Entré a la universidad en 2020 y, tras un arduo trabajo para decidir qué era lo que realmente me construía y me hacía feliz, decidí estudiar artes visuales. Siempre sentí preferencia por el mundo del arte y creí que decidir sería fácil, pero tuve que enfrentarme a una visión –fea– de cómo debía elegir la carrera que es por la que muchos universitarios optan: apagando su corazón. Escuchaba muy seguido frases como: «te vas a morir de hambre» o «eres inteligente, puedes estudiar cualquier otra cosa que te dé plata y luego hacer lo que te gusta». Las personas que me lo decían evidentemente pretendían cuidarme, pero no se daban cuenta de que, en este intento de contribuir a mi bien, más bien me apagaban. Decidí entonces dejar a un lado esta mirada común y arriesgarme con lo que me hacía ser yo misma, aunque me costara mil veces más, y hoy, a pocos meses de terminar mi carrera, puedo decir firmemente que me alegro.
Cuando entré a estudiar, embobada por todas las cosas nuevas y un poco con el ego de artista que tenía, me opuse firmemente a la posibilidad de estudiar pedagogía porque pensaba que eso era «una manera fácil de vivir del arte» que no me interesaba. Cuento esto porque compartir la vida con los universitarios de CL me ayudó muchísimo a salir de mí misma, sin necesidad de olvidar quién soy, para poder enfrentarme a la realidad con una apertura a las cosas en lugar de encerrarme en mi pretensión sobre ellas. Esto me ha acompañado mucho estos cuatro años pues cuando me enfrentaba a una mala nota, algunas decisiones que debía tomar o incluso a algún profesor que me hacía sentir como si no sirviera, mis amigos llegaban portando una mirada que sostenía todo esto. Y un ejemplo claro ha sido mi forma de mirar la pedagogía.
Pude hacer una serie de talleres y actividades artísticas con niños de diferentes edades. Al principio todo fue superficial, los niños me hacían caso, yo pensaba cosas entretenidas, solo debía cumplir con lo que me pedían. Cuando les comenté a mis amigos del CLU cómo planificaba los talleres, lo que nacía en mí preparando el taller para esos niños, empezaron a decirme que veían en mí una felicidad desconocida. Empezó a abrirse paso en mí la pregunta sobre si aventurarme en la pedagogía o mantener mi idea de ser artista independiente, sin relacionarme con la educación. Ese tiempo fue bellísimo porque estos amigos me veían y sin falta me confrontaban sobre esta pregunta con cosas muy sencillas: cómo me sentía estando con los niños o si pensaba volver a hacer estas actividades, etc. Después de un tiempo la confrontación fue cada vez más seguida y el único impedimento que tenía para considerar la pedagogía era el hecho de que realmente me gustara ser profesora. En mi cabeza eso era razonable, pero cuando mis amigos se dieron cuenta de este miedo –que ahora me da risa– me preguntaban si realmente quería vivir así, escondiéndome de las cosas que reconocía que podían hacerme más feliz. Cuando caí en la cuenta de que este pequeño gesto de decir sí o no involucraba algo más grande, como vivir realmente mi vida o vivir subordinada por el miedo, elegí nuevamente, como la primera vez, vivir más fielmente a mi corazón, a lo que me construye.
Quizás sea un ejemplo muy pequeño y simple, pero en la compañía de estos amigos es que realmente he podido dar pasos que van construyendo y definiendo mi vida.
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