El cardenal Matteo Zuppi y su misión en busca de “espacios de diálogo” entre
Ucrania y Rusia. «El punto de partida de la Iglesia es la preocupación por la
persona. Donde hay guerra se pierde todo, solo un encuentro genera algo nuevo»
«Los profetas no cierran los ojos para imaginar algo que no existe» pero «nos ayudan a ver y buscar ahora, cuando
aún no existe, nuestro futuro». Lo dijo al empezar la homilía de la misa inaugural. Claramente estaba pensando también en el papa Francisco y su «profecía por la paz» en un momento en el que resulta extraño hablar de amistad, en medio de guerras feroces y con «el aire contaminado por tanta epidemia de enemistad».
Matteo Zuppi, cardenal arzobispo de Bolonia y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, conoce muy de cerca ese aire tan contaminado, pues el Papa le ha encomendado la tarea de buscar espacios de diálogo entre Ucrania y Rusia, y está viajando por el mundo intentándolo: Kiev, Moscú, Washington, dentro de poco Pekín.
Entre medias, el Meeting de Rímini, que inauguró con esa homilía y después con un encuentro sobre la encíclica Fratelli tutti, donde el cardenal también habló de su misión. Sin entrar en materia sobre sus entrevistas y otros detalles geopolíticos, sino mostrando que intentar llegar a «una paz justa y segura» mediante el diálogo «no es una ingenuidad»
¿Por qué, eminencia? A primera vista, el diálogo parece ahora irreal.
Debemos partir siempre de la Fratelli tutti, que tiene páginas clarísimas sobre la implicación de todos a la
hora de ser artesanos de la paz para combatir el odio, el rencor, el prejuicio, la exclusión… Si quieres paz, debes
prepararla de esa manera, artesanalmente, como dice el Papa. Luego, sin lugar a dudas, hace falta que llegue a
ser cultura, es decir, una visión lo más compartida posible. Digamos que hay un aspecto arquitectónico. Los
artesanos de la paz necesitan también una arquitectura de la paz. Deben dotarse de herramientas que ayuden a resolver los conflictos no con armas sino mediante el derecho, la justicia, el multilateralismo. Con una soberanía supranacional que garantice la convivencia entre naciones. Los organismos que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial tienen problemas evidentes, lo que hace aún más necesario que los artesanos de la paz encuentren también arquitectos capaces de traducir ese trabajo en mecanismos, reglas, relaciones entre países.
Porque en esta estructura arquitectónica luego puede haber incendios.
Como el de Ucrania.
Sí, pero no solo. Hay muchos en este momento y el problema es cómo apagarlos. Deberíamos sacar lecciones
y entender cómo afrontarlos. Sobre esto hemos hecho muy poco.
Usted decía en Rímini que el punto de partida de la Iglesia no es político, sino «la preocupación por la persona». Podría sonar sentimental. ¿Por qué cree que ese es el camino más realista?
Porque de otro modo no habría más que una lógica de conveniencias y cálculos. Debemos creer que la historia puede cambiar. Hay que conservar siempre esa preocupación y traducirla en humanización, contactos y espacios de diálogo. De tal manera que se ayude a los protagonistas a ver que ellos también pueden recuperar cierta armonía y empujar en la dirección deseada, es decir, la del fin del conflicto.
Insiste usted mucho en que «lo nuestro no es una mediación, sino sobre todo una demostración de cercanía» a los pueblos y a la gente.
Claro. Luego es evidente que si hiciera falta y fuera posible, también se podría llegar más allá, pero hoy por hoy no se puede. Las autoridades ucranianas dicen: «Nosotros no necesitamos mediación». De hecho la temen, porque temen que eso supongo ratificar el status quo y la invasión rusa de parte de su territorio. ¿Cómo vamos a decirles lo contrario? Es un derecho, igual que la legítima defensa, faltaría más. Pero junto a la legítima defensa, en consenso con la comunidad internacional, también debemos pensar la manera de encontrar una solución que no sea solo militar.
Vayamos a la paz «justa y segura». También ha repetido en el Meeting que el diálogo no es ceder a la lógica del más fuerte: hay un agredido y un agresor, hay razones y derechos que tener en cuenta. Creo que es un rasgo del realismo típico de la Iglesia. ¿Pero qué permite conservar este horizonte más amplio y tener en cuenta todas las razones implicadas sin quedarse atascados?
Es propio de la Iglesia porque no le interesa nada más que la paz. Si queremos hacer una lectura laica, la Iglesia es supranacional, pero al mismo tiempo sabe interpretar profundamente las expectativas de las naciones.
