la Navidad, se hizo un censo con el número de cristianos en la franja de Gaza. «Éramos 1.017. Tras el estallido del conflicto, quedamos 999. Todos hemos perdido a alguien conocido, a todos se nos ha pedido misteriosamente estar frente al dolor y la muerte. Y también ante las preguntas que surgen inevitablemente cuando ves con tus propios ojos el sufrimiento de los inocentes, de quien no tiene ninguna culpa». Está hablando de los niños que van a los colegios gestionados por la Custodia de Tierra Santa, de las familias que ha casado y ha visto crecer con los años, de los ancianos y de muchas personas con discapacidad (entre los que hay un nutrido grupo de niños) que atienden las hermanas de la Madre Teresa. «La discapacidad no es un problema secundario –explica– porque cuando se vive confinado dentro de un territorio del que es dificilísimo entrar o salir, muchas veces hay matrimonios entre personas emparentadas y las consecuencias son fácilmente imaginables».
La parroquia latina es pequeña, 135 católicos en total, pero está muy unida y activa. Esa presencia se concreta sobre el terreno con tres colegios católicos abiertos a todos, diez grupos parroquiales y numerosas actividades al servicio de toda la población gazatí: desde asistencia sanitaria para ancianos y discapacitados, a reparto de bienes de primera necesidad o atención a los llamados “niños mariposa”, afectados por una rara enfermedad genética, la epidermólisis bullosa, que provoca graves lesiones en la piel y en las mucosas internas. Por todo ello, la comunidad cristiana, aunque suponga una minoría invisible, es muy querida por todos.
El padre Gabriel también es muy conocido en Tierra Santa, donde primero estuvo como profesor del seminario del patriarcado y luego como párroco en Gaza junto a su amigo Youssef y dos hermanas de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará. «Son dos hermanas gemelas de Perú que se consagraron hace treinta años y que por primera vez han coincidido en la misma misión».
Su llamada al sacerdocio llegó pronto, a los 12 años. «Vivía en Buenos Aires. En la parroquia y en mi familia todos los días rezábamos por la gente que sufría bajo la opresión de la Unión Soviética. Hacíamos el Via Crucis los viernes y cada estación se ofrecía por un país o grupo de países donde los cristianos eran perseguidos, las iglesias destruidas, los obispos asesinados y los laicos martirizados. Respirar esto desde niño alimentó mi deseo de ser misionero. A los 18 años entré en el seminario de la congregación de San Rafael. Al poco tiempo di mi disponibilidad para irme a servir a algún país de la antigua URSS o a China, pero mis superiores me propusieron Palestina. La tierra de Jesús. Me sorprendió, creía que era una meta para sacerdotes más experimentados, en el fondo solo tenía 25 años, pero justo en ese momento mi superior había llamado al entonces patriarca Michael Sabbah para decirle que nuestra orden no podía ofrecerle ayuda material pero, tras recibir por gracia de Dios el don de algunas nuevas vocaciones, las ponía a su disposición para servir a lo que Juan Pablo II había definido como “la Iglesia mártir de Jerusalén”».
Después de 28 años, este sacerdote sigue allí. Ha visto cómo las tensiones se reavivan periódicamente, ha conocido los agravios y razones de todas las partes implicadas, pero sobre todo ha visto florecer la presencia cristiana en Tierra Santa. Incluso ahora. «Parece una contradicción, lo sé. Estas semanas muchos de nosotros han perdido de forma violenta a sus seres queridos, sus casas, sus actividades. Los bombardeos ni siquiera han respetado a las iglesias, como la antiquísima de San Porfirio que albergaba a cientos de desplazados. La gente vaga por las calles asustada, aquí no hay refugios anti-misiles, hay cortes de agua y de energía, pero el odio no logra hacer mella en el corazón de los fieles. No sucedió antes y no sucede ahora. Por eso tiene tanto valor la presencia cristiana. Afirmamos una lógica, la lógica de la cruz, que es la única capaz de dar esperanza. Hay que abrazar la cruz, venga como venga».
¿Qué quiere decir? ¿Cómo es posible abrazar el cuerpo frío de un hijo asesinado y perdonar? Las preguntas bullen, con insistencia y nerviosismo. Pero la respuesta es calmada. «El dolor es enorme, y se nos pide atravesarlo, vivirlo. Antes o después, se nos pide a todos. A todos, en cualquier circunstancia. Hasta Jesús estuvo solo en Getsemaní, él también tuvo miedo, lloró y se sintió solo, pero en la Pasión lo ofreció todo por el bien del mundo: “No como yo quiera, sino como tú quieras”. ¡Esa es la revolución! Lo que nos salva no son nuestras lógicas. Para que nuestra fe crezca, para que podamos resistir incluso cuando todo parece oscuro, Dios nos ha ofrecido una amistad. Él nació y vino a esta tierra para compartir: comía con los pescadores, caminaba con la pobre gente, hablaba con los niños. Ofreció una compañía y eso ha generado bien. Dos mil años después, con el mismo método, idéntico, nosotros podemos conocerlo y reconocerlo cuando nos llama para que amemos, perdonemos, sirvamos. No es difícil imaginar con qué facilidad podemos experimentar aquí el odio o el rechazo de ciertas personas. Pero sucede algo que resulta milagroso: no damos espacio al odio sino a Dios. Nosotros, que vivimos en comunión con Él, hacemos todos los días una hora de adoración, nos confesamos, celebramos la santa misa, y de ahí sacamos nuestra fuerza. Así podemos estar siempre al servicio de todos: musulmanes, drusos, hebreos… Siempre que acogemos a alguien en casa, en una iglesia o en un colegio, sabemos que estamos acogiendo a Jesús con su misteriosa presencia. Hoy no es diferente, con más de 700 desplazados. Él nunca deja de venir a nuestro encuentro».
«El perdón –sigue diciendo– es algo revolucionario, pero es fruto de una fe arraigada. Si nuestra fe no fuera más que pura emoción, hoy no podríamos perdonar ni esperar, seríamos presa de la desesperación. El dolor es grande, pero nunca he oído a nadie maldecir a Dios. Jamás. Hace unos días una profesora católica de uno de nuestros colegios escribió una carta impresionante. Había perdido a sus padres en un bombardeo en el que ella resultó herida y ahora vive en la parroquia con nosotros. Al final de la carta le pide a Dios que la ilumine, que la ayude a no ceder ante la rabia. Termina diciendo: “Dame tu misericordia. Y gracias”. Da las gracias a Dios. Eso no significa que este sea un pueblo de locos o de resignados. Pedimos soluciones concretas como la apertura de corredores humanitarios y el fin de la guerra, seguimos apoyando con el Papa la solución de “dos pueblos, dos Estados” y que se reconozca un estatus especial para Jerusalén, aunque sabemos que es una propuesta difícilmente realizable de momento. Estamos sufriendo porque amamos mucho. Cuanto más grande es el amor, más grande es el dolor. Pero el calvario no es el final. El consuelo que experimentamos es más fuerte. Porque el calvario nos acerca a la sepultura de Cristo, nos acerca a su Resurrección. Nos sentimos abrazados por Cristo. Como decía el cardenal Pizzaballa, rezamos y ayunamos con vosotros para poder devolver este abrazo que no queremos perder nunca».
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