En un barrio de Madrid, cinco mujeres dan su vida sencillamente, acompañando a familias necesitadas y viviendo su vocación de «reconstruir un pueblo para Dios, una humanidad nueva entre los más frágiles»
El domingo 4 de junio, mi mujer Isabel, mis hijos y yo acudimos al colegio Nuestra Señora de Fátima, invitados por las Hermanas de la Caridad de la Asunción –las suorine– para celebrar la inauguración de su nueva casa.
Hasta la fecha y desde que llegaron a Madrid hace ya 13 años, después de casi 10 en Córdoba, las hermanas se habían visto obligadas –también durante la pandemia– a vivir en dos pisos separados dada la dificultad de encontrar en Usera, el barrio donde se encuentran, una casa suficientemente grande como para poder vivir juntas. Pero la amistad con los clérigos de San Viator que les vendieron el piso, la ayuda económica de la Fraternidad de Comunión y Liberación, el buen hacer de Sefo, arquitecto amigo nuestro que dirigió la reforma, y el seguimiento de Pablo han permitido que hoy disfruten de una preciosa y sencilla vivienda y puedan vivir juntas su vocación, en su nuevo convento.
Esta vocación consiste, como nos decía Gabriella al inicio de la eucaristía, en reconstruir un pueblo para Dios, una humanidad nueva entre los más frágiles, los enfermos y, en especial, las familias que viven situaciones muy difíciles. En efecto, Gabriella, Cesarina, Evelin, Cristina y Erica –que es como se llaman nuestras amigas– lo que hacen es acompañar a los niños al cole o llevarlos al médico, si tienen alguna consulta programada o alguna urgencia, porque sus padres están trabajando o de camino al trabajo (aunque a menudo y por diversas circunstancias se trata solo de su madre o de su padre). También acuden a recogerlos al final de clase y los acompañan en el estudio. Se trata de gestos concretos y sencillos, aunque no siempre o no tanto porque en algunos casos acuden muy temprano a la vivienda, en la que conviven o incluso comparten habitación personas de distintas familias, antes incluso de que despierte el niño, porque su padre empieza a trabajar de madrugada.
Pero se trata de una forma de ayudar a los que más lo necesitan que –citando las palabras de Javier Prades que ofició la misa– persigue «con humildad y pobreza aprender a reconocer el rostro de Cristo porque no hay alegría más grande que poder re-descubrir, re-encontrar el Misterio de Cristo presente a través de la historia viviente de la Iglesia» o descubrirlo para quien aún no lo conoce. Nuestras amigas son «carne viva, páginas vivientes, personas que muestran la pasión de Cristo por los hombres, algo inconfundible cuando se ve».
Y verdaderamente es así o así ha sido para nuestra familia: yo había oído hablar de las suorine, pero hasta hace un par de años que coincidí con Erica y Evelin en alguna salida a la montaña, no había tenido ningún trato con ellas ni sabía quiénes eran. Mi mujer, Isa, tampoco, aunque ahora recuerda haber pedido hace ya unos años por una tal Cristina, suorina de Móstoles, que estaba muy enferma, aun sin saber quién era. Hasta agosto del año pasado, que coincidimos con prácticamente todas ellas en las vacaciones del movimiento de finales de julio en Masella. Allí ellas dieron un testimonio. Nosotros acudimos al acto interesados, sobre todo, porque también iba a intervenir una amiga nuestra, Conchita, para contar cómo había redescubierto la verdad y la conveniencia del carisma hasta el punto de acoger a una familia de ucranianos. Pero salimos muy agradecidos y confirmados en nuestra fe también por la belleza y la verdad de lo que nos contó Erica, que nos habló de su vocación y nos explicó la historia de su congregación, unión del carisma del padre Pernet, religioso asuncionista francés del s. XIX, con el de don Giussani, que encontró en 1958 a las hermanas en Milán y quedó fascinado por la esencialidad con la que vivían la fe y la pertenencia a la Iglesia.
A partir de entonces ha nacido entre nosotros una bella amistad: solemos charlar un rato todos los lunes al salir de la Escuela de comunidad, les hemos invitado a comer a nuestra casa, vinieron hace unos días a celebrar con nosotros los 18 años de Carlitos, un hijo nuestro adoptado síndrome de Down, y nos sorprende ver cómo nuestros hijos –tanto los más mayores como los más pequeños– disfrutan de su compañía porque no cabe duda de que su presencia nunca pasa desapercibida, es una presencia viva e inconfundible. Nos sentimos por ello privilegiados y muy agradecidos de esa amistad, compartida con tantas personas. En efecto, esa tarde nos encontrábamos allí unas 150 personas y todas, como nosotros, querían participar de esa celebración, cada una desde su historia con las hermanas. Como decía el sacerdote en la homilía: «¡Cuántas historias que uno conoce y no conoce, tejidas de encuentros, de relaciones con las cuales cada uno de los que hemos venido se siente protagonista de esta fiesta, de esta inauguración! Así es la Iglesia, una trama de relaciones vivas que nadