Apuntes de la síntesis de Francesco Ferrari en el Equipe de los universitarios de CL (La Thuile, 1 de septiembre de 2023)
1. Los rasgos excepcionales de Cristo
No voy a resumir esta mañana toda la riqueza de estos días, solo quiero profundizar en lo que, junto a los amigos del Centro del CLU, hemos reconocido como las cuestiones más importantes que han salido. La primera es sin duda esta: el rostro de Cristo, los rasgos excepcionales de Cristo.
Cristo era un judío que vivió en Palestina hace dos mil años. Debía ser físicamente atlético, viendo todo lo que caminó y lo que aguantó durante la Pasión. Sin duda era un hombre bueno, de una bondad inmensa, inimaginable. Era un hombre inteligente, que también sabía responder a las provocaciones de la realidad con inteligencia. Explicaba la vida con parábolas. Era un hombre al que le encantaba estar con la gente pero que muchas veces se quedaba solo en silencio. Era un hombre libre, hablaba con libertad, no dependía de las opiniones de nadie. Pero sobre todo era un hombre que hacía gestos excepcionales que nadie más podía hacer, hacía milagros, milagros de varios tipos: ahí estaban las curaciones, pero también estaba el milagro de una comprensión del corazón humano como nadie.
2. Los discípulos delante de Él
Los discípulos que lo seguían estaban fascinados por esos gestos, por esos rasgos tan particulares. Estaban fascinados por sus rasgos más externos, más sencillos. De hecho, debía ser fascinante mirar a este hombre, cómo hablaba con la gente, cómo se relacionaba con el mundo. Cuanto más estaban con él, más le seguían y más les sorprendían esos rasgos tan excepcionales. Cuanto más convivían con él, más remitían esos rasgos a algo escondido, a un corazón que empezaba a vibrar en los discípulos. Remitían a algo que suscitaba una pregunta: «¿Pero quién eres?». Y cuanto más lo seguían, más les urgía esa pregunta. No todos quisieron entender quién era aquel hombre. Estos días lo decía uno de nosotros: «¿Qué necesidad tengo de decir “Cristo”?». Ninguna, depende de lo que tú quieras. Es tu decisión.
No todos quisieron entender quién era aquel hombre, muchos se conformaron con lo que ya pensaban. Los discípulos no, los discípulos querían entender. Pero no sabían ni podían responder a esa pregunta: «¿Quién eres tú?»; no solos, era imposible. De hecho, a esa urgencia suya, a esa pregunta, es Cristo quien responde: «Yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida. Yo soy el Hijo de Dios. Soy la razón por la que tú existes, por la que tú vives, amas, sufres, deseas. Soy el sentido de todo tu sufrimiento. Yo soy Dios». Tratemos de quitarle todo el desparpajo con que solemos usar esta palabra, Cristo. «Yo soy Dios». Pensad en la primera vez que empezó a decir estas cosas: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). En un momento dado, Cristo desveló su rostro, su rostro más auténtico, su rostro más profundo.
3. El inicio de la fe
Ahí, delante de lo que Cristo decía de sí mismo, es donde nace la fe. Porque la fe, dice Giussani, es reconocer una presencia. Los discípulos, en un momento dado, empezaron a reconocer esa presencia. No solo la excepcionalidad de aquel hombre, sino quién era realmente. Dice Jesús a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», y Pedro responde: «Tú eres el Mesías» (Mt 16,15-16).
Cuando Pedro dio esa respuesta reconoció la verdad más profunda de aquella presencia. Pero cuando Pedro dio esa respuesta tenía ante sus ojos a un hombre, no estaba viendo la divinidad de Cristo, ¡estaba viendo a un hombre! Pedro empezó a creer lo que ese hombre le había dicho de sí mismo. Tenía fe en él, confiaba en lo que ese hombre le había dicho y por eso lo veía con verdad, lo veía mejor que todos los demás que se conformaban con decir de ese hombre lo que ellos mismos habían decidido.
«Tú eres Dios». La fe es esa confianza en las palabras de otro que te lleva a un conocimiento mayor, más verdadero. «Los discípulos veían su humanidad, pero creían en su divinidad», nos decía ayer Martino. Veían su humanidad, pero creían en su divinidad, en lo que él les había dicho.
Ese acto de fe en lo que aquel hombre decía de sí es una gracia. Fue una gracia el encuentro con Cristo (los discípulos no decidieron encontrarse con Cristo); fue una gracia la fidelidad a Cristo en la convivencia con él. Fue una gracia el acto de reconocimiento verdadero de su presencia, creer en sus palabras; fue una gracia creer en su resurrección, es decir, creer que aquel rostro no se acabaría jamás. Ese es el inicio de la fe.
4. Una cuestión de libertad
Este reconocimiento es una gracia. Como decíamos, los discípulos no podían responder solos a la pregunta «¿quién eres?», es Cristo quien les ayuda a responder. Pero decir que es una gracia no significa decir que los discípulos no fueran libres. De hecho, no todos lo reconocieron, pero todos (los discípulos y el resto) tuvieron que decidir ante él.
Hay una famosa página donde Giussani cita el Diario de Kierkegaard: «La forma más baja del escándalo, humanamente hablando, es dejar sin solución todo el problema en torno a Cristo. La verdad es que se ha olvidado por completo el imperativo cristiano: tú debes. Que el cristianismo te haya sido anunciado significa que tú debes tomar una postura ante Cristo. Él [aquel rostro], o el hecho de que Él exista, o el hecho de que haya existido, es la decisión clave de toda la existencia». Esa es la página del Diario que cita, luego comenta Giussani: «Hay ciertas llamadas que, por su radicalidad, cuando un hombre las ha percibido, si actúa como un hombre, no pueden ser eliminadas, censuradas [ciertas llamadas de la vida: “¡qué cosa tan bella!”, ya no puedo censurarlo]. El hombre está obligado a decir sí, o a decir no. El hombre no puede desinteresarse ante el hecho de haberle llegado la noticia de que un hombre haya declarado: “Yo soy Dios”; tendrá que intentar alcanzar el convencimiento de que la noticia es verdadera o que es falsa» (Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2011, p. 42), si puede creer a ese hombre o no.
Los discípulos, como todos los que se encontraron con aquel hombre excepcional, en un momento dado tuvieron que posicionarse, usando su libertad, y decidir si se fiaban de él o no. «¿Por qué tengo que decir “Cristo?”». No tienes que hacerlo, pero tienes que decidir, eso sí.
¿Por qué es importante subrayar esta dimensión de decisión personal, de libertad personal? Porque solo si la fe es una decisión mía, solo si la fe es un acto de libertad y por tanto un acto mío, puede ser mi fe, puede ser un acto humano, puede ser un acto de amor.
Cristo, al presentarse en nuestra vida, se presenta siempre buscando y respetando, mendigando nuestra libertad. Por eso eligió un signo tan frágil, discreto y fácilmente malinterpretado como nuestra compañía. Más aún, eligió un signo tan frágil, discreto y aún más fácilmente malinterpretado como el pan y el vino en la eucaristía.
5. Nuestro caso
Nosotros también nos hemos encontrado con una humanidad excepcional, marcada por unos rasgos excepcionales. Una humanidad concreta, tan concreto como era Cristo. Nos hemos encontrado con una humanidad concreta: Luca, Francesco, Caterina; concreta: rostros, circunstancias.
Igual que entonces los discípulos veían gestos excepcionales, del mismo modo nosotros hemos visto y vemos gestos excepcionales. Pensando en estos días, me podría pasar horas contando cosas, hablando de gestos excepcionales que yo –yo, Francesco– he visto estos días, signos de la excepcionalidad del milagro de Cristo, es decir, un gesto que no se agota en la suma de sus elementos.
Veamos algún ejemplo.
Una familiaridad imposible. Ayer nos lo contaban nuestros amigos que han estado de Erasmus en Noruega, o Cecilia y los amigos portugueses. Una familiaridad, una comunión, una unidad que no tiene sentido sin Cristo. Decía Ester: «No estábamos juntos por nuestra simpatía ni por nuestras afinidades. Esta familiaridad nacía de la fe».
Una acogida –otro rasgo excepcional– sin límites, hasta el perdón. Nos decía Alfio ayer: «Yo soy un traidor en serie, pero siempre me han perdonado». Chicos, en este mundo que no te perdona nada y que te lo permite todo, como decía Chesterton, hay un lugar donde un traidor en serie (como él mismo se define) siempre ha sido perdonado; eso es una acogida infinita, hasta el perdón.
Una inteligencia de la realidad más profunda, como vemos en la preciosa historia de Alexandre. Por la educación que recibía yendo a la caritativa, nació en él una mirada distinta hacia la situación sanitaria de la gente a la que visitaba, una mirada nueva que veía más profundamente, una mirada más verdadera, incluso más verdadera que la de su profesor, que había estudiado más. Nos decía: «Nunca fui a la caritativa buscando preguntas científicas, pero la gratuidad genera una forma de mirar la realidad que te hace ver cosas nuevas».
Un amor más verdadero entre hombre y mujer, como Alexandre nos testimoniaba también.
Una alegría imposible, incluso ante los dramas más misteriosos. Una alegría imposible que no es la suma de nuestros rostros, como decían los amigos de Tobías la última noche de sus vacaciones, o muchos de vosotros en lo que contáis de situaciones familiares dramáticas.
Por último –aunque aún podría continuar–, la experiencia de la filiación, la experiencia –¡no el sentimiento!– de ser amados, la certeza de ser queridos incluso cuando la vida parece haberte abandonado. «Yo soy hijo de una promesa», nos decía Yuri.
Nosotros también, delante de esta excepcionalidad, ante estos rasgos excepcionales, somos testigos de un anuncio: toda esta vida nueva que veis, amigos, toda esta vida excepcional que veis, nace de la persona de Cristo, tiene su origen en ese rostro, en esa figura, tiene su origen en la persona de Cristo. Este es un anuncio que se nos hace, es una palabra que se nos dice: la fe nace de la escucha. Lo que importa es haber oído estas palabras. Nosotros lo hemos escuchado, y lo repetiremos siempre, hasta que se oiga: toda la belleza que podemos encontrar en esta compañía nuestra tan desastrada nace de Cristo, es signo de su Presencia en medio de nosotros. Este es el anuncio cristiano.
6. La fe
Ante este anuncio, nosotros también vemos interpelada nuestra libertad, también estamos llamados a una decisión. Tal vez –espero– hoy, después de estos días, podamos entender mejor qué significa estar llamados a posicionarnos. «Soy incapaz de decir “Cristo”»: es la objeción que oigo más a menudo. Pero nadie pretende que seas capaz de decir «Cristo». La cuestión es si tú, amigo mío, puedes y quieres confiar en lo que se te dice.
Os leo una cita de Giussani que nos ayuda a entender que confiar en las palabras que otro dice (la fe) no es algo irracional.
«Si el Misterio es la verdad del hombre y la verdad como Misterio no se puede conocer, si el Misterio coincide con ese hombre que está ahí, la verdad es ese hombre que está ahí. […] Es ese hombre presente. Este es el salto mortal contra el que se ha rebelado la humanidad estos siglos». ¿Por qué se rebelan? Porque confiar en otro para algo así supone depender de otro. Y el hombre, con toda su orgullosa pretensión, quiere ser dueño de sí mismo. «Si alguien te dice esto [el anuncio de Cristo: “Yo soy Dios”], o quiere engañarte del modo más vulgar y terrible, y entonces sería para matarlo –¡en efecto!– o bien tiene razón (es decir, no tengo ninguna razón que oponer). ¿Quién es este? Debo repetir sus palabras, [para responder a esta pregunta] estoy obligado a repetir sus palabras porque no tengo ningún dato de la experiencia que contraponer a sus palabras. Solo tengo datos de la experiencia que confirman sus palabras [toda esta belleza, toda esta excepcionalidad]: las confirman. Y cuanto más repito sus palabras, más las entiendo. […] La pregunta a la que hay que responder está grabada dentro como la característica fundamental de tu responsabilidad, como la expresión suprema de tu humanidad [la pregunta que debemos responder está implantada dentro de nuestra vida]: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?”, “Y vosotros [todos vosotros], ¿quién decís que soy?”. La única respuesta [la más razonable] es repetir lo que Él mismo dijo: “Sabemos que eres Dios porque lo has dicho”. De hecho, nadie puede hacer estas cosas más que Dios. […] Ese es el cristiano: el testigo de lo que Él dice de sí. No el teólogo, sino el amigo del que está ahí: el que le cree. Le cree por el testimonio que ha dado de sí mismo, y acepta su testimonio porque no hay nadie que haga, que sepa hacer y decir las cosas como Él las hace y las dice. No solo no es normal, sino humanamente inexplicable. La fe afirma algo porque Él lo ha dicho. Como una roca. […] Es razonable que uno acepte algo porque Él lo ha dicho, porque históricamente se puede aferrar y afirmar un comportamiento excepcional, una actuación excepcional, que no se ve en ninguna otra parte» (Si può (veramente?!) vivere così?, Bur, Milán 1996, pp. 92-94). Eso es la fe, el anuncio que se nos ha hecho, es la fe que podemos vivir: creer en el anuncio y en las palabras que se nos dicen.
7. La compañía y la oración
Ese salto mortal (como lo llama Giussani) nos da miedo, es como si fuéramos a perdernos, perdernos a nosotros mismos por afirmar y por tanto ligar nuestra vida a algo así. Pero no solo eso. Como hemos visto estos días, dentro de nosotros hay una debilidad mortal, una flojera, por lo que hay momentos en que intuimos, nos fiamos, pero luego parece que todo se derrumba.
¿Qué nos sostiene entonces? Como decíamos en los Ejercicios, Giussani indicaba dos grandes cauces en el camino cristiano: la compañía y la oración. ¿Qué lugar ocupa entonces la comunidad, el hecho de estar aquí juntos? Retomo la cita de Benedicto XVI que leía Davide: «No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia […]. Nuestra fe es verdaderamente personal [es mía] solo si es también comunitaria: puede ser mi fe solo si se vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia» (Audiencia general, 31 de octubre de 2012). ¿Por qué?
El encuentro inicial tuvo lugar dentro de una compañía, la excepcionalidad que me fascina está dentro de una compañía, el anuncio que se me hace se da en una compañía, en un lugar. Entonces, como con los apóstoles, es conviviendo con esta compañía como puedo caminar en la fe.
El otro cauce, el otro instrumento es la oración, la petición, porque si bien es cierto que la fe es una gracia, también es cierto que es un acto de la libertad, por tanto debemos pedir, pedir que podamos decir sí. Debemos rezar en nuestras comunidades. Si no hay oración, falta el verdadero horizonte de nuestra compañía y entonces solo quedará nuestra desastrada humanidad que dejará de remitir a nada más.
Nuestra vida es realmente un juego de gracia y petición, donde mi fidelidad y mi camino dentro de esta compañía son posibles por su fidelidad y su gracia. Pero su gracia, ser perdonado siempre, suscita cada vez más en nosotros un deseo de fidelidad, es decir, de amar hasta el final, de responder hasta el final.
8. La verificación de la fe
La fe es confiar en lo que Cristo me ha dicho, a través de la compañía que he encontrado. Y Cristo –lo repetimos para no olvidarlo nunca– declara ser la respuesta a todo el deseo de mi corazón. Pero «si Cristo es de verdad la respuesta a mi vida, tiene que “verse” de alguna manera» (L. Giussani, Un avvenimento di vita cioè una storia, Edit-Il Sabato, Roma, 1993, p. 341).
La verificación de la fe consiste entonces en verificar si, teniendo confianza, fe, en el anuncio de Cristo que se me hace, mi vida cambia, toda mi vida cambia. No si soy capaz de cambiar, sino si mi fe, mi confianza en Él hace nueva la vida, si mi vida empieza a respirar por esa excepcionalidad que he visto.
La verificación de la fe nace así de un deseo. El deseo de que todo pueda tener que ver con el encuentro (porque si tú eres Dios, entonces todo tiene que ver contigo) con ese hombre excepcional. Todo se carga de una promesa de excepcionalidad. Todo puede volverse nuevo por ese encuentro. Solo una totalidad así corresponde de verdad, hasta el fondo, a nuestro corazón (porque nuestro corazón es una exigencia infinita).
Escuchad estas palabras de Bergoglio en el prólogo de El sentido religioso: «El hombre no puede conformarse con respuestas a medias o parciales, obligándose a censurar u olvidar algún aspecto de la realidad. De hecho lo hacemos, y esa es la fuga, la huida de uno mismo. El hombre necesita una respuesta total, que abarque y salve todo el horizonte de su yo y de la existencia. Dentro de él lleva un anhelo de infinito, una tristeza infinita, una nostalgia […] que no se apaga si no es con una respuesta igualmente infinita. El corazón del hombre resulta ser un signo de un misterio, es decir, de algo o alguien que sea respuesta infinita. Más acá del Misterio, nunca las exigencias de felicidad, de amor, de justicia, encuentran una respuesta que satisfaga hasta el fondo el corazón del hombre. La vida sería un deseo absurdo si esta respuesta no existiera» (en L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2023, pp. 15-16). La verificación de la fe es el camino para descubrir que Cristo es verdad, cada vez más, que responde a mi vida entera, a mi corazón entero. La verificación de la fe es el descubrimiento de que Cristo es la victoria sobre el absurdo, la victoria del Misterio sobre el absurdo.
9. Totalidad y camino
Esta totalidad que deseamos, ver cómo Cristo cambia la vida entera, lo que tiene que decir sobre todas las circunstancias de la vida, es la meta. «Hay continentes enteros donde Cristo aún no ha entrado» (G. Biffi, La multiforme sapienza di Dio, Cantagalli, Siena 2014, p. 114). Como nos decía Martino justamente, esta es una frase positiva, dolorosamente positiva, porque señala una falta pero promete un camino. La totalidad es la meta, pero también es una experiencia que ya empieza; es la meta y el camino, es algo que ya comienza. Ese inicio se manifiesta en la experiencia de una vida nueva, en la experiencia de la cultura, la caridad y la misión.
Esta vida a la luz de la Presencia que hemos encontrado es como un alba, donde todavía hay oscuridad pero ya empieza a verse una luz. Esa luz que empieza puede ser una minúscula llamita, pero viene totalmente cargada de la promesa del sol del mediodía. Cuando el sol caliente de lleno, iluminará, aclarará toda nuestra vida.
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