Visitamos la exposición dedicada al beato y médico venezolano José Gregorio Rodríguez con una voluntaria española que la guiaba
Un día de abril estaba estudiando un poco fatigada, decidí abrir la revista Huellas a la espera de algo que me devolviese el gusto por lo que tenía delante. Comencé a leer un artículo de América Latina en el que un venezolano, Alejandro Marius, hablaba de su vida y en un momento dado mencionaba el apasionante estudio que estaba realizando sobre el médico beato José Gregorio Hernández. Fascinada por lo que contaba, y preguntándome «¿quién fue este?», me puse en contacto con Alejandro y me invitó a acompañarle en la exposición que estaban realizando sobre el beato para el Meeting de Rímini. Cuatro meses después, junto con otros estudiantes italianos de Medicina, estábamos guiando la exposición juntos.
El primer milagro: la unidad. ¿Quién fue este? Es la misma pregunta que surge delante de lo que sucedió el 29 de junio de 1919, día de la muerte del doctor José Gregorio Hernández. En una Venezuela en ese momento dividida con grandes diferencias sociales e ideológicas, en la ciudad de Caracas, de 100.000 habitantes, 30.000 acudieron al funeral del médico, un tercio de los caraqueños. ¿Quién fue este que consiguió unir a todo un pueblo?
Su vida. José Gregorio nace en un pueblecito de los Andes en 1964, y él cuenta que el mayor tesoro que recibió en su casa fue el don de la fe. A sus 13 años va estudiar a Caracas para luego continuar con la universidad. Él quería estudiar Derecho, sin embargo su padre le sugiere estudiar Medicina dada la falta de asistencia sanitaria que había en ese momento. José Gregorio aquí hace algo que veremos repetirse a lo largo de su vida: dice «sí» a una propuesta que le sugiere otro que va por delante de él, abandona la imagen que tiene en su cabeza, se fía y obedece. Comienza a estudiar Medicina y obtendrá al final de la carrera la nota más alta del curso, siendo así becado para ir a estudiar a Europa, algo extraordinario a finales del siglo XIX. En París se formará en el campo de la microscopía, para luego volver a Caracas donde instala el primer laboratorio de microscopio para el estudio de la medicina en toda América Latina.
Fe, ciencia y humanidad. Solo se puede entender quién fue José Gregorio Hernández si se miran los tres pilares que le constituían, tres patas de un taburete donde una sin la otra no se sostiene: la fe, la ciencia y su humanidad. José Gregorio decía que el principio-guía de su vida era el amor al prójimo, y el medio para ello era la medicina. Es por ese amor al prójimo por lo que él desempeñaba así su profesión e iba al fondo de las cosas, hasta querer estudiar el origen de las enfermedades. Precisamente por un amor al otro. Cuando el motor es este, todo cambia. Un día, haciendo el pase de la exposición a mi madre, entendí mejor este punto. Muchas veces lo que mueve mi estudio es pasar el examen o sacar nota, y cuando el motor es este, el estudio se vuelve pesado. Sin embargo, recuerdo una vez estudiando cardiología que llegué a un tema donde se hablaba de la enfermedad que mi madre tenía en el corazón. Resultó que me hice experta, me estudié cada tratamiento, leí artículos que hablaban sobre ello y sobre los avances que se habían hecho. Cómo cambia el estudio cuando lo que te mueve es un amor, cuando es por amor a otro. Cómo debía de vivir José Gregorio su profesión si su motor era precisamente este. Él llega a decir: «Pero si alguien pensara que esta serenidad, esta paz interior de la que gozo a pesar de todo, más que a la filosofía, se la debo a la santa religión que recibí de mis padres, en la que he vivido y en la que tengo la dulce y firme esperanza de morir: responderé que es todo uno».
La vida como vocación. Una nota dominante que se percibe a lo largo de su vida es cómo él en tantas ocasiones tiene una imagen en su cabeza de lo que quiere, de la forma en que proyecta su vida, y sin embargo otro que va por delante, que ve más, le indica otro camino, y él fiándose dice «sí», y no un sí resignado sino un sí completo. El médico tuvo durante su vida una inquietud por la vida religiosa, primero ingresando en el monasterio de La Cartuja (Lucca, Italia) y más tarde en el seminario de Caracas. En ambas ocasiones percibía un atractivo enorme en esta forma de vida. Sin embargo, primero el abad del monasterio y más tarde el arzobispo de Caracas le pidieron abandonar esa vida y volver al ejercicio de la medicina. Tras recibir cartas y cartas por parte de los alumnos de la universidad pidiendo que el Dr. Hernández volviese a las aulas, el arzobispo escribe a su amigo José Gregorio: «Pienso sinceramente que Dios te quiere como laico piadoso y comprometido en medio de su pueblo. Tú sabes que en los tiempos que corren la Iglesia es débil y son pocos los seglares que se atreven a confesarse abiertamente católicos como tú lo has hecho con valentía. Toma de nuevo ese camino que creo que es más apropiado para ti. Es un consejo de amigo y es una orientación para tu
vida que te estoy dando como tu confesor. Rogué mucho estos días al Señor que me iluminara en este asunto tan importante».
Es sorprendente todo lo que nace del sí que este hombre dio, abandonando la imagen que tenía de su vida y fiándose de otro. Su vida florece a raíz de este sí, hasta el punto de que este verano se ha hecho una exposición sobre él al otro lado del mundo y yo estoy hoy aquí escribiendo agradecida por su vida y por su sí. Me preguntaba delante de este punto en la exposición: ¿qué podrá nacer del sí que yo pueda dar hoy en mi circunstancia, también cuando no entiendo o no es todo como yo querría?
Médico de los pobres y de la paz.
Precisamente por este responder a la realidad que tenía delante, comienza a atender en su consulta a muchos pobres que no tenían atención sanitaria. Es sorprendente la discreción con la que vivía este cuidado del prójimo. Núñez Ponte cuenta en una biografía que escribe sobre el médico: «Cuántas veces, al pasar junto a una familia que sabía que estaba necesitada, arrojó por la ventana, sin parar y con precaución para no ser visto, alguna ayuda económica; cuántas veces, desafiando la lluvia, deambuló por los suburbios y terminó en una choza sucia donde necesitaban sus cuidados. ¡Cuántas veces, finalmente, tendió la mano al interesado para que le devolviera el dinero recibido con un gesto bondadoso o una frase de la mayor delicadeza! Sabemos de algunas almas buenas entre los favorecidos por sus dones que, convencidas de su piedad y de la eficacia de sus súplicas, se atrevieron a implorar su bendición, a
lo que él respondió con la santísima evasión. Con estos títulos se le llamaba, y realmente era, el Médico de los pobres».
Y con esta discreción y atención, es sorprendente la dimensión universal con la que hacía cada una de estas cosas. En una conversación con un amigo, José Gregorio decía: «yo doy mi vida por la paz en el mundo ». Dijo esto el día que se firmó el Tratado de Versalles con el final de la Primera Guerra Mundial. Un médico de Caracas que a priori poco tenía que ver con lo que sucedía en
la otra parte del mundo afirmaba que él daba su vida por la paz mundial. Al día siguiente de decir esto, el doctor Hernández falleció atropellado por un coche volviendo de comprar medicinas para una mujer necesitada. Lo que sucedía en un barrio pobre de Caracas tenía la dimensión del mundo entero, «por la paz en el mundo». Ese mismo día, uno de cada tres caraqueños salía de su casa para acompañar el féretro del médico. Un pueblo unido.
Santo y amigo. Yo no era especialmente entusiasta de los santos, pero me doy cuenta de que es porque realmente no sabía quién es un santo. Un amigo me leía esta frase de don Giussani: «El santo no es un superhombre, el santo es un hombre verdadero. Es un hombre verdadero porque se adhiere a Dios y, en consecuencia, al ideal para el que ha sido forjado su corazón y que constituye su destino». Viendo el recorrido de su vida, lo que hacía grande a José Gregorio no eran sus grandes dotes médicas, sino que durante su vida se adhería a Otro, y así nace un hombre verdadero y se cumple aquello para lo que su corazón ha sido forjado, se cumple quién es él.
Viendo esos días en el Meeting la vida de este hombre, viendo cómo en este sí a Otro su vida se cumple de esta forma y da los frutos que da, también cien años después de su muerte, pensaba al terminar el pase: «si ser santo es esto, yo también quiero».
Decía Bernhard Scholz, presidente del Meeting, en una entrevista publicada en el número anterior de Huellas, hablando sobre el lema de este año, que «la amistad es que en primer lugar Dios se hace amigo nuestro –“no os llamo siervos sino amigos”–, y quiere que respondamos, desea que esta amistad –que nace de Él y lleva a Él– se convierta en un vínculo de reciprocidad entre los hombres. No podemos separar ambas cosas: la fuente de la amistad entre los hombres es la amistad con Dios». José Gregorio Hernández fue alguien que cuidó su amistad primera, la amistad que Dios quería con él, y cuidando esta amistad nació una amistad sin límites, hasta tal punto que un tercio de la población de su ciudad acudió a su funeral, o que cien años después tantos y tantos en el Meeting de Rímini lo sentíamos amigo. La fuente de la amistad entre los hombres es la amistad con DIos.
Gracias José Gregorio por haber acogido esa amistad primera. Gracias, amigo
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