Apuntes de las intervenciones de Francesco Cassese y Davide Prosperi
en la Jornada de apertura de curso de los adultos de Comunión y Liberación en Lombardía Mediolanum Forum, Assago (Milán) y en conexión por video, 23 de septiembre de 2023
Davide Prosperi
Las palabras con las que Jesús se dirige al Padre en la hora en que el Hijo va a ser glorificado, en el evangelio de san Juan, nos recuerdan la razón más profunda por la que hoy estamos aquí empezando juntos el curso: «Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. (...) Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí»(1).
Invoquemos la acción del Espíritu Santo, el único capaz de hacernos oír continuamente la voz de Cristo en nuestras vidas.
Desciende, Santo Espíritu
Francesco Cassese
Bienvenidos, gracias por estar aquí. Os saludo a todos los que estáis presencialmente aquí en Milán y también a todos los que nos siguen en conexión por video desde varias ciudades lombardas.
Nos gustaría empezar esta jornada con dos breves premisas.
La primera es que el contenido que vamos a escuchar retoma la introducción y la síntesis de Davide en la Asamblea internacional de responsables en La Thuile, hace un mes. Quisiera destacar que la lección de hoy es fruto de un largo trabajo –del que estamos realmente agradecidos– que hemos hecho juntos durante el año pasado con varios responsables, cuyo punto central era la «experiencia cristiana», una dimensión –la experiencia en general y la experiencia cristiana en particular– altamente significativa en el enfoque original de don Giussani ante la vida y ante la fe, a la que prestó mucha atención desde los orígenes de nuestro movimiento.
Lo segundo que quiero señalar es que hoy y en los próximos días se celebrarán otras Jornadas de apertura de curso en otras regiones de Italia y en los países donde estamos presentes. Varios responsables retomarán el contenido que hoy nos va a proponer Davide e implicarán a otras personas de sus respectivas comunidades para tener un momento de testimonio.
Prosperi
Quisiera añadir que esta decisión es una forma de valorar la responsabilidad de los que me ayudan en la guía del movimiento y favorecer un gesto concreto de comunión entre todas las personas que van a participar en los distintos lugares. También es una manera de expresar el cuidado y la pasión que siento personalmente por cada uno de vosotros, que he empezado a percibir más claramente por la tarea que se me ha confiado en esta etapa de nuestra historia. La paternidad de la que siempre nos hablaba don Giussani se puede vivir y ejercer en muchos grados, como se nos pide a cada uno. Recuerdo las palabras con las que concluía la asamblea de los Ejercicios de la Fraternidad de 1999. «Por eso he querido venir aquí a saludaros: os deseo que viváis la experiencia del padre. Padre y madre: se lo deseo a todos los responsables de vuestras comunidades, pero también a cada uno de vosotros, porque cada uno debe ser padre para los amigos que tiene, debe ser madre para la gente que tiene cerca; no dándose aires de superioridad, sino con una auténtica caridad. Nadie, en efecto, es tan afortunado y feliz como un hombre y una mujer que se sienten hechos por el Señor padre y madre. Padres y madres de todos aquellos con los que se encuentran»(2).
Antes de entrar en el contenido de la lección, cantamos juntos dos cantos.
Se tu sapessi (A. Anastasio)
The Things that I See (R. Veras-R. Maniscalco)
«Queridos amigos, tened en el corazón el don valioso de vuestro carisma y la Fraternidad que lo custodia, porque este puede hacer “florecer” todavía mil vidas […]. El potencial de vuestro carisma está todavía en gran parte por descubrir, todavía queda mucho por descubrir»(3).
Esta es la cálida invitación que recibimos del Santo Padre hace menos de un año. También por esta razón hemos querido retomar el camino de la Escuela de Comunidad desde el principio, volviendo a empezar por El sentido religioso. Haciendo este camino nos hemos dado cuenta de que a veces damos por hecho el contenido y significado de ciertas palabras fundamentales que digamos que representan los pilares de la propuesta educativa de nuestro carisma, como por ejemplo la cuestión de la infalibilidad del corazón y la correspondencia con las evidencias y exigencias originales que lo constituyen; pero sobre todo, yendo a la raíz, la cuestión de la experiencia.
Por otra parte, hemos dedicado los Ejercicios de la Fraternidad al tema de la fe. ¿Qué relación hay entre la experiencia, tal como la entiende Giussani, y la fe cristiana? En el trabajo de estos meses queremos ayudarnos a responder a esta pregunta. Por eso creemos que hay que retomar seria y humildemente –es decir, sin la pretensión de haberlo entendido ya antes de empezar– un trabajo de comparación con las enseñanzas de don Giussani. Eso no significa moverse en un terreno pantanoso donde los pasos que ya hemos dado se van borrando. Significa sobre todo volver a las fuentes de la experiencia que ya vivimos para profundizar cada vez más en su valor y en su significado, dejándonos provocar por circunstancias siempre nuevas y –por qué no– por las dificultades que encontramos en el camino.
El carisma que hemos recibido es una forma de enseñanza y al mismo tiempo es una novedad de vida que expresa y reaviva esa enseñanza. Es una renovación de la experiencia de la fe cristiana, en el tiempo y en el espacio, un acento fascinante y persuasivo, adecuado al presente, mediante el cual el hecho de Cristo entra en nuestra vida, llama a nuestra puerta.
Ahora me gustaría centrarme en uno de estos factores –la experiencia–, que me parece importante aclarar justamente para hacer que el trabajo de los próximos meses sea más útil y fructífero.
1. LA CENTRALIDAD DE LA EXPERIENCIA Y SU RELACIÓN CON LA FE
Concepto de experiencia
En primer lugar, hay que ampliar el concepto de experiencia tal como se entiende normalmente para poder captar bien su centralidad en la propuesta educativa de Giussani, totalmente inmanente a la tradición de la Iglesia. No en vano, en Educar es un riesgo, atribuye un papel esencial al vínculo con la tradición, indispensable en la educación, sin el cual quedaríamos inevitablemente –dicho con sus propias palabras– «a merced de las fuerzas incontroladas del instinto [de nuestra reacción] y del poder»(4) de turno.
Que a la experiencia se le reconoce un papel fundamental es evidente desde los inicios (estamos en la segunda mitad de los años 50). Es conocida la insistencia de Giussani tanto en el cristianismo entendido como experiencia, encuentro, Hecho(5), como en la experiencia como lugar de verificación de la propuesta cristiana(6). En los años siguientes, se subraya claramente la experiencia como punto de partida necesario en todo conocimiento auténtico («el hombre solo puede partir de la experiencia, que es el lugar en el que la realidad emerge», «se da a conocer»(7)).
Sobre el tema de la experiencia, en una carta a Giussani de 1963, el entonces cardenal Montini expresa ciertas perplejidades: «Aludo especialmente a la experiencia cristiana como fuente de la verdad cristiana. Como método pedagógico puede incluso ir bien, si lo guía un maestro y además sabe poner en su lugar, incluso en la mente de los jóvenes, la escala objetiva de las verdades y de los valores: pero esa primacía de la experiencia, teorizada como absoluta, no es admisible; y seguidores inexpertos del método pueden dar una expresión doctrinal inexacta de él»(8). Montini formula su preocupación mostrando posturas que algunos atribuyen a Giussani, aunque no sean suyas.
Pocos meses después de recibir esta carta, Giussani responde a la preocupación de Montini con un librito titulado La experiencia, que obtiene el imprimátur de monseñor Carlo Figini, censor de la diócesis ambrosiana. Se trata de pocas páginas, pero muy densas. En 1964 vuelve a publicarse una parte en Apuntes de método cristiano, la relativa a la experiencia cristiana, mientras que en Educar es un riesgo (1977) este texto se publica íntegramente bajo el título Estructura de la experiencia. Giussani propone su concepto de experiencia y al mismo tiempo realiza una doble crítica: dice no a reducir la experiencia a un probar sin juicio, y dice no a una reducción intimista, interior y subjetiva de la experiencia, es decir, a la reducción protestante y modernista.
En el primer punto de su crítica Giussani observa: «Lo que caracteriza a la experiencia no es tanto el hacer, el establecer relación con la realidad como un hecho mecánico. Este es el error implícito en esa frase tan usada de “tener experiencias”, en la que “experiencia” se convierte en sinónimo de “probar”. Lo que caracteriza a la experiencia es entender una cosa, descubrir su sentido. La experiencia implica, por tanto, la inteligencia del sentido de las cosas. Y el sentido de una cosa se descubre en su conexión con el resto. Por eso, la experiencia significa descubrir de qué sirve una determinada cosa para el mundo»(9).
Don Giussani elabora una noción de experiencia donde la experiencia no tiene un juicio fuera de sí misma (como si dijéramos que primero está la experiencia y “luego” está el juicio), sino que lo contiene, lo implica, es lo que la caracteriza. El juicio es parte integrante de la experiencia. Escribe en El sentido religioso: «Es verdad que la experiencia coincide con el “probar” algo, pero sobre todo coincide con el juicio que se tiene sobre lo que se prueba»(10). En varios contextos dice también que la experiencia es un «probar que se juzga»(11). Hasta aquí nos hemos referido a la experiencia en general.
La experiencia cristiana
El segundo punto de su crítica (no a la reducción subjetivista de la experiencia) se desarrolla en la segunda parte del librito de 1963, donde Giussani plantea la cuestión de la experiencia cristiana. Los pasos que dedica a este tema son tan esenciales, expresados de un modo tan claro y sintético, que merece la pena citarlos por entero.
«La experiencia cristiana y eclesial surge en la unidad del acto vital que resulta de tres factores diferentes:
a) El encuentro con un hecho objetivo, originalmente independiente de la persona que tiene la experiencia; hecho cuya realidad existencial consiste en una comunidad que se expresa sensiblemente, tal como ocurre con cualquier realidad íntegramente humana; comunidad en la cual la voz humana de la autoridad, manifestada en sus juicios y directrices, constituye el criterio y la forma. No existe ninguna versión de la experiencia cristiana, por muy interior que sea, que no implique, al menos en última instancia, este encuentro con la comunidad y esta referencia a la autoridad.
b) El poder de percibir adecuadamente el significado de ese encuentro. El valor del hecho con el que nos topamos trasciende la fuerza de penetración de la conciencia humana, y requiere por consiguiente un gesto de Dios para su comprensión adecuada. De hecho, el mismo gesto con el que Dios se hace presente al hombre en el acontecimiento cristiano exalta también la capacidad cognoscitiva de la conciencia, adecuando la agudeza de la mirada humana a la realidad excepcional que la provoca. Es lo que se llama la gracia de la fe.
c) La conciencia de la correspondencia que hay entre el significado del Hecho con el que nos topamos y el significado de nuestra existencia –entre la realidad cristiana y eclesial y nuestra persona–, entre el Encuentro y nuestro destino. Es la conciencia de esta correspondencia lo que verifica ese crecimiento de uno mismo que es esencial en el fenómeno de la experiencia»(12).
Este triple factor nos pone delante de la concepción que tiene Giussani de la experiencia cristiana, sustrayéndola de las reducciones que señalaba.
Por tanto, recapitulando, sin uno u otro de estos factores, el encuentro con un hecho objetivo (comunidad y autoridad), la percepción del significado de ese hecho (gracia de la fe), la conciencia de la correspondencia entre el Hecho, la realidad cristiana y eclesial, y la propia persona (es decir, la verificación), no se puede hablar de «experiencia cristiana», pues se vería comprometida su integridad y autenticidad.
2. RELACIÓN ENTRE EXPERIENCIA Y FE
La dinámica de la fe
En ¿Se puede vivir así?, y después en ¿Se puede (verdaderamente) vivir así?, hablando a los jóvenes que empezaban un camino de entrega total a Cristo en la virginidad, Giussani propone una descripción de a dinámica de la fe cristiana, «de cómo brota. La fe nace y se afirma de manera humana, razonable»(13).
Para adentrarnos en ella, formula una larga premisa sobre la fe como método de conocimiento de la razón. En efecto, la razón tiene un método para conocer «cosas que no ve directamente o que no puede ver directamente; las puede conocer a través del testimonio de otros». Se llama «conocimiento indirecto por mediación»(14) o conocimiento por fe y no es menos seguro que el que se adquiere directamente, siempre que se haya alcanzado, a través del método de la certeza moral, un juicio sobre la fiabilidad del testigo. «Si [uno] alcanza la certeza de que una persona sabe lo que dice y no quiere engañarle, entonces, lógicamente, debe fiarse, porque si no se fía va contra sí mismo»(15). De este modo, puedo no haber estado nunca en América y afirmar racionalmente, con certeza, mediante el testimonio de otros, que América existe. Cultura, historia y convivencia humana se fundamentan en este tipo de conocimiento.
Dicho esto, dirigiéndose a sus interlocutores, Giussani observa: «Cristo es el objeto total de nuestra fe. ¿Cómo podemos conocer a Cristo de tal modo que podamos apoyar en Él todo el sacrificio de la vida?». Evidentemente, «de los métodos usados por la razón se aplicará en este caso el de la fe. A Cristo no lo conocemos directamente, ni por evidencia, ni por el análisis de la experiencia»(16). Lo conocemos por la fe.
Pasemos entonces a la dinámica de la fe cristiana.
a) Para describirla, Giussani vuelve al origen, a cómo surgió el problema en la historia, a esa página del evangelio de Juan(17) donde se narra el encuentro de Juan y Andrés con Jesús de Nazaret. Este es el primer factor del itinerario de la fe cristiana. «La primera característica [de la fe cristiana es que] era un hecho, un hecho que tenía la forma de un encuentro»(18). Y esto, como cualquier otro paso del camino que retomaremos, vale igualmente para nosotros hoy.
b) El segundo factor es la excepcionalidad del hecho. Aquel hombre que tenían delante era «una Presencia excepcional». De otro modo, ¿cómo habrían podido hacer suyas en unas horas las palabras que él les había dicho y repetírselas a los demás? «Hemos encontrado al Mesías». Ahora bien, para Giussani, «excepcional» significa que corresponde a las exigencias originales del corazón humano. «Encontrarse con un hombre excepcional significa encontrar a un hombre que corresponde a lo que tú deseas, a la exigencia de justicia, de verdad, de felicidad, de amor… y esto debería ser natural, pero nunca sucede, es imposible, inimaginable». En este sentido, señala Giussani, «excepcional equivale a divino: divino, porque la respuesta al corazón es Dios. Algo verdaderamente excepcional es algo divino, lleva dentro algo divino»(19).
c) El tercer factor es el estupor. «El hecho del que parte la fe en Cristo, el encuentro del que partió la fe de Juan y Andrés […] despertó en ellos un gran estupor». En aquellos dos y en los demás que formaban el primer grupito que acompañaba a Jesús por los lugares a los que iba, y luego en toda la gente que se encontraba con él, nacía un asombro irrefrenable: tenían delante a un hombre sin parangón, por lo que decía («Nadie ha hablado nunca como este hombre»), por lo que hacía (los milagros, su poder sobre la realidad, su bondad, su mirada reveladora de lo humano…). «Pero el estupor es siempre una pregunta, al menos secreta»(20). Que en un momento dado estalla.
d) Cuarto: el despertar de una pregunta paradójica: «¿Quién es este?». Paradójica porque «lo sabían todo de Él, sabían bien quién era; pero su modo de actuar, de comportarse, eran tan excepcional» que empezando por los que eran «sus amigos, no pudieron dejar de decir: “¿De dónde viene este?”». Giussani observa: «La fe empieza exactamente con esta pregunta: “¿Quién es este?”»(21).
e) Quinto: su respuesta(22). Esta pregunta que acabamos de plantear es inevitable, pero no sabemos responderla: quién es Él realmente no es algo que podamos llegar a decir solos, su identidad (su divinidad) se escapa al alcance de la razón. Los evangelios narran un episodio que sucedió en Cesarea de Filipo. Jesús estaba allí con el grupito de los suyos. Llevado por un pensamiento inesperado, pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?»(23). Después de las respuestas que ya conocemos, les dirige a ellos la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Y Pedro salta: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»(24). En varias ocasiones Giussani comenta que lo dice «repitiendo quizá, aunque sin entender plenamente su significado, algo que había oído decir al mismo Jesús»(25). Y por ello recibe alabanzas: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos»(26). En efecto, es una respuesta que supera la capacidad de la razón humana. «La razón no puede demostrar la divinidad de Cristo, porque la divinidad en cuanto personalmente presente en una realidad humana no es objeto propio de la razón. La razón puede llegar al hecho de que se halla frente a algo excepcional, no puede llegar a definir quién es Jesucristo, en cuanto que es lo divino que se comunica en lo humano». Por eso Pedro solo puede llegar a decir: «Sabemos que tú eres Dios porque lo dijiste»(27). La respuesta a la pregunta de quién es Él es suya, es de Jesús. Pedro «cree» lo que Jesús dice de sí mismo. ¿Cómo podía creerle? Para Pedro y los demás, día tras día, desde su primer encuentro, había algo que se había hecho especialmente evidente siguiéndole, estando con él: «que debían fiarse de él: “Si no me fío de este hombre, tampoco podría creer en lo que ven mis ojos”»(28).
f) Sexto punto: nuestra responsabilidad frente al hecho («el coraje de decir sí»(29)). «Ante la pregunta “¿Quién es este?” y ante la respuesta que da Pedro, uno puede decir sí o no, adherirse a lo que Pedro dice o bien irse como se fueron todos los demás»(30). La respuesta de Pedro es la respuesta de la fe. «La fe afirma ciertas cosas porque las ha dicho Él. Punto final». Y es «razonable que uno acepte una cosa porque la dijo Él, en la medida en que se puede constatar históricamente un comportamiento excepcional, una performance excepcional, que no se puede hallar en ninguna otra parte»(31). Más aún, señala Giussani, «la única postura racional es el sí. ¿Por qué?». Porque Cristo «corresponde a la naturaleza de nuestro corazón más que cualquier imagen nuestra, corresponde a la sed de felicidad que tenemos y que constituye la razón del vivir»(32). Mientras que «el no únicamente nace del prejuicio […], de un escándalo: […] Cristo es lo contrario a lo que yo querría»(33).
Dos mil años después, nos encontramos exacta-mente en la misma situación. Igual que Pedro y los demás se relacionaban con el hombre Jesús de Nazaret, con su excepcionalidad, del mismo modo nosotros nos relacionamos con la realidad humana de sus testigos, con la Iglesia, en la que Cristo se convierte en acontecimiento presente. Encontrándonos con una persona concreta, con una comunidad concreta, con un modo concreto de vivir, también nace en nosotros, por la correspondencia que experimentamos con las exigencias originales del corazón, un estupor que da paso a una pregunta: «¿Cómo pueden ser así?». En virtud de nuestra confianza en los testigos, que crece en un camino de convivencia que implica toda nuestra razón y libertad, madura una apertura para reconocer y secundar esa respuesta que dio Pedro y que, vehiculada por la misma realidad de la Iglesia, encuentro en la compañía cristiana.
Por tanto, ¿cómo llega a ser mío ese reconocimiento de Pedro? Hoy como entonces, el contenido divino del fenómeno humano con que nos topamos no podemos conocerlo mediante la razón, pues el objeto de la fe (lo divino presente en lo humano) está constitutivamente más allá del objeto normal propio de la razón. «El reconocimiento de la presencia de Cristo tiene lugar porque Cristo “vence” al individuo. Para que acontezca la fe en el hombre y en el mundo tiene, pues, que suceder antes algo que es gracia, pura gracia: el acontecimiento de Cristo, del encuentro con Cristo, en el que se tiene la experiencia de una cosa excepcional que no puede ocurrir por sí sola»(34).