Por eso puede hacer muchas cosas, justamente porque tiene esos dos registros: el de la identidad y la pertenencia, pero también el de una perspectiva más amplia. Por tanto, hace suyas las expectativas de justicia y seguridad, pero al mismo tiempo tiene una mirada universal
que puede ayudar a las partes a confiar. Para que la paz sea justa y segura las partes implicadas deben tener muchas garantías. Hace falta un trabajo en común también entre países que puedan ayudar a garantizar una paz justa y segura. Ahí es donde la Iglesia tiene un papel importante.
Además de las labores de diplomacia, usted está trabajando en la apertura de corredores humanitarios para que puedan regresar los niños que han quedado atrapados. En el camino hacia la paz, ¿por qué son tan decisivos los pequeños pasos, los gestos concretos?
Porque en una guerra se da una acumulación de heridas, traiciones, divisiones. Empezar a sanar esas heridas no solo quita espacio al conflicto, sino que indica un método. Muestra que otra lógica es posible, que juntos podemos encontrar soluciones que reduzcan las razones del conflicto. Por eso es decisivo.
También insiste mucho en «no acostumbrarse a la lógica de la guerra». ¿Qué permite a usted no acostumbrarse?
El sufrimiento. El dolor que veo. Es enorme.
Volvemos a la preocupación por la persona.
Volvemos a la Iglesia madre que se desespera porque si somos «fratelli tutti (hermanos todos, ndt.)» no solo todas las guerras son fratricidas, sino que cada una de esas guerras
son parte de una guerra mundial. Nos afecta en cualquier caso y esa conciencia de pertenecer a una familia humana debe crecer mucho, hay que dar espacio a esa preocupación. Luego, bien mirado, hay otras muchas razones comunes, sencillamente de conveniencia.
¿Por ejemplo?
Las guerras, aparte de muerte y devastación, conllevan una contaminación que pagamos todos. Una contaminación general, no solo ambiental. En un mundo tan pequeño no podemos pensar que el conflicto solo afecta a los que están directamente implicados. Yo suelo hacer una analogía con la pandemia porque ayuda a entender muchas cosas. Llega la variante sudafricana y uno puede pensar: «vale, está en Sudáfrica, no me afecta». Pero al virus le costó muy pocos días convertirse en pandemia. Del mismo modo, la contaminación de la guerra supone que habrá más refugiados, más gente pasando hambre… Por eso debemos buscar formas de relación y de intervención más eficaces. Hay que regenerar un concierto entre naciones, una armonía entre países capaz de superar viejas contraposiciones y de encontrar lo que une. Al final en eso consiste la aclamada "conciliación". Como pasaba con el Covid, insiste: solo saldremos juntos.
El Papa reclama la necesidad de una «paz creativa». ¿De dónde sale esa creatividad para buscar soluciones?
De no conformarse. De buscar todas las conexiones, espacios y posibilidades para abrir puertas. De creer que el encuentro siempre genera algo nuevo y en ese inicio es donde nace la creatividad. Significa pensar en «hacer cosas que ya sé con seguridad cómo van a salir», sino poner en marcha experiencias que
puedan generar algo positivo.
¿Qué es lo que más le ha impactado de todo lo que ha visto en sus viajes?
La fuerza de la destrucción. Verdaderamente, donde hay guerra se pierde todo, se pone en cuestión la humanidad más elemental. Me llama la atención cómo se pueden provocar contraposiciones aparentemente imposibles de sanar. Pero siempre debemos creer que podemos aprender a vivir juntos.
¿Qué está aprendiendo usted?
Que existe muchísima solidaridad. Me llama la atención la cantidad de personas que reza, cuántas expectativas de paz. Y en ciertos aspectos también cuánta
conciencia, que ojalá crezca… Pero también estoy aprendiendo lo profundo que puede llegar a ser el odio, hasta qué punto la contaminación de la guerra puede convertir la vida en un desierto, incluso el corazón en un desierto.
En medio de todo esto, ¿qué tarea tiene cada uno de nosotros? ¿Qué podemos hacer para colaborar en la «profecía por la paz»?
En primer lugar, combatir contra la ignorancia, la división, el rencor… Siempre y en todas partes. Nunca debemos pensar que todo eso es inocuo o que al fin y al cabo se puede gestionar. El mal también genera. El bien genera siempre, pero el mal también puede llegar a provocar una transmisión del odio. Por tanto, con inteligencia, con sencillez y con astucia, con la libertad de no tener otros intereses –con gratuidad, podríamos decir– hay que combatirlo y
todos podemos hacer algo. También debemos crecer en la conciencia de pertenecer a toda la familia humana y seguir creando vínculos: vínculos de atención, de solidaridad, de conocimiento y de trabajo común. Día tras día, cada uno allí donde esté en su vida cotidiana.
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