La diplomacia vaticana a prueba en la “tercera guerra mundial a trozos”. La tarea de los cristianos y una crisis radical de confianza. Una entrevista con el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado de la Santa Sede
El conflicto entre Hamás e Israel ha añadido una trágica pieza a esa “tercera guerra mundial a trozos” que el papa Francisco lleva años denunciando. La violencia armada se extiende y cada vez parece más difícil reconocer que el otro pueda ser un bien. ¿Qué permite salir de esta espiral de violencia? ¿Cuál es la tarea de los cristianos? Responde el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado vaticano, empeñado –con toda la Iglesia– en recomponer las muchas heridas que están desgarrando el mundo.
Hay numerosos escenarios en guerra y en muchos de ellos parece que el máximo objetivo posible de la actividad diplomática es una reducción de las hostilidades más que un verdadero camino de reconciliación. ¿Qué paz está construyendo la Iglesia, llegando hasta la acción de la Secretaría de Estado vaticana?
La diplomacia es el instrumento del que dispone la comunidad internacional para buscar una solución pacífica a los conflictos, mediante el diálogo y la negociación entre las partes implicadas. Claro que, como cualquier obra humana, tiene sus límites y a veces, por desgracia, no logra lo que intenta. Pero diría que ya una reducción o, más aún, el cese de las hostilidades es un resultado positivo que no debemos despreciar. Se trata de un primer paso, necesario aunque insuficiente, al que debe seguir un camino de reconciliación que tienda a construir una paz justa y duradera. La Iglesia, que desde el principio la contempla como uno de los medios para llevar a cabo su misión en el mundo, sigue confiando en la diplomacia. ¿Qué sentido tendría si no encontrarse con los responsables políticos, jefes de Estado y de gobierno y demás autoridades después de una audiencia con el Santo Padre, tarea a la que se da tanto espacio en las actividades de la Secretaría de Estado? ¿Qué sentido tienen si no los viajes a tantas ciudades y la participación en los organismos internacionales?
¿Qué piden a los líderes cuando se reúnen con ellos?
A todos aquellos con los que nos encontramos no hacemos más que recordarles, adaptándolos a las situaciones locales, los principios de la Doctrina social de la Iglesia sobre la paz, que beben abundantemente del magisterio conciliar y pontificio. Pienso, por ejemplo, en los números 77 y siguientes de la Gaudium et Spes, el documento del Concilio ecuménico Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo («La paz no es la mera ausencia de la guerra…»), en la encíclica Pacem in terris de san Juan XIII, que fundamenta el edificio de la paz sobre los cuatro pilares de la verdad, la justicia, la libertad y el amor, en la Populorum progressio de san Pablo VI y en la rica enseñanza del papa Francisco, resumida en Fratelli tutti. Puntos en los que insistimos mucho, siguiendo al actual pontífice, son el desarme, la superación de las injusticias y desigualdades, el perdón y la fraternidad. ¡La “débil potencia” de la palabra! Creemos que es necesario sembrar, para recoger cuando y como el Señor quiera, y no perder nunca la esperanza. En dichos encuentros políticos nunca falta el ofrecimiento de nuestra disponibilidad, según la naturaleza propia de la Santa Sede y los límites de sus posibilidades, para contribuir activamente con medios diplomáticos a abrir vías concretas de reconciliación y de paz.
El papa Francisco insiste en que «la guerra siempre es una derrota». ¿Entonces no hay “guerras justas”, ni siquiera cuando uno es atacado?
Toda guerra es siempre una derrota, pues todas siembran muerte y destrucción, alimentando sentimientos de revancha y venganza. Por tanto, no hay guerras justas y guerras equivocadas. Sin embargo, este juicio negativo sobre la guerra no impide el derecho a la legítima defensa de la parte agredida en un conflicto. Además, el Catecismo de la Iglesia católica recuerda que «la defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar prejuicio» y establece que «los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad» (CCC 2265). Aun así, hay que tener presente que el derecho a la legítima defensa debe tender ante todo a salvaguardar la vida de quien ha sufrido la agresión y siempre debe ser proporcionado a la ofensa recibida.
La Iglesia invita incesantemente a no dejar de rezar y pedir a Dios que toque el corazón y la mente de los combatientes y de sus jefes. Hay quien ha denunciado el riesgo de que la oración pueda convertirse en un pretexto para marcar una “equidistancia inoportuna” o para evitar valoraciones morales. ¿Por qué no es así para un cristiano? ¿Cuál es su experiencia y dónde ve signos de esperanza con todo lo que está pasando?
A propósito de la oración, me vienen a la mente las famosas palabras de san Juan Crisóstomo: «El hombre que reza tiene sus manos en el timón de la historia». La oración, por tanto, es una fuerza activa que concurre hacia la transformación de la historia, en el sentido de acercarla cada vez más a ese Reino de los cielos que el Señor Jesús ha venido a instaurar en la tierra y que se consumará en cambio tras su regreso glorioso al final de los tiempos. No puedo compartir por tanto esa opinión de que la oración pueda ser un pretexto «para marcar una equidistancia inoportuna o para evitar valoraciones morales». La oración es siempre un posicionamiento: posicionamiento a favor del bien, de la justicia, del amor, y en contra del mal, la injusticia y el odio en cualquier forma que se presenten. Por ejemplo, es interesante señalar que en ciertos momentos de la historia y en ciertos lugares del mundo se prohíbe incluso recordar en la oración a ciertas personas y situaciones, pues algo tan simple se considera como una “eversión” del orden o sistema establecido. También quiero subrayar la eficacia de la oración y, por tanto, su necesidad. Porque, como recuerda el Concilio Vaticano II, todas las tensiones y conflictos del mundo nacen por un profundo desequilibrio en el corazón humano. Un desequilibrio que va unido al primer pecado, la desobediencia a Dios, y se ahonda con nuestros pecados personales. ¿Quién puede intervenir para sanar el corazón humano, curarlo y pacificarlo sino el mismo Dios? ¡Él es el médico que opera en lo más hondo! Y ha querido que la obra de su gracia sea invocada incansablemente con la oración. Yo confío en la diplomacia pero, al menos para nosotros, solo si va acompañada por la oración. Ese es el fundamento de la esperanza: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27).
En Oriente Medio, desde los años 40, la Santa Sede ha apoyado la conveniencia de la solución “dos pueblos–dos estados” con un estatus especial para Jerusalén, en línea con los Acuerdos de Oslo de 1993, como también se ha señalado estos días tan trágicos. ¿Esa solución sigue siendo viable?
Como ha reiterado varias veces la Santa Sede estos días, la solución “dos pueblos–dos estados” es la solución política más urgente, en cuanto las condiciones lo permitan, porque responde a una aspiración legítima de israelíes y palestinos: tener una nación propia y vivir juntos en paz, seguridad y estabilidad. Además, un estatuto especial garantizado internacionalmente para la ciudad santa de Jerusalén permitirá que los fieles de las tres religiones monoteístas tengan los mismos derechos y deberes, y que se respete el acceso a sus respectivos lugares santos, según el status quo, allí donde se aplique. Naturalmente, no es algo que se pueda improvisar. Hace falta un cuadro normativo claro que ambas partes deben respetar, como los Acuerdos de Oslo intentaron promover, pero también hace falta confianza mutua, que por desgracia ahora está bajo mínimos históricos, si no completamente anulada. De hecho, estos días estamos asistiendo a un cambio –inesperado y brutal– en el curso de la cuestión palestino-israelí. El ataque terrorista del 7 de octubre de 2023 por parte de Hamás y otras organizaciones contra la población israelí, absolutamente injustificable e inhumano, ha generado un grandísimo sufrimiento entre los israelíes y hará falta mucho tiempo para sanar esas heridas. Pensemos en las 1.200 personas asesinadas cruelmente, en los cientos de heridos, en los casi 240 rehenes, en los miles de israelíes que han tenido que dejar sus casas porque vivían demasiado cerca de las zonas en conflicto. Pienso mucho en la desesperación de las familias de los rehenes, entre los que hay ancianos y niños incluso recién nacidos, rezo y deseo que sean liberados inmediatamente, como ha reiterado el Santo Padre. También hará falta mucho tiempo para superar el sufrimiento de los palestinos tras la respuesta militar del ejército israelí en Gaza. Pensemos en los más de 10.000 muertos, en los cientos de miles de heridos, en el millón de palestinos desplazados hacia el sur de Gaza. También aquí los niños, ancianos y civiles son los que están pagando terriblemente las consecuencias. La situación humanitaria que se ha creado es muy grave. Ni los colegios, ni los lugares de culto, ni siquiera los hospitales son lugares donde poder estar a salvo, debido a una trágica lógica de la guerra que no es capaz de preservarlos. Me preocupa mucho que la población de Gaza pueda recibir toda la ayuda humanitaria que necesitan para sobrevivir. Ahora más que nunca, la liberación de todos los rehenes y el alto al fuego podrían ayudar a que la situación no empeore aún más, evitando una extensión del conflicto que lo haría aún más inaceptable. Tanto sufrimiento hará sin duda muy difícil cualquier negociación y cualquier solución, pero si se pudiera partir del concepto de la sacralidad de la vida, se podría recuperar el sentido de la humanidad y de la necesaria fraternidad.
En las sociedades actuales prevalece una “lógica de bandos”. En los debates públicos y en las manifestaciones parece que no hay más alternativa que dividirse, o al menos reducirlo todo a “errores y aciertos”. Pero esta postura ahonda las heridas, ¿cómo salir de esa espiral que lo envenena todo?
Por desgracia, así es. Vivimos en un mundo polarizado, en una sociedad cada vez más dividida y contrapuesta. El papa Juan decía que debemos buscar lo que une más que lo que divide, y sigue siendo cierto en la situación actual. Se están haciendo grandes esfuerzos en este sentido. No debemos olvidarlo para no caer en un pesimismo destructivo e incapaz de ver todo el bien que, a pesar de todo, aflora a nuestro alrededor. Pero el mal que mina nuestra vida de raíz, las relaciones entre personas, entre grupos y naciones, es en mi opinión la falta de confianza. Ya no nos fiamos unos de otros y erigimos barreras para defendernos, para refugiarnos y protegernos. Ya no reconocemos en los otros su buena fe o su buena intención. Todo eso se ha traducido y se traduce, a nivel internacional, en la crisis del multilateralismo. El Papa diría que el antídoto contra esta situación, que me atrevería a calificar de “trágica” porque genera y alimenta los conflictos, es el encuentro y el diálogo. Hay que evitar las simplificaciones, no caer en el maniqueísmo, en la propaganda unilateral, en la histeria bélica, en la mentira, y practicar la apertura hacia el otro, verlo como un hermano (¡ese es el tema de la Fratelli tutti!) y no como un adversario al que vencer o sobre el que prevalecer a toda costa. Abrirse a las razones del otro, intentar entenderlas, asumir el dolor del otro y de los otros, hacerlo nuestro, sentirlo en nuestra propia carne. Esa era la invitación que nos hacía el cardenal Martini tras su estancia en Jerusalén, en relación al conflicto palestino-israelí. He visto que muchos se han referido a ese llamamiento estos días y me parece muy bien porque, en mi opinión, esa es la vía maestra para empezar a salir de los callejones en los que nos encontramos. A fin de cuentas, la redención del género humano empezó justamente compartiendo el dolor y el sufrimiento de los hombres por parte del Hijo de Dios –y por tanto del mismo Dios– que cargó sobre sus hombros todo lo que era nuestro, excepto el pecado. Nosotros los cristianos no tenemos otra opción más que seguir con confianza el camino indicado por nuestro Maestro y Señor.
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