La fe, subraya Giussani en Crear huellas en la historia del mundo, «forma parte del acontecimiento cristiano porque es parte de la gracia que representa el acontecimiento mismo, parte de lo que es este mismo. […] De igual modo que Cristo se me ofrece por medio de un acontecimiento presente, también vivifica en mí la capacidad de captar y reconocer su carácter excepcional». Pero, del mismo modo, nuestra libertad está llamada a pedir y aceptar reconocerlo. Nosotros también estamos en juego. «La libertad del hombre se resume en esta petición: “Puesto que acepto que todo es gracia, Te pido la gracia”. Así se salva totalmente tanto el hecho de que todo es gracia, como el que la gracia de Cristo dependa para su eficacia también de mi libertad» (35).
Ninguno de nosotros puede alcanzar por tanto certeza de Cristo, de la divinidad de Cristo, de su identidad como Hijo de Dios, solo –y subrayo solo– en virtud de algo que le sucede ahora, de la experiencia directa que tiene, aunque sea el milagro más extraordinario.
Para recapitular lo dicho hasta ahora, pensemos en el episodio del ciego de nacimiento (que aparece en la imagen que hemos elegido para esta Jornada de apertura) que narra el evangelio de Juan. La experiencia que tiene el ciego de nacimiento, cuando Jesús le unta los ojos con barro, es la curación de sus ojos. Pero que Jesús sea el hijo de Dios, ese es un juicio que ni siquiera el ciego de nacimiento puede formular en virtud de su experiencia directa. «Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: “Confiésalo ante Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”». Eso es lo que la experiencia directa le permite decir. Más adelante, respondiendo a las objeciones de los fariseos, llega a añadir: «“Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder”». Este juicio, consecuencia de la constatación previa, también es proprio de su propia experiencia. Pero el recorrido no acaba ahí. «Le replicaron: “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”. Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”». Este –atención– es el momento clave. Hasta aquí el joven capta la excepcionalidad del hecho que le ha sucedido y de la persona que tiene delante, pero todavía no puede poner un nombre apropiado al autor de ese hecho, a Aquel que tiene delante («el Hijo del hombre»). «Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él»(36). Esto es la fe, que se hace posible por la iniciativa de Cristo mismo delante de él, que el ciego de nacimiento secunda. Sin este último paso del reconocimiento, todavía no hay fe, al menos según lo proprium de nuestro carisma. Giussani nos lo ha repetido hasta la saciedad: la fe es reconocer una Presencia, la presencia de Cristo.
«Y sus discípulos creyeron en él»
Nosotros también debemos hacer el mismo camino que los primeros que lo encontraron como acabamos de recordar. Como hemos aprendido, según la mirada católica la acción del Espíritu se sirve de la mediación de testigos concretos, de la mediación de la Iglesia, de aquellos que Cristo ha aferrado antes que a mí. Me encuentro con Cristo topándome con la carne de sus testigos, experimentando gracias a ellos una correspondencia con mis exigencias originales que de otro modo sería imposible, madurando razonablemente una confianza en ellos y por tanto una apertura al anuncio que me transmiten para después verificar personalmente su pertinencia en mi vida. Pensemos en el asombro que invadió al joven seminarista Luigi Giussani mientras escuchaba a Gaetano Corti comentando el prólogo de san Juan, ese asombro que cambió para siempre su forma de ver y percibir cada instante. Decía (con una frase citada en la biografía de don Giussani): «Desde entonces, el instante dejó de ser banal para mí»(37). Fue un acontecimiento de gracia que “prendió una luz” en el corazón y en la inteligencia del joven Giussani, pero pasaba a través de las palabras de uno que le estaba hablando, en este caso de Corti.
Como para Juan y Andrés, lo primero no fue la fe en la palabra de Jesús sino ante todo la fascinación por Su persona («lo miraban hablar»(38), decía don Giussani), y para el ciego de nacimiento el asombro por el milagro del que había sido objeto, igual que para nosotros normalmente lo primero es el asombro por un encuentro, la fascinación de una presencia humana que corresponde de manera excepcional al corazón. Pero esa fascinación da comienzo, como hemos visto, a un camino que conduce a la fe, de lo contrario la experiencia que podamos tener de Cristo cuando nos encontramos con el rostro que Él adopta concretamente para nosotros se quedaría manca, pobre, inmadura. Cuántos quedaron fascinados por Jesús pero no se abrieron a reconocer quién era Él realmente, qué era esa vida nueva, ¡la verdadera vida que Él había venido a traer! Y de hecho se fueron.
Por tanto, la correspondencia que experimentan los discípulos en su impacto con el hombre Jesús, como nosotros con la compañía cristiana (de hecho, se trata del mismo tipo de experiencia), es decisiva, pues hace nacer y renacer el asombro y la pregunta («¿Quién es este?»), pero todavía no es la experiencia de la fe en el sentido pleno del término. Para conocer verdaderamente quién era ese hombre, los apóstoles tuvieron que hacer el camino que acabamos de citar, que tenía que pasar necesaria y continuamente por la decisión de darle crédito o no. Y lo mismo vale para nosotros.
Todos recordamos las palabras que los evangelios repiten continuamente, como destaca Giussani en Los orígenes de la pretensión cristiana: «Y sus discípulos creyeron en él». Es una frase que aparece muchas veces en varios momentos. Entonces uno se pregunta: ¿pero no habían creído ya? Sí, pero la fe es un camino que se desarrolla con el tiempo, con una convivencia, es un «camino de “conocimiento”»(39) que requiere muchas confirmaciones y mucho apoyo, y que nos conduce cada vez más profundamente, adentrándonos en una experiencia cada vez más rica de lo verdadero, lo bello y lo bueno. De hecho, caminar detrás de Cristo me lleva también, al mismo tiempo, a comprender cada vez mejor de qué tiene hambre y sed mi corazón. Más aún, siguiendo a Cristo voy dándome cuenta poco a poco de que la relación con su Presencia dilata mi corazón y ensancha mi razón, no solo porque aclara cuál es el cumplimiento de mi sed sino también porque, haciendo esto, purifica cada vez más mi comprensión de esa misma sed. Llamémoslo por su nombre: me educa.
Por eso insiste Giussani en la urgencia de una educación, de otro modo nos encontraríamos, casi sin darnos cuenta, atrapados en una conciencia reducida de nuestras evidencias y exigencias estructurales, cayendo en un uso subjetivista del corazón (que convierte en criterio de juicio lo que sentimos), con todas las consecuencias que conocemos: «Todos los hombres», dice Giussani, «tienen el mismo corazón –las exigencias constitutivas del corazón son iguales para todos–, ¡pero si a uno no le han educado...! ¿Sabéis lo que son en física los “resonadores de Quincke”? Si tocas un diapasón o golpeas una lámina, la haces vibrar y la pones delante de estos siete u ocho tubos, resonará el tubo que corresponda a la longitud de onda del sonido. Del mismo modo, si estas exigencias del corazón no se desarrollan o educan, uno puede responder perfectamente: “¡Pero yo eso no lo noto!”, igual que tantísima gente que no lo nota»(40).
3. LA EXPERIENCIA DE LA FE
Una profundidad nueva
La fe nos lleva con el tiempo a un nivel de experiencia, es decir, de comprensión y de gusto por las cosas, más profundo que lo que permiten las capacidades meramente humanas, el sentimiento o el ímpetu religioso natural. Este es el punto que debemos mirar ahora, donde es necesario entrar si no queremos vaciar o reducir la propia experiencia cristiana. Pienso en tantos de nuestros amigos que nos testimonian una forma humanamente inconcebible de estar delante del dolor y de la muerte. No son enajenados o fanáticos que viven fuera de la realidad. No, la experiencia que se les concede vivir, de una alegría última incluso en el dolor, es posible por la fe, no por sus fuerzas. Lo que se les concede ver en su propia carne sufriente o en la de sus seres queridos –la participación en los sufrimientos de Cristo– solo puede generarlo la fe. Viven una experiencia real, pero inaccesible sin la gracia de la fe. Por tanto, por un lado la fe se apoya en la correspondencia experimentada en el encuentro –como decíamos–, pero por otro es la puerta que nos introduce en una experiencia de correspondencia nueva, que llega a englobar incluso lo que uno nunca elegiría.
Lo explica muy bien don Giussani en El rostro del hombre. «Y san Pablo continúa diciéndonos: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Ts 5, 21). Lo que examina el valor, lo que juzga, no puede ser ya la enigmática y confusa profundidad de nuestra experiencia elemental, con su cuadro rico aunque todavía descompuesto y tan difícilmente descifrable de necesidades, intereses y exigencias originales, enigmaticidad que hace del hombre un ser siempre inquieto. Lo que permite juzgar, lo que hace vibrar el valor, es la mirada puesta en Cristo, palabra definitiva del Dios que nos ha creado sobre nuestra humanidad»(41).
Es como cuando te encuentras abrazando un sacrificio, o perdonando el daño que te han hecho, con una extraña alegría en el corazón, sencillamente porque ese día has tenido la gracia de pensar en Cristo, de «mirarlo a la cara»(42) más que de costumbre, por usar una expresión que tanto le gustaba a don Giussani.
Podría decirse que la relación entre experiencia y fe es casi circular. Digo “casi” porque bien mirado es una progresión, un camino que lo lleva todo a una profundidad nueva: de la experiencia de una fascinación nace la fe; y de la fe nace una nueva experiencia, una nueva “fascinación”, a la que no puedo llegar sin la fe.
Pensemos en el episodio evangélico de la samaritana, esa mujer que se siente mirada como nadie la había mirado nunca, que se descubre más conocida que nunca. Si en un momento dado, al volver a casa, ella no hubiera alcanzado, por la gracia del mismo Cristo, el juicio de que aquel hombre no era simplemente un profeta enviado por Dios sino el mismo Dios hecho hombre, Dios mismo que para poderla encontrar había caminado por el desierto hasta la extenuación –¡ese es el juicio de la fe!–, nunca habría podido llegar a reconocer el Abismo de esa preferencia de la que había sido objeto. Se habría perdido la experiencia más correspondiente de todas. Si no hubiera llegado a creer algo que no podía ver, que la experiencia directa no le podía ofrecer, nunca habría podido saborear tal plenitud, es decir –paradójicamente–, tener una experiencia plena del don que se le había concedido. El encuentro con esa Presencia se habría quedado en un bonito recuerdo al que mirar con nostalgia, nada más.
Después de visitar muchas comunidades el año pasado, tengo la impresión de que cuando se habla entre nosotros de experiencia cristiana, muchas veces tenemos la tentación de reducirla a algo que podemos medir, a algo que resulta del impacto de la realidad con el corazón, a una experiencia natural, como si la fe no tuviera nada que ver, como si no determinara su auténtica profundidad, como si no plasmara nuestro horizonte. Don Giussani introduce un tercer factor que describe en estos términos: «Es Otro quien toma la iniciativa en nuestra vida, de modo que es Otro quien salva nuestra vida, quien la lleva al conocimiento de lo verdadero, quien la lleva a adherirse a la realidad, quien la lleva al afecto por lo verdadero, al amor por la realidad. Es Otro». Se trata, pues, de «aceptar que Otro se introduzca entre la realidad y yo, haciendo posible mi relación con ella»(43). Por tanto, hay que superar esa posible reducción de la experiencia cristiana a solo dos factores: por un lado las exigencias del corazón (felicidad, belleza, amor), por otro la realidad, entendida como lo que sucede en cada instante y, sucediendo, “impacta” con mi corazón. Pero si solo se dieran esos dos factores, sería imposible, podríamos decir que sería de locos, dar un juicio como el que Jone Echarri ha compartido con nosotros en el número de Huellas de junio. Como sabéis, hace más de un año nuestra amiga se quedó progresivamente paralizada en cuestión de horas tras contraer el síndrome de Guillain-Barré después de una infección. «De pronto me vi llena de tubos por todos los sitios: “Y yo, ¿quién soy?”. […] La UCI es un lugar desagradable y yo me acordaba mucho de todo el sufrimiento que vi pasar a Giussani durante su enfermedad.
Con su gran realismo, cuando pasaba un mal día, lo decía tal cual, pero siempre iba más allá. Pensando en él, me preguntaba: “¿Cuál es mi lugar ahora?”. Siguiendo su realismo, pronto pude decir: “Esto se llama cruz”. Y recordé cuando decía que las circunstancias a través de las cuales el Señor nos hace pasar son un factor esencial de nuestra vocación. La fidelidad a la cruz supuso un conocimiento de Cristo, pero un conocimiento de Cristo que me llevó a entender y a vivir mucho más la resurrección. Lo supe porque empecé a experimentar paz. […] ¿Cómo es posible que la paz, la leticia y la alegría estén presentes en medio de una debilidad extrema? Me sentía como una cabeza sin cuerpo, ¿cómo era posible algo así? “Me reconocerán por la alegría de vuestros rostros”. Eso es justo lo que me pasó. Aquel tiempo fue una misión en silencio, porque yo no podía hablar, pero es impresionante cómo uno en la UCI puede hacer amigos solo con los ojos. […] ¿Cómo ocurrió? No me preguntéis, no sé cómo ocurrió, pero sé Quién lo hizo»(44).
Impactados por su testimonio, hemos querido que para empezar el nuevo curso volviera a contarnos a todos la experiencia que ha vivido y por esto hoy está con nosotros en conexión por video desde Madrid.
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El juicio que aquí se nos muestra nace de la fe, de una relación reconocida y vivida con Cristo: no basta el sentido religioso. La experiencia testimoniada por Jone hunde sus raíces en la certeza, que se le da por gracia, de que el hombre Jesús, que hace dos mil años fue clavado en una cruz, era el Hijo de Dios, que estaba transformando su sufrimiento en el acto de amor más grande y más útil de la historia y, en
segundo lugar, la certeza de que cualquier sufrimiento desde ese día, si se ofrece, puede participar de la misma misteriosa fecundidad. Sin este juicio, que sin duda Jone no podía sacar solo de lo que le estaba pasando sino de todo su camino de fe, empezando por su encuentro con el movimiento, es decir, con Cristo, su manera de describir lo que estaba viviendo habría sido imposible, no tendría sentido. Jone ha podido experimentar lo que ha experimentado –una experiencia, es decir, un «ver» y un «sentir» reales– en virtud de su fe en Cristo, es decir, de la certeza de que el hombre Jesús de Nazaret fue y es verdaderamente quien la Iglesia dice que es. La fe nos abre de par en par a una profundidad de la experiencia que de otro modo sería inalcanzable.
La fe en lo que esa Presencia decía de sí misma, que llega a mí a través de la tradición de la Iglesia, tiene el poder de transformar mi forma de mirar el dolor, el sacrificio o incluso simplemente los roces que puedan surgir en la relación entre marido y mujer, con los caprichos de los hijos, con un compañero que me incordia, etcétera.
De hecho, si no llego hasta el juicio de la fe, dictado por la fe, al que no podría llegar sin ella, tampoco podré experimentar la mayor correspondencia que hay: darme cuenta, con asombro, del amor de Dios, abismal y al mismo tiempo tan carnal hacia mí, en cada circunstancia. Me perdería lo mejor.
Quiero poner otro ejemplo, esta vez tomado de mi experiencia alpinista. Imaginemos que nos encontramos con una pared aparentemente lisa y por tanto, a primera vista, inaccesible. Para un excursionista ocasional, esa pared parecerá imposible de escalar y volverá a casa decepcionado. Pero para un ojo educado, hasta unas grietas minúsculas, que parecen poco o nada, como insignificantes imperfecciones en la roca, pueden convertirse en puntos de apoyo en los que sostener el peso del cuerpo sin caer. De este modo, por donde parecería imposible poder pasar, se pasa.
La fe vivida obtiene en nosotros un efecto parecido, nos lleva a ver algo que el ojo “natural” no ve pero que es esencial llegar a ver –para degustar lo que Giussani nos enseñó a llamar el ciento por uno–: el Misterio dentro de las circunstancias, dentro de la carne de los rostros y de las cosas. Como él mismo decía: «¿Por qué yo veo lo que veis vosotros, pero vosotros no veis lo que veo yo?»(45).
La fe que informa la vida
Es importante comprender que todo esto es real y toca la experiencia personal hasta en sus consecuencias más visibles y experimentables. «La fe […] informa la vida»(46), nos decía el padre Mauro Lepori en los Ejercicios de la Fraternidad. E, informando la vida de los que pertenecen al cuerpo vivo de Cristo, hace que se ensanche esa «nube de testigos» de la que habla la carta a los Hebreos. Una nube viviente, no solo del pasado sino contemporánea a nosotros, que podemos ver y seguir, como aquellos que pudieron encontrarse con el hombre Jesús caminando por las polvorientas calles de Galilea, predicando y haciendo gestos extraordinarios. Nosotros también vemos suceder cosas extraordinarias que nos testimonian esa vida nueva que permite la fe. Se lo acabamos de oír a Jone. Pero también hemos visto la prueba este verano en los muchos testimonios que hemos escuchado o que siguen llegando a Huellas. Podéis leer algunos en la web de CL o en la revista.
Se trata justamente de un juicio nuevo, original, un conocimiento nuevo de las cosas que nos permite estar delante de la realidad de una forma que de otro modo quedaría fuera de nuestro alcance.
Entonces, ¿cuál es el problema con el que tenemos que luchar tantas veces, que nos hace entrar en crisis y percibir el declive de la fe como fuente de una certeza existencial capaz de sostener nuestra vida y sus pruebas?
Seguía diciendo el padre Mauro Lepori en nuestros Ejercicios: «“La fe no se pierde, simplemente deja de informar la vida”. Es decir, deja de dar forma a la vida desde dentro. In-formare, etimológicamente, antes que significar solo y banalmente “dar noticias”, significa “dar forma por dentro”, “formar desde dentro”. […] Y es que la fe sirve precisamente para informar la vida, para dar forma a la vida. Solo se entiende para qué sirve la fe cuando esta informa la vida, solo cuando da a la vida una forma que solo la fe puede darle. Dejar de lado la fe la vuelve inútil»(47).
4. UNA COMPAÑÍA QUE NOS EDUCA
¿Cuál es el camino –la vía maestra– para entrar en esta experiencia tan envidiable como la que nos ha transmitido Jone o la que nos transmiten tantos amigos nuestros que viven sin aspavientos una profunda experiencia de fe? En cierto sentido ya lo hemos dicho: todo esto es posible por los ojos nuevos que nos concede la propia fe. Al mismo tiempo, también es cierto que esos ojos, que hemos recibido por puro acontecer de la gracia, como cualquier otro órgano deben ser entrenados y educados. Igual que el alpinista ve puntos de apoyo y consigue apoyarse porque ha adquirido cierta familiaridad con el arte de la escalada, del mismo modo hay que educar los ojos de la fe. Es necesario un trabajo, una ascesis. Pero no los
educamos solos. Hace falta un lugar, una compañía.
Permitidme que lea un precioso fragmento de Benedicto XVI: «No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia y me introduce así en la multitud de los creyentes, en una comunión que no es solo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal solo si es también comunitaria: puede ser mi fe solo si se vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, la fe común de la única Iglesia. [...] Así nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia podrá percibirse, a un tiempo,
destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera»(48).
Estamos en camino. El camino para entrar en esa mirada de la que hablamos es la pertenencia. La verdadera ascesis consiste en dar crédito, dejarse ceñir por una realidad comunional que nos lleva allí donde nosotros solos no podríamos llegar.
La compañía es el camino que nos educa en esta nueva mirada. Recorrer el camino en el que nos hemos introducido por este encuentro consiste en dejarse educar. En este camino también está por medio –evidentemente– la libertad, hace falta la energía de la libertad: una humildad o, si se quiere, eso que el evangelio llama «pobreza de espíritu».
La sociedad contemporánea te dice: si quieres ser libre, debes juzgarlo todo tú solo, no debes dejar que nadie invada tu espacio privado. Por desgracia, a veces también nosotros estamos tentados de pensar así.
Pero nosotros decimos lo contrario: decimos que la comunión es lo que libera al yo (por eso nos llamamos «Comunión y Liberación»). ¿Pero de qué modo actúa el Misterio? «El Padre obra mediante Cristo y, por tanto, mediante la Iglesia y también la comunión entre nosotros. ¡Qué peso eterno, qué valor infinito, qué densidad poseen estas palabras, que nosotros usamos como el papel de usar y tirar con el que juegan nuestros hijos!»(49).
En definitiva, yo no salgo por mí mismo de mi punto de vista para entrar en esa mirada nueva que nace de la fe. Veamos lo que dice Giussani a propósito de esto: «Un encuentro: has encontrado esta compañía; y esta es la modalidad con la que el misterio de Jesús, Jesús, la presencia de Jesús en la historia, ha llamado a la puerta de tu casa. Ahora –¡ahora!– te está llamando de la misma manera, porque es “ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8). Siguiendo esta compañía te vuelves tú mismo, o sea, tratando de concebir la vida como la concibe esta compañía, tratando de sentir las relaciones como te indica esta compañía, como te sugiere esta compañía, según el ejemplo que te da esta compañía (por ello son importantes los mayores y la autoridad). Te vuelves tú mismo si obedeces, si te identificas con las características de esta compañía, si no objetas: “¡Pero yo soy yo! ¿Por qué debo seguir a estos?”, o también: “Yo sigo las normas morales, pero no sigo las indicaciones que me dan. Por ejemplo, para estos, la oración más bella, más humana, más eficaz, más persuasiva, es la liturgia. En cambio yo sigo a otros que exaltan la oración privada”. Son dos modos de adorar a Dios, pero si tú has encontrado esta compañía debes seguirla, identificarte con nosotros, con la experiencia que nosotros vivimos: esto exalta tu fisonomía, tu carácter, tu personalidad. El problema no es el de observar ciertas reglas, sino el de identificarte con un espíritu, identificarte con una mentalidad, con una sensibilidad; es decir, identificarte con un carisma –es el término general–, con la modalidad con la que el Misterio de Dios hecho hombre te ha alcanzado persuasivamente y te ha dicho: “¡Ven!”» (50).
Aunque esto sea verdad, uno puede decir: «Sí, ok, pero si no siento una correspondencia, ¿por qué tengo que seguir?», entendiendo la correspondencia como aquello que se nos propone y con la forma en que se me propone. O bien: «Creo que no lo entiendo», otra objeción habitual. A lo que respondo: es razonable seguir incluso cuando no se entiende todo.
Es una consecuencia de lo que acabamos de escuchar de don Giussani. Eso no quiere decir que yo sigo pero niego mi razón y mi corazón, eso sería alienación. La disponibilidad no es fideísmo. Siempre tengo la posibilidad de verificar –¡verificar!– la propuesta que se me hace. Pero para verificarla en primer lugar tengo que dar crédito a quien me la hace y asumirla como hipótesis positiva. ¿Por qué sigo incluso cuando algo parece que no me corresponde y hasta me pone en crisis? Por fidelidad al encuentro que he tenido, a la forma en que el misterio de Jesús ha llamado a mi
casa, y a la tuya. ¿Y por qué, para ser fiel al encuentro que he tenido, debo seguir precisamente a estas personas en lugar de a otras? Porque la fidelidad en último término no es a ellos, sino a Aquel que está presente dentro de la objetividad de esta compañía guiada hacia el destino, donde sigue presente, al margen de todos los errores que cualquiera de nosotros pueda cometer, mostrándose como lo único que responde en la vida: «Señor, [si nos alejamos de ti] ¿a quién vamos a acudir? [Solo] Tú tienes palabras de vida eterna»(51).
5. DE LA FE, LA MISIÓN
El culmen de esta mirada nueva que nace de la fe está en mirar al otro con el anhelo de que pueda encontrarse con el mismo Acontecimiento que llena mi vida. Eso se llama misión. El Papa insistió mucho el 15 de octubre en esta palabra, dedicándole toda la parte final de su discurso.
Nos decía Su Excelencia monseñor Paolo Martinelli en la Asamblea Internacional de Responsables en agosto: «Estoy aprendiendo que ser enviados quiere decir ante todo que siempre hay Alguien que nos envía. Esto significa que ser enviados solo es posible si hay un nexo profundo con quien te envía. En cuanto se olvida esto, se pierde el sentido de la misión. Pierdes el sentido de ti mismo».
La misión está allí donde estás llamado a vivir y se desarrolla como Dios quiera. De lo contrario no sería misión. Misión quiere decir que hay Uno que te envía; quiere decir que tú, a través del encuentro, has sido elegido, elegido para dar a conocer a todos a Aquel que, sin ningún mérito tuyo, te ha elegido, te ha preferido. Te ha elegido para esta tarea. Por tanto, si te ha elegido para esta tarea, si te ha llamado –vocación– y si ese ser llamado coincide con ser enviado, eso significa que tú, allí donde estés, eres consciente de que no estás allí solo por ti mismo, solo por tu proyecto, solo para tu provecho, solo para obtener lo máximo que puedas obtener, sino que estás allí para responder a Alguien que te quiere allí, estás allí porque Alguien te ha enviado y quiere darse a conocer a través de ti, a través de lo que Él, si tú lo reconoces y lo acoges, cambia en ti.
Esta conciencia es para nosotros el inicio de la misión.
Pensemos, por ejemplo, en todos los que están en las zonas más impensables del mundo por trabajo y cómo esta conciencia puede cambiar su forma de estar allí: están allí por trabajo, sí, pero ya no solo están allí por trabajo, sino para que otros, a través de su vida, puedan encontrar y conocer a Cristo, y esto incide también en su forma de afrontar el trabajo y sus circunstancias.
6. LA LIBERTAD SE JUEGA EN LA PETICIÓN
Todo esto es posible, de principio a fin, por el acontecimiento de la iniciativa de Otro. La gracia tiene el primado no solo al principio, ni solo al final, sino en cada paso del camino. Por tanto, es una gracia lo que me permite entrar en la experiencia nueva de la que hemos hablado. Pero –como decíamos– nuestra libertad también se pone en juego como petición.
Un fragmento de ¿Se puede (verdaderamente) vivir así? lo repite en otros términos, resumiendo el recorrido que hemos hecho.
Una persona que empezaba el camino del noviciado en los Memores Domini le dice a don Giussani: «Se aprende a amar a Cristo en la relación con la realidad, pero yo corro el riesgo de ser panteísta porque creo que debo entregar la vida a una persona, a Cristo».
Para responder, él cambia la perspectiva: «Esa es una hipótesis puramente abstracta, no son más que palabras que se dicen. Se aprende a amar a Cristo porque Él se te revela. Lo siento pero estáis aquí porque habéis sido objeto de la iniciativa de Otro: ¡vosotros
no habéis elegido la ocasión que os ha traído hasta aquí! Por tanto, siempre es una profunda ingratitud no recordarlo, peor aún, renunciar a ello. Se aprende a amar a Cristo reconociendo su presencia. Es una gracia: igual que lo es la gracia, también lo es reconocerlo. El desarrollo de esta gracia se llama petición.
El padre Kolbe, cuando estaba en el búnker donde murió, en esas horas terribles, mientras rezaba, ¡se unió y conoció a Cristo mucho más profundamente que cuando estudiaba teología en el seminario! No es conociendo la realidad como se conoce a Cristo, porque falta el nexo. Conociendo a Cristo es como se conoce la realidad. Y se conoce más a Cristo pidiéndolo»(52).
Evidentemente, Giussani aquí no contrapone a Cristo con la realidad ni minusvalora la relación con la realidad como camino hacia Él, pero quiere subrayar que solo podemos «amar» a Cristo si Él toma la iniciativa de hacerse presente. De hecho, el conocimiento de Él, de su divinidad, no es el resultado de una indagación racional, sino un don. Nosotros somos objeto de un don.
Concluyo con las palabras que decía don Giussani en una conversación con un grupo de adultos en Milán, en 1977, que es como si hoy nos las dirigiera a nosotros del mismo modo: «Aunque tenga que atravesar con fatiga todos mis límites, la conciencia de mi pecado, me alegra hablaros no para hacer un discurso, sino para pronunciar palabras que son la vida. No en un sentido abstracto y genérico, como definiciones; estas palabras describen tu persona, el destino hacia lo que fluye tu ser, al que Dios dio origen en el seno de tu madre y que lleva tu nombre. El significado de tu persona no reside en tu nombre, mejor dicho, tu verdadero nombre es otro: es la fe que se te ha dado»(53).
(1) Jn 17,11.17-23
(2) L. Giussani, Dar la vida por la obra de Otro, Encuentro, Madrid 2021, pp. 168-169.
(3) Francisco, «Que arda en vuestros corazones esta santa inquietud profética y misionera», supl. a Huellas, n. 10/2022, pp. 14-15
(4) L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2023, p. 144.
(5) Cf. L. Giussani, «Cómo educar en el sentido de la Iglesia» (1960), en Llevar la esperanza. Primeros escritos, Encuentro, Madrid 1998, p. 30.
(6) Véase, aparte de los textos seleccionados en L. Giussani, Llevar la esperanza, op. cit., por ejemplo: L. Giussani, El camino a la verdad es una
experiencia, Encuen-tro, Madrid 2007, que contiene textos de 1959, 1960 y 1964; El movimiento de Comunión y Liberación (1954-1986). Entrevista
de Robi Ronza (1987), Encuentro, Madrid 2010.
(7) L. Giussani, La autoconciencia del cosmos, Encuentro, Madrid 2002, pp. 275, 289.
(8) G.B. Montini citado en A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, Encuentro, Madrid 2015, p. 322.
(9) L. Giussani, Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2012, pp. 117-118. 10 L. Giussani, El sentido religioso, op. cit., p. 27.
(11) L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, Encuentro, Madrid 2000, p. 337. 12 L. Giussani, Educar es un riesgo, op. cit., pp. 120-121.
(12) L. Giussani, Educar es un riesgo, op. cit., pp. 120-121.
(13) L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 2007, p. 60. Giussani retoma aquí el contenido de un texto anterior: Los orígenes de la pretensión
cristiana (Encuentro, Madrid 2011), concretamente los capítulos 3 a 7.
(14) L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, op. cit., p. 31.
(15) Ibídem, p. 41.
(16) Ibídem, p. 41.
(17) Jn 1,35-51.
(18) L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, op. cit., p. 44.
(19) Ibídem, pp. 45-46.
(20) Ibídem, p. 46.
(21) Ibídem, p. 48.
(22) Retomando en ¿Se puede (verdaderamente) vivir así? el itinerario de la fe que desarrolló con estos cinco puntos en ¿Se puede
vivir así?, Giussani sugiere una subdivisión distinta, en seis puntos, que yo adopto aquí. De hecho dice: «Yo pondría seis
puntos: el cuarto es nuestra pregunta “¿Quién es este?”; el quinto es su respuesta, porque no somos nosotros los que
demostramos que Cristo es Dios (llegamos hasta formular esa pregunta, una pregunta inexorable, inevitable; no hay ningún
filósofo, ningún matemático, no hay nadie que pueda responder; pero si no me planteo esta pregunta, debo negar algo que me
resulta patente: debo ir contra la evidencia); entonces el sexto punto es el coraje de decir sí: lo que nos toca a nosotros es el
coraje de adherirnos»; L. Giussani, ¿Se puede (verdaderamente) vivir así?, Encuentro, Madrid 2023, p. 136.
(23) Mc 8,27.
(24) Mt 16,15-16.
(25) L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, op. cit., p. 88.
(26) Mt 16,17.
(27) L. Giussani, ¿Se puede (verdaderamente) vivir así?, op. cit., pp. 92, 91.
(28) Ibídem, p. 115.
(29) Ibídem, p. 136.
(30) L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, op. cit., p. 50.
(31) L. Giussani, ¿Se puede (verdaderamente) vivir así?, op. cit., p. 92.
(32) Ibídem, p. 139.
(33) L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, op. cit., p. 50.
(34) L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid
2019, p. 44.
(35) Ibídem, pp. 44, 47.
(36) Jn 9,24-25.30.34.38; las cursivas son nuestras.
(37) A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, op. cit., p. 66.
(38) L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, op. cit., p. 303.
(39) L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, p. 62.
(40) L. Giussani, «Tu» (o dell’amicizia), Bur, Milán 1997, p. 51.
(41) L. Giussani, El rostro del hombre, Encuentro, Madrid 1996, pp. 92-93.
(42) L. Giussani, La conveniencia humana de la fe, Encuentro, Madrid 2019, p. 115.
(43) L. Giussani, In cammino (1992-1998), Bur, Milán 2014, pp. 193-194.
(44) J. Echarri, «Una misión en silencio», Huellas, n. 6/2023, pp. 26-28.
(45) L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, op. cit., pp. 29-30.
(46) M.-G. Lepori, Fijos los ojos en Jesús, que inició y completa nuestra fe, Ejercicios espirituales de la
Fraternidad de Comunión y Liberación 2023, p. 45.
(47) Ibídem, p. 46.
(48) Benedicto XVI, Audiencia general, 31 de octubre de 2012.
(49) L. Giussani, La fe es reconocer una presencia, Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con
un grupo de adultos, Milán 1977, en Litterae Communionis-Huellas, n. 11/2000.
(50) L. Giussani, De un temperamento, un método, Encuentro, Madrid 2008, p. 14.
(51) Jn 6,68.
(52) L. Giussani, Si può (veramente?!) vivere così?, Bur, Milán 2020, p. 572.
(53) L. Giussani, La fe es reconocer una presencia, op. cit.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón