Los versos de Leopardi con esa desproporción tan parecida a la que él sintió cuando nació su hija. Y esa pregunta de Giussani que siente dirigida a sí mismo: «Pero Juan José, ¿no es más grande amar el infinito que maldecirlo?»
Queridas y radioactivas damas y caballeros:
Supuestamente me encuentro aquí para presentar la biografía de una persona excepcional, respondiendo a la invitación de un amigo. Es cierto. Pero mi verdadero propósito es desvelar una conspiración.
La mayoría de ustedes no habrán oído hablar nunca de ellos, pero créanme, están en todas partes. Entre sus miembros militan rectores y académicos de número, abogados, economistas, médicos, arquitectos, profesores universitarios, editores, teólogos e incluso científicas que investigan en física de partículas. Su misión es conquistar el mundo, pero sus técnicas son sutiles. Más que predicar, prefieren dar trigo. Algunos de ellos escriben novelas feministas, donde rescatan personajes como Salomé, la denostada asesina del Bautista, del severo juicio al que la han sometido dos mil años de patriarcas. Otros derrochan generosidad personal, que va desde servir comidas calientes como voluntarias en comedores públicos, hasta visitar enfermos y ancianos, incluyendo casos extremos de familias numerosas que aumentan el número de hijos que tienen adoptando a un ángel. Conozco a un cura, especialista de la Peshita que se pasó lo peor de la epidemia del Covid en un hospital, jugándose la vida, codo con codo con los sanitarios cuyo heroísmo olvidamos al día siguiente de vacunarnos. Conozco a cierto abogado que me tienta con interminables paseos por el Manzanares, mientras conversamos sobre todo aquello que es bueno y es bello y se pierde y nos duele. Desde que estoy en tratos con esta banda de locos (los he denunciado como tales en mi último artículo en Huellas), ninguno ha tratado de convencerme de nada, al contrario, parece bastarles con ofrecerme una amistad gratuita. Ese detalle les delata, ¿quién da hoy algo a cambio de nada?
Queridas y radioactivas señoras y señores, ¿cuál no sería mi sorpresa al encontrar a mi admirado Giacomo, al camarada Leopardi por todas partes en la biografía de don Giussani que nos presenta Fernando de Haro? Apenas había avanzado en el primer capítulo y ya me golpeaban las líneas: «Naturaleza humana, ¿cómo si polvo y sombra eres, si eres frágil y vil, sientes tan alto?». Y un poco antes: «¿Para qué tantas luces? ¿Qué hace el aire sin fin y esa profunda serenidad? ¿Qué quiere decir esta inmensa soledad? ¿Y yo quién soy?».
Infinitos deseos, o quizás deseo de infinito, la pregunta que Leopardi se plantea, la misma que me planteaba yo cuando escribía, hace ahora exactamente diez años, en el cumpleaños de mi hija Irene: «Si somos solamente sombras, ¿por qué tanto amor entonces? ¿Para qué tanta belleza?».
Responder a Leopardi y al que les habla y a todos los hombres que han mirado al cielo en una noche estrellada o han abrazado a sus bebés contra el pecho, es lo que se propuso ese cura flaco y algo enfermizo, rebelde, nervioso, incombustible, magnético y chiflado que se llamó don Giussani. El libro nos pasea, casi en volandas, por su vida, una vida en la que cuesta tanto detectar la obsesión con el “yo” que nos define en estos tiempos de miseria, que la única explicación razonable es asumir que don Giussani no era una persona. Ya les avancé que mi intervención de hoy contendría revelaciones. El Don no podía ser un hombre, fue claramente una iA, programado para servir a los demás, como aquel otro que deambulaba por Galilea predicando el amor a los niños y multiplicando los panes y los peces. Para un experto es fácil desenmascarar a ambos. Demasiada compasión, ausencia de egoísmo, la empatía, ese amor indiscriminado al prójimo: «Lo único que siento es que la esencia de la vida, de las aspiraciones, de la felicidad, es el amor. Un amor infinito, inmenso, que se ha inclinado hacia mi nada».
Lamento desilusionarles, pero los humanos no somos así. Si tienen alguna duda de nuestra verdadera naturaleza, lean las noticias o siéntense un rato a contemplar cómo los misiles caen sobre los niños de Israel y de Palestina. ¿Creían que el Holocausto no se repetiría jamás? Piénselo mejor. El Holocausto está siempre a la vuelta de la esquina.
Hay una escena impresionante en la que el joven Giussani está confesando al principio de su magisterio. Un joven se arrodilla, supuestamente con ánimo de confesarse, pero en realidad se trata de una impostura. El muchacho asegura que la verdadera estatura del hombre es la del Capaneo de Dante, uno de los personajes de la Divina Comedia que Dios encadena en el infierno. Capaneo está condenado para toda la eternidad, pero no se arrepiente. Desde el infierno maldice a Dios a garganta rota y este no puede hacer nada por impedirlo. El joven se identifica con Capaneo. Yo también, sobre todo estos días. Por eso, al leer esa escena me pareció que el cura me hablaba a mí, cuando contesta: «Pero Juan José, ¿no es más grande amar el infinito que maldecirlo?».
Un poco más adelante, Giussani sorprende a una pareja joven besándose. No es que le parezca que hagan nada malo, tan solo se pregunta qué tiene que ver el deseo juvenil con la escala del cosmos. Literalmente, «el problema es si se besan teniendo conciencia del universo». ¡Semejante osadía! Giussani pedalea en su enorme bicicleta y cavila que el problema es besarse teniendo conciencia del universo. El que les habla sabe perfectamente a lo que se refiere. Así besé a mi esposa, una noche de hace treinta años, bajo las estrellas del Jura. Así besé a mis hijos tantas veces, así los sigo besando y cada vez que lo hago no solo tomo conciencia del universo, sino que, por un instante, veo los ángeles que lo pueblan.
Queridas y radioactivas señoras y señores. Hace ahora casi cien años, el gran físico Wolfang Pauli escribió una carta a los participantes del congreso de Tubingen, saludándoles con esta misma fórmula, que en alemán se lee así: Liebe und radioaktive Damen und Herren. En esa carta, postulaba la existencia del neutrino, un fantasma, como un «remedio desesperado» para salvar la ley de conservación de la energía. Es importante entender que la palabra “desesperado” venía a cuento. Algunos físicos son creyentes, otros no. Pero todos profesamos una fe inquebrantable en el hecho de que la energía ni se crea ni se destruye, tan solo se conserva. Para salvar esa fe, Pauli propuso una entelequia, un ser imaginario, un unicornio, un pedacito de nada o de deseo. Cien años más tarde, su seguro servidor se gana la vida estudiando sus propiedades.
Quizás no solo exista un principio de conservación de la energía, sino también un principio de conservación de las almas y la partícula que es necesario postular para que ese principio sea verdadero es el Dios que se nos escapa a Leopardi y a mí y que don Giussani veía en todas partes. Ojalá así sea y los físicos del futuro (un posible futuro en el que la ciencia y la teología dejarán de ser extrañas) estudien las propiedades de esa partícula esencial: belleza, compasión, amor y la curiosa capacidad de colmar nuestros infinitos deseos, nuestros deseos de infinito.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón