Kiev. En medio de un conflicto que lo ha destruido todo, la búsqueda de un significado. Un seminarista greco-católico cuenta su camino y cómo nació la Jornada de apertura de curso
Cuando se habla de Ucrania uno piensa en imágenes de muerte y destrucción, aparte de los millones de refugiados que han huido a Europa y otras partes del mundo, pero Ucrania no solo es esa herida. Mejor dicho, precisamente esa herida impulsa aún más la búsqueda de una esperanza, de un significado. Gracias a la esperanza vivida en Ucrania durante el primer año de guerra y a ciertas relaciones con amigos del movimiento que transformaron mi forma de mirar la vida y las relaciones, maduré dos decisiones importantes: entrar en el seminario greco-católico de Kiev e inscribirme en la Fraternidad de CL.
Esta decisión me alejó sin duda de Italia pero el deseo de continuar el camino de CL persistía y por eso dediqué mucho tiempo a pensar en posibles “estrategias” a seguir. Releyendo los Ejercicios de la Fraternidad de este año pude encontrar una sugerencia muy importante: partir del propio corazón, ardiente, preguntándote por qué haces las cosas, buscando el sentido, el gusto, volviendo a la raíz de uno mismo, y ese fuego que comienza en el propio corazón luego se expande hacia el corazón del resto. Tomando en serio mi deseo de plenitud, lo más natural era vivir –sencillamente vivir– desde el principio con mis nuevos compañeros de seminario a la altura de ese deseo y de mi camino de fe. Empecé a leer con más constancia la Escuela de comunidad, a confrontarme con varios amigos y a vivir de esta forma el trabajo, el estudio, los pequeños servicios cotidianos… Poco a poco, algunos de ellos empezaron a sentir curiosidad y surgieron preguntas interesantes, provocaciones dramáticas, referidas al contexto de guerra en que vivimos, la fatiga diaria, la incertidumbre y otras cuestiones personales, que tienen que ver con el estudio de la filosofía y la teología. No está dicho que, por el mero hecho de vivir en el seminario, tengas una vida espiritual profunda. Se favorece, sí, pero nada es automático. Yo respondía que vivo así porque sigo pegado a la experiencia del movimiento, que me invita a tomar en serio las exigencias fundamentales de mi corazón.
Cuando me enteré de la Jornada de apertura de curso, quise invitar a mis amigos más cercanos para conectarnos por video y vivir ese gesto con nuestros amigos ucranianos que ahora viven en Italia. Los invité a pesar de no tener un lugar donde reunirnos. También invité a una amiga de la comunidad de Kiev y sinceramente no esperaba que me respondiera pues hasta ese momento solo habíamos hablado por chat. Pero me respondió: «¿Tenéis algún lugar donde ir?». «No, todavía lo estoy buscando, luego te digo». «Podéis venir a mi casa…».
Para mí fue el signo de que lo que estaba buscando no solo era “idea” mía. Vinieron tres de mis compañeros, los demás estaban enfermos. Así que éramos cinco en total. Fue precioso vivir juntos la asamblea. Nuestra prioridad no era que “todos piensen como yo” sino que “todos tenemos el mismo deseo de encontrar algo que responda a nuestras preguntas y acompañarnos en ello”, y eso venció la timidez entre nosotros e hizo posible un encuentro entre diversas confesiones (nosotros greco-católicos y mi amiga protestante). Aun siendo la primera vez que veía a esta chica, la relación con ella fue muy familiar desde el principio, por ese deseo de caminar dentro de una compañía que busca lo mismo que yo. Solo eso hace familiar cualquier circunstancia y a cualquier persona.
Después de cantar Dios grande y único, uno de los cantos ucranianos más populares, donde se pide a Dios que proteja a Ucrania, escuchamos los testimonios y la breve lección de monseñor Giovanni Mosciatti, obispo de Imola. Fue impresionante, para ellos y para mí, oír palabras que no hablaban de Dios en abstracto, sino que solo y siempre hablaban de la vida. Nos sorprendió la experiencia de estar juntos y ver que uno puede afrontar problemas urgentes de la vida cotidiana de otra manera. Al despedirnos, agradecí a esta chica que nos acogiera. No podíamos darlo por descontado, de hecho fue algo absolutamente inesperado, y para mí era el signo de lo que todos buscamos. En la cena pude ver una mirada distinta también entre nosotros, los seminaristas, haciéndonos preguntas para conocernos mejor, preguntas profundas que tenían que ver con la vida, descubriendo nuestras heridas y las necesidades de unos y otros, tratando de ir hasta el fondo de lo que nuestro corazón anhela. Y veo que esa mirada continúa.
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Ucrania. Una mirada en medio de la más negra oscuridad. El testimonio de Leona y Francesca, que viven en Italia desde que estalló la guerra, en la jornada de apertura de curso de su comunidad
Vengo de Jarkov. Cuando estalló la guerra, salí de mi país sin la más mínima idea de lo que iba a pasar. Mis certezas sobre el futuro ya no existían, solo había una realidad difícil de creer, pues nunca en mi vida habría pensado que pudiera pasar todo esto. Sentía miedo por mis seres queridos y rabia porque todo hubiera cambiado así de un día para otro. Era incapaz de concebir que nada volvería a ser como antes. Recuerdo que casi no sentía ninguna emoción, me parecía que estaba viviendo durante meses en un sueño.
Llegar a Italia fue como un soplo de aire fresco, aquí pude volver a empezar, con todo el dolor que llevaba dentro y que hasta ese momento había sofocado. No entendía por qué yo estaba aquí “a salvo” mientras los demás seguían allí, en Ucrania, viviendo bajo las bombas, refugiados en sótanos o en el metro, pensando que mañana podrían no despertar. ¿Cómo podía reír o ser feliz cuando mis seres queridos seguían allí? Con el tiempo fui conociendo a personas increíbles, unidas por la fe. Me decían que Dios se manifestaba a través de mí y comprendí que yo no estaba aquí por casualidad, que podía llevar la luz que había encontrado. No importa si siento vacío, felicidad o dolor, en todo estoy acompañada. No estoy sola en mi camino.
Leona Hirka
24 de febrero de 2022. Para mí, igual que para muchos, esta fecha significa mucho. A veces parece que mi vida se ha partido en un antes del 24 de febrero y un después. Ese día empezó, con toda su carga de dolor e impacto, el conflicto en Ucrania, donde vivía con mi marido y mis hijos. También es el día en que una prueba clínica diagnosticó un serio problema de salud en nuestro segundo hijo.
Estos dos hechos están muy unidos para mí: porque sucedieron a la vez y porque son misteriosos. Precisamente por la prueba de mi hijo, nos encontrábamos en Italia cuando estalló la guerra. Ambos hechos abrieron una herida enorme en mi vida. Una herida que me deja a menudo sin palabras, a veces muy triste, otras veces resentida o con la percepción de no entender nada de lo que se me pide. Necesité meses para darme cuenta de lo que estaba pasando, que estaba pasando de verdad, cambiando tantas imágenes que tenía de nuestra propia vida. He deseado muchas veces arrancarme esta herida. Las preguntas, las cosas que no entiendo (aún hoy) son muchas, pero si me fijo en el nervio más profundo que tocan, el punto que ponen en crisis es la fe. Crisis en sentido positivo. Estas circunstancias me han puesto delante del Misterio, han abierto una pregunta radical: ¿quién eres tú, Cristo? ¿Qué me estás diciendo?
Se han puesto en cuestión muchas cosas que creía saber o haber entendido, palabras que siempre había usado y que parecía que ya no significaban nada, hasta que no las descubres en tu propia carne parecen definiciones abstractas. Sentía mucho rencor y tristeza.
Durante la Navidad de 2022, después de meses preguntándome por el sentido de lo que estaba pasando, se abrió una pequeña grieta en el muro que me había construido. Me di cuenta de que llevaba meses “dándole vueltas” a todo, pero el centro siempre era yo: yo hacía las preguntas y yo trataba de responder. Me di cuenta de que ese monólogo infinito podía convertirse en diálogo, podía dirigir esas preguntas al Único capaz de responder, de lo contrario solo serían mis propios razonamientos. Ese fue un primer paso importante: volver a empezar a pedir, a gritar, a ofrecer. Con la oración, pero también a personas donde veía una fe mayor que la mía. Recuerdo cuando mi amiga Aude, de Leópolis, pasó por Milán y fui a despedirla con una pregunta que me ardía dentro, que tenía que hacerle antes de que se fuera: ¿qué experiencia de fe has vivido este año en guerra?
Era decisivo preguntárselo, porque ante mis ojos muchas veces prevalecía el mal. Me veía como los discípulos de Emaús, que se van tristes de Jerusalén. Yo necesitaba ver personas con una fe más grande, ver lo que vivían, lo que aprendían de su relación con Jesús, cómo les sostenía en medio de una oscuridad tan profunda, dónde veían la Resurrección.
Todavía hay muchas cosas que no entiendo, pero quiero permanecer en este diálogo. Y la única forma que conozco es estar en esta compañía que educa mi mirada y mi corazón para reconocerlo. Pongo dos pequeños ejemplos. Este verano fuimos a las vacaciones del movimiento con la comunidad italiana con la que vivimos. Llegué muy cansada, abatida por los tratamientos de mi hijo que no daban los resultados esperados, solo veía fatiga. Pero empecé a darme cuenta de cómo ciertas personas miraban a mi hijo, como hacía mucho que yo no lo miraba: como lo miraría Dios, lleno de alegría porque existe, sin preocuparse tanto por la “fatiga”.
La mirada de ciertos amigos me cambió, me devolvió la alegría que tantas veces me falta. Esos días di un paso importante: entendí que hasta para querer a mis hijos necesito un lugar que me eduque para mirarlos de verdad.
El mes pasado cayó enfermo nuestro tercer hijo. Fiebre alta que no remitía con la medicina y movimientos extraños. Fuimos a urgencias al hospital, donde los médicos plantearon la hipótesis de un problema neurológico. Para mí fueron horas muy duras. El calvario de pruebas ya lo conocía, ya lo había hecho con otro hijo. Tenía la sensación de estar viviendo un déjà-vu, era incapaz de pensar que aquello pudiera estar pasando y decía: “Señor, ahora estás yendo demasiado lejos”. En urgencias no había cobertura, así que no pude avisar a nadie, ni a mi marido.
Tampoco era capaz de formular con claridad ni una oración y me parecía terrible no poder pedirle a nadie que rezara conmigo o por mí. Pero de pronto, no sé por qué, pensé en Quique, monje de la Cascinazza que había subido al cielo unos meses antes. Me dije: “Ahí tengo un amigo que no necesita wi-fi”. Se lo pedí todo. Durante las pruebas sentía que estaba conmigo, que lo veía y lo sabía todo. Al cabo de unas horas, mi hijo empezó a estar mejor y excluyeron las consecuencias más graves. Creo que fue por intercesión de Quique. Pero lo cuento porque es el ejemplo más bonito de que ahora tengo una compañía impensable pero real que se me da, de cómo el Señor se nos acerca en el momento en que más solo te parece estar. Para mí, esta compañía –Su compañía– es el mayor regalo en este camino tan misterioso, donde todavía hay mucho que atravesar y descubrir.
Francesca Perrucchini
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