Darina vive en un pueblecito cerca de Vladimir. Decidió ser profesora
«para que los niños encuentren la misma mirada que he encontrado yo». Una mirada capaz de vencer cualquier soledad
Era el año 2017. Tenía una familia y una vida más que tranquila, pero por dentro me sentía inquieta. Mi corazón quería más, todo parecía insuficiente. Ese año pasé una temporada estudiando en Italia y allí conocí a varias personas de CL. Por primera vez en mi vida me encontraba delante de algo completamente distinto. En lo más hondo de su mirada podía ver la respuesta a la necesidad de mi corazón. Vivían de esa respuesta, por eso me miraban a mí y al mundo de forma diferente.
Yo quería mirarlo todo como ellos. Quería que mis ojos brillaran como los de aquel profesor de una pequeña escuela italiana cuando miraba a sus alumnos. Quería que mi vida tuviera esa alegría que percibía en las palabras de los que trabajaban en Rusia Cristiana, que nos acogieron. Sobre todo, quería conocer el secreto de la vida, que ellos conocían.
Luego supe que esas personas que tanto me habían impactado pertenecían a los Memores Domini. Pero hicieron falta años, llenos de preguntas y de encuentros, para entender lo que eso significaba, el origen de su atractivo. Ahora puedo decir que Cristo encontró el camino hacia mi corazón a través de esa amistad. Pero al principio no lo entendía. Sin embargo, cuando volví a Rusia hice dos cosas: encontré trabajo en un colegio y volví a ir a la iglesia.
Poco a poco, gracias a mis primeros amigos, empecé a implicarme en la vida del movimiento en Rusia. Al principio estaba triste y me costaba porque yo vivo en Sudogda, un pequeño pueblo cerca de Vladimir, muy lejos de la comunidad de Moscú. Pero el deseo de pertenecer a esa mirada que me había fascinado, a este lugar y a estas personas que encarnaban para mí el abrazo de Cristo, fue la razón por la que pedí entrar en la Fraternidad en 2019.
Aunque eso tampoco me bastaba. Tenía que aprender a vivir la realidad con todos los desafíos que presenta allí donde vivo. Recuerdo que cuando murió mi padre, en el funeral, el cura no dejaba de repetir insistentemente que no había que llorar, que era pecado. Sus palabras no me ayudaban nada. Pero de pronto sentí por detrás el abrazo de una amiga que había recorrido trescientos kilómetros desde Moscú para estar allí conmigo. No dijo nada, solo me abrazaba. Entonces supe que lo importante no son las palabras de consuelo, sino una presencia viva que te abraza y te permite llorar cuando estás mal, y al mismo tiempo te recuerda que nunca estás solo.
Se me hizo aún más evidente en 2020. Fue un tiempo terrible. Empezó la pandemia, moría gente todos los días y mi marido y yo nos habíamos divorciado, mi familia estaba hecha pedazos. Pero justo ese periodo lo recuerdo con gratitud. Muchos hablaban de soledad pero yo, al contrario, me sentía abrazada por todas partes. Sorprendentemente, en la soledad física fue donde, a través de cosas sencillas y cotidianas, empecé a descubrir la presencia constante de Cristo en mi vida.
Paso a paso, en diversas situaciones, esta intuición se fue convirtiendo en certeza. Voy a limitarme a contar cómo eso se dio en el trabajo. Me hice profesora porque sentía un gran deseo de que los niños del colegio donde daba clase pudieran encontrarse con la misma mirada que había encontrado yo. Tras darme cuenta de que esto no solo se transmite con palabras, invité a varios amigos profesores del movimiento y ellos aceptaron, así que empezamos a tener encuentros anuales que no se pararon ni siquiera con la distancia de la pandemia. Mis compañeros no sabían nada de nuestra pertenencia común, pero viendo la amistad que había entre nosotros empezaron a hablar de nosotros diciendo “vosotros”, subrayando una unidad visible que no era fruto de nuestro esfuerzo. Fue algo sorprendente y atrajo incluso a personas alejadas de la Iglesia. De modo que a principios del año pasado, en una situación cada vez más difícil por la guerra, la directora vino a verme y me dijo: «Cuida tu amistad con estas personas por todos nosotros». Cuando este invierno esperábamos la llegada de nuestros amigos italianos, ella pidió que el encuentro con los alumnos no estuviera dedicado a la literatura, sino a conversar sobre la vida porque «es mucho más importante, sobre todo ahora».
Me sorprendió mucho porque fue más allá de su impresión inicial para entender el valor que tiene esta mirada distinta, no solo para sí misma sino también para los demás. Y eso está dando sus frutos. Los niños que crecen con estos adultos aprenden a percibir cosas inesperadas. Este verano, después de un fin de semana con nuestros alumnos y varios profesores del movimiento, una de las alumnas mayores me escribió: «Creo que vosotros tenéis algo más, algo que puede brillar e iluminar el camino para el resto». Me daban escalofríos, pues yo también he encontrado ese “algo más”. Igual que Cristo eligió misteriosamente a ciertas personas para llegar a ser real para mí y hacerse carne en mi vida, del mismo modo me elige ahora a mí y a mis amigos para encontrarse con los chavales de un pequeño pueblo cercano a Vladimir.
Pero transmitir este testimonio no depende de nuestros esfuerzos, ni del número de iniciativas, por las que a veces corro el riesgo de olvidar lo que las hace fecundas: el don de la presencia de Cristo en medio de nosotros. En un momento dado descubrí que necesitaba a alguien que me pudiera ayudar constantemente a ir más al fondo, a la fuente de todo lo que pasaba en mi vida, incluida mi profesión. Compartí estas ideas con otros profesores e inesperadamente vi que muchos de ellos necesitaban lo mismo que yo.
Así nacieron los encuentros online de profesores para educar nuestra mirada. Encuentros que se sucedieron a lo largo de todo el curso. Antes de las vacaciones, recibimos varias cartas de los participantes, una persona decía: «Ha sido una oportunidad para ver y escuchar a personas que no solo enseñan algo, sino que aceptan y conciben la enseñanza como una vocación. De pronto es como si mirara algo que ya conozco desde una perspectiva distinta, desde otro ángulo, y me parece nuevo, desconocido y muy atractivo. Todavía no tengo muy claro lo que significa, pero sé que agradezco esta oportunidad y quiero seguir mirando y escuchando atentamente para entender lo que puede significan en mi vida, en mi trabajo y en mi vocación».
Así, a través de cosas cotidianas muy sencillas, se me desvela la existencia de lo que responde al deseo de mi corazón: un Dios que no se ha quedado en el cielo, sino que se ha hecho Hombre, Cristo, y que nos ha prometido: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Mantiene su palabra y viene hacia mí a través de personas y circunstancias. Todo lo que pido es tener los ojos abiertos para poder reconocer su Presencia todos los días.
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