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Huellas N.08, Septiembre 2023

RUTAS

Giacomo Leopardi. Cara inefable beldad

Mario Elisei

El manuscrito, la crítica, las interpretaciones. Cumple 200 años A su dama, su poema más vertiginoso, incomprendido y sobrecogedor del autor, que en este «himno de ignoto amante» encierra todo su drama

«Obra de 6 días. Septiembre 1823. A su Amor (tachado, ndr). Canción Décima. A su Dama». Así comienza el texto autógrafo de Giacomo Leopardi que podríamos denominar la “copia en bruto” de su poesía, un manuscrito interesantísimo tanto por su contenido –con sus variantes, intuiciones e ideas inspiradoras– como por la forma de su composición.
Ya en el íncipit aparecen indicaciones sustanciales donde «Dama» va escrito con “D” mayúscula, así como la primera idea del título, tachado después, «Amor», escrito con “A” mayúscula. Al concepto de Dama, A su Amor, Leopardi le otorga una singularidad, una excepcionalidad que le es propia.
A su Dama es uno de los milagros de la lírica leopardiana. Lástima que no se estudie en las aulas. Compuso esta canción tras más de un año de silencio poético desde el Himno a los patriarcas y cuando sus intereses ya estaban orientados hacia sus Operetas morales. Es un poema de amor dedicado no a la mujer como idea, sino a la mujer como belleza. Veremos la diferencia.
Este poema fue objeto de profundos análisis por parte de la crítica, que intentó interpretar su contenido seccionando palabras y abstrayendo versos, pero censurando el contenido en su conjunto. El propio Pietro Giordani, el primer amigo de Leopardi, la interpretó de manera equívoca y hasta Manzoni reconoció no haberla entendido, confesando que la había apartado entre las obras «más oscuras y menos poéticas» del autor de Recanati. En efecto, el canto A su Dama resulta extraño respecto a toda la producción de Leopardi porque aborda temas que parece que se le escapan de las manos.
Nos encontramos con uno de los grandes temas, la belleza, personificado en la figura de una «dama que no se encuentra», pero de cuya existencia el poeta está convencido.

Leopardi trata de distraer al lector mediante la explicación de lo que su misteriosa dama representa.
«La dama, es decir, la enamorada del autor es una de esas imágenes, uno de esos fantasmas de belleza y virtud celestial e inefable que solemos buscar en nuestra fantasía, soñando o despiertos, cuando somos poco más que unos niños, y después alguna que otra vez en sueños o en alguna alienación de nuestra mente juvenil. En definitiva, una dama que no se encuentra» (tal como escribe Leopardi al anunciar la reimpresión de sus Notas a las diez canciones impresas
en Bolonia en 1824
). Pero produce el efecto contrario: despertar la curiosidad del lector atento que trata de entender quién puede ser esa dama que no se encuentra.
La inspiración poética brota de su experiencia anterior. Por primera vez, Giacomo logra obtener de sus padres una autorización para salir de su ciudad, Recanati. Nunca había salido solo y ahora –estamos en el otoño de 1822– se dirige a Roma, a casa de su tío Carlo. Se le presenta la posibilidad de vivir en libertad, pero Roma le defrauda enseguida. Es una ciudad demasiado grande para él, acostumbrado a vivir en ámbitos circunscritos. No encuentra personas que le atraigan, la frivolidad y mundanidad quedan lejos de su sentir, su forma de ser tampoco le ayuda a entablar relaciones.
Pero en la Ciudad eterna se dan dos circunstancias que lo marcarán de manera decisiva: la traducción de la obra de Platón para el editor De Romanis y el encuentro con André Jacopssen, un joven belga con el que hizo amistad y que “siente” como él. La siguiente primavera vuelve a Recanati llevando en su corazón estas dos experiencias, que se alimentan del deseo de volver a ver a los suyos y de su asombro ante el encanto de las exuberantes colinas de su región en primavera,
esos «campos donde brille tenue el día y natura más dichosa» (A su Dama, versos 5-6). El entusiasmo, típico del temperamento del poeta, pasa enseguida. Leopardi escribe a Giordani que era como «volver al sepulcro, habiendo gozado poco o nada, porque de todas las artes la de gozar es la que me resulta más ajena». También se reduce su creatividad. Como decíamos, ese año solo compone A su Dama.

Pero Roma había marcado a Leopardi, que lleva consigo a Recanati el gran deseo de una mujer a la
que amar y la búsqueda de amigos de verdad, a su altura. Mujer no había en el horizonte, pero un amigo sí. En junio recibe una carta de Jacopssen donde muestra una actitud vital parecida a la de Giacomo, que le responde enseguida con
palabras vibrantes. «En verdad, mi querido amigo, el mundo no conoce en absoluto sus verdaderos intereses. Podríamos decir, si te parece, que la virtud, como todo lo que es bello y todo lo que es grande, solo es una ilusión. Pero si esa ilusión fuera general, si todos los hombres creyeran y quisieran ser virtuosos, si fueran compasivos, caritativos, generosos, magnánimos, llenos de entusiasmo; en una palabra, si todos fueran sensibles (pues no hago diferencia alguna entre sensibilidad y lo que se da en llamar virtud), ¿acaso no serían más felices? ¿No hallaría cualquier individuo mil recursos en la sociedad? ¿No debería esta empeñarse cuanto le fuera posible en realizar esas ilusiones, ya que la felicidad del hombre no puede consistir en lo que es real?»
En un breve periodo de tiempo parece que en el alma del poeta acontece una mutación. Su autoconciencia se abre a lo positivo, como testimonia la carta a Jacopssen. Ese encuentro, aunque solo sea epistolar, con un amigo supone una novedad que cautiva su mente y la proyecta hacia una inspiración que le permite entender el tipo de mujer a la que poder amar de verdad y por la que sentirse verdaderamente amado.
Por eso no se trata de una idea de mujer, ni de una beldad con ciertos rasgos somáticos –«y si lo hubiese y en el rostro, los actos, las palabras te igualase, sería menos bello»– sino de la Mujer-Belleza-absoluta que no deja de buscar y que, por ser infinita, no encuentra.

Así que en septiembre, en seis días, escribe A su Dama. Esta obra tiene una génesis muy compleja, el trabajo
previo de búsqueda de vocabulario es inmenso, como atestigua el manuscrito. Es el resultado poético de lo que podríamos llamar el momento platónico de Leopardi. ¡Ese Platón amado y odiado por Leopardi! Todo esto nos permite entender la dificultad interpretativa por parte de gran parte de la crítica, que para estudiar esta poesía recurre al criterio literal más que al evocativo. Hay que tener una humanidad muy potente para
poder captar todo el drama presente en la poesía de Leopardi, sobre todo en esta. Solo una capacidad empática, casi una identificación con el autor, una verdadera actitud crítica, permite valorar todo lo verdadero que puede encontrarse en la literatura.
Giacomo se dirige directamente a la «cara beldad», que le inspira amor desde lejos, ocultando su rostro excepto en sueños, como una sombra divina que le sacude el corazón, como cuando el sol brilla sobre los campos y la naturaleza se burla de la belleza. «¿Acaso embelleciste el buen siglo que ahora llaman áureo?», le pregunta. ¿O, leve, entre la gente, vuela tu alma? ¿Acaso la «avara suerte» que te oculta a nuestros ojos será menos amarga para los que vendrán después de nosotros? Ya no tengo esperanza de contemplarte viva, oh belleza, confiesa el poeta, que se consume por el dolor que el destino ha reservado a la humanidad. Si fueses como mi mente te imagina y alguien te amase, para él sería este vivir dichoso pues la vida mortal sería a tu lado igual a aquella eterna en los cielos.
Aunque se desvanezca el sueño juvenil en el lamento de los deseos perdidos, Leopardi se sigue sobresaltando ante esta belleza. «En ti pensando, comienzo a palpitar». Y en ese «tétrico siglo», ¡qué bello tener siempre vivo este deseo y saciarse con la imagen de tal belleza cuando su verdadero rostro se nos niega! A esa “eterna idea”, a la que «el saber eterno» (es decir, el Ser) no permite, según el ateo Leopardi, hacerse carne mortal, el poeta envía esta oración como un amante al que permanece oculto el objeto de su deseo, obligado a transcurrir sus días «aquí, donde la edad es breve, ingrata». He aquí las últimas líneas de su composición:

«Si de las eternas ideas
tú eres una a la que de sensible
forma no viste el saber eterno,
ni entre caducos restos
probar las ansias de fúnebre vida (…)
de aquí, donde la edad es breve, ingrata,
recibe el himno de este ignoto amante».

Debemos a don Giussani la lectura de este canto. Gracias a él, muchos lo han aprendido de memoria. «Leopardi –escribe Alberto Savorana en su biografía– fue una de las grandes pasiones de Giussani, a la que permanecerá fiel toda su vida. Se topó con el poeta en segundo de secundaria, al leer sus Cantos. Uno, en particular, el himno A su Dama, le dejó tan impresionado que lo recitará como oración de acción de gracias después de la comunión. Dice don Giussani: no era un himno a una de sus amantes, sino al descubrimiento que había hecho de repente […] de que lo que buscaba en la mujer amada era algo más allá de ella, que se manifestaba, se comunicaba, a través de ella, pero que estaba más allá de ella». Una experiencia que no se le niega a nadie.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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