Amazonia. «Ya no puedo ir a visitar a los presos sin mirar en profundidad a cada uno de ellos». El testimonio de un juez de la sección penal del Tribunal de Macapá
He estado reflexionando sobre la pregunta de este gesto, que es también mi pregunta: ¿la fe puede responder a las necesidades del hombre contemporáneo? Mi encuentro con el movimiento, con esta experiencia cristiana, con el carisma de don Giussani, tuvo lugar en la universidad. Allí descubrí que era posible afrontar cualquier situación y responder a desafíos grandes y pequeños, partiendo de la fe. Se trataba de un encuentro sencillo con personas que estaban en la universidad, pero me impactaron porque no hablaban de la fe como un “creer” sino como una inteligencia que me provocaba y me atraía: la fe como método de conocimiento indirecto. Eso atrajo toda mi atención, no solo porque tenía curiosidad por saber qué era de verdad la fe, qué era de verdad la razón, sino porque con esta mirada, con esta inteligencia para explicar la fe, podía ponerme delante –y lo sigo haciendo– de todas mis dificultades. Podía captar los signos de una humanidad nueva, de una inteligencia que mis amigos me mostraban. Por ejemplo, a la hora de elegir mi carrera profesional. De hecho, mis amigos me ayudaron entonces a tomar la decisión de entrar en la magistratura. Yo no podría afrontar este trabajo si no hubiera tenido aquel encuentro.
Siendo ya magistrado y después de quince años pasando por varias secciones, conociendo las virtudes y defectos de esta carrera, acabé en una sección que a muchos de mis colegas no les gusta demasiado: tribunal penal. Allí nos ocupamos precisamente de esa minoría de personas que la mayoría no quiere ni ver, no quiere mirar, no quiere tener delante. No quieren malgastar ni un segundo de su trabajo en ellos porque han cometido el mal y representan el mal dentro de nuestra sociedad. Acompañado por el camino del movimiento, he podido permanecer en esta sección y en este tribunal. Los desafíos son enormes porque te consumen. Pero afrontando mi trabajo, tratando de profundizar en lo que encontré hace 23 años –la fe como un conocimiento indirecto– decidí permanecer en ese lugar donde los jueces pronuncian sentencias, conceden reducciones de pena, libertad condicional u otras medidas a los que cumplen condena… pero también percibía un inmenso malestar, porque no me bastaba con hacer solo eso.
Así que empecé a buscar otras experiencias y me encontré con Apac, un método de gestión de “cárcel sin carceleros”. Cuando entré en mi puesto solo había diez plazas disponibles para las Apac, luego subieron a veinte, pero la fe responde a las exigencias, responde realmente a la realidad, a los desafíos, nos da una inteligencia nueva, y eso hizo que ese número siguiera creciendo.
Todo es muy concreto. Pensaba en la historia que había vivido hasta entonces, cuántas cosas había visto, había sido testigo de muchas obras de caridad, amigos que construían lugares donde se acompañaba a los niños con sus estudios o donde se ofrecían microcréditos. Sin duda todo eso me ayudó a no conformarme con veinte plazas. Llegamos a quinientas y eso transformó la ciudad donde vivo, Macapá.
La experiencia de la fe me ha permitido encontrarme con los más marginados. Como juez, me encuentro con gente que está en la cárcel con una condena definitiva, en la última celda, en la más oscura, por haber cometido innumerables crímenes. En la época en que estábamos introduciendo el método Apac, yo estaba buscando veinte personas que pudieran ocupar las plazas disponibles. Encontramos a esas veinte personas, todas con condenas muy largas. La pena más leve era de 23 años y la más severa de 98. Esas personas habían hecho cosas muy graves. Pero las trasladamos.
Normalmente, cuando visito un centro Apac o una cárcel normal, los presos aprovechan para pedirme cosas. Quieren consultar su expediente, ver a la familia, conseguir un colchón, un kit de higiene, ropa, un permiso temporal para poder salir…
Un día se me acercó un preso amigo, llamado José y condenado a 98 años, y me dijo: «Doctor João, ¿tiene dos minutos?». Pensé: «Va a pedirme algo, pero vale». Así que respondí: «Tengo incluso cuatro. Charlemos un rato». Esperaba que fuera a contarme algo sobre su caso, que me preguntara por el juicio. Pero él empezó a contarme que después de 23 años en la cárcel –23 años, cinco hijos– nunca había vuelto a ver a dos de sus hijas hasta su traslado a Apac. ¿Cómo era posible? Una hija de doce años y otra de siete. Me dijo que solo cuando le trasladaron allí, solo entonces, quiso volver a ver a esas dos hijas, pues nunca les habría permitido que fueran a verlo a una cárcel común. Hasta ese momento, Apac solo era para mí el fruto de los doce puntos que componen su método y la ayuda de muchas personas de buena voluntad, pero él no se paró ahí. Siguió. «Doctor João, no quiero pedirle nada, solo quiero contarle mi historia». Me habló de los homicidios que había cometido, los robos, su historial criminal, la violencia que había sufrido y cometido.
Y me dijo, con unos ojos penetrantes y llenos de lágrimas –no era una mirada sin más, era una mirada de verdad–, que acababa de volver de una visita a su familia. Me decía esas cosas agradecido, porque yo no le trataba como trata un juez a un preso, sino con una humanidad que él nunca había visto antes. Allí, mirándole, comprendí que esa mirada no solo era suya, de José, sino que era la mirada de un hombre arrepentido y, sobre todo, era la mirada del mismo Cristo.
De repente, toda mi historia se cruzó con esa mirada. Toda mi historia de adhesión a la experiencia y al carisma de don Giussani, a la promesa de que la fe es un método de conocimiento indirecto, mediante testigos a los que puedes mirar a la cara, que desvelan la humanidad de Cristo, la verdadera humanidad de Cristo. En la mirada de ese hombre, llena de lágrimas, llena de petición de perdón, de reconocimiento de su responsabilidad por el mal cometido, me estaba mirando Cristo. Entonces comprendí realmente todo el camino que había hecho, que estoy haciendo, un camino que lo busca continuamente dentro de la realidad, dentro de esa mirada sufriente. Ya no puedo ir a visitar las cárceles y ver a esas personas sin mirar en profundidad a cada uno de ellos. De hecho, mi vida ahora –antes y ahora– consiste en reconocer que Él me mira a través de la realidad.
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