Hace justo dos años se me presentaba la oportunidad de realizar una parte de mis estudios en Santiago de Chile. A pesar de que ya esté estudiando fuera de casa, movido por querer buscar algo diferente a lo vivido estos años en la universidad y gracias a algunos amigos que me animaron sin dudar, mi decisión fue bastante fácil y rápida. Mi estancia allí fue de seis meses.
A principios de agosto llegué a Santiago con un amigo de la universidad que se encontraba en la misma situación que yo. Tanto a él como a mí, nos ansiaba el querer conocer y entender toda la novedad que nos rodeaba. Su cultura, que por aquel entonces poco conocíamos, la arquitectura de la ciudad y cómo ha sido construida, la música que se escuchaba en las calles, la gastronomía del país, el cambio político que se estaba llevando a cabo, el asombro ante el vocabulario de la gente, tan diferente al que usamos nosotros, y un largo etcétera. Recuerdo que las primeras semanas, al volver de la universidad, compartíamos todas las palabras y expresiones que íbamos aprendiendo y anotando en el móvil y que poco a poco íbamos añadiendo a nuestro vocabulario.
Recuerdo también que al poco tiempo de llegar, los universitarios del movimiento en Santiago me acogieron como si me conocieran de toda la vida. Aunque no sabían nada de mí me invitaron a participar en las actividades y gestos que allí se llevaban a cabo y a compartir la vida universitaria con ellos.
De entre todas las cosas que se me iban poniendo delante, una que me provocó especialmente fue la caritativa que llevábamos a cabo en Puente Alto, una comuna de más de medio millón de habitantes en el sur de la ciudad, concretamente en el barrio El Duraznal. Esta es una de las zonas más pobres de la ciudad. Se encuentra gravemente afectada por las drogas y la violencia en todos sus niveles. El gesto era muy sencillo, consistía en ir allí a pasar la tarde jugando al fútbol o a diferentes juegos y merendar juntos al atardecer. Desde el primer momento fui consciente de lo grande que era aquello, viendo cómo los niños esperaban durante toda la semana a que llegara ese momento, el martes por la tarde, para regalarnos su tiempo. Un ejemplo de la importancia que tenía este momento para los niños es que el castigo que recibían de sus padres cuando se portaban mal era no poder salir de casa los martes.
Fue sencillamente increíble ir descubriendo cómo los más mayores entre esos niños, que aparentemente no tenían nada y que no tenían ningún tipo de creencia religiosa, se acercaban a nosotros y nos preguntaban sobre la felicidad y cómo poder encontrarla o sobre el deseo que nos levantaba cada mañana. Esto fue un gran regalo puesto que me obligó a estar más atento, tanto a la realidad que me rodea como a mi propia persona. No pude resistirme a compartir con mis nuevos amigos aquel lugar.
A día de hoy, este cambio que se introdujo en mí a raíz de las preguntas que me hacían estos niños me permite tomarme mucho más en serio cada aspecto de mi vida en relación con este camino, con la felicidad y con un deseo que se ha convertido en el motor de mi vida.
Doy gracias a Dios por todos estos meses de poder descubrir personas tan diferentes, pero tan próximas a mí, y poder aprender junto a ellos su modo de vida y de acompañarse.
* Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos, Mallorca
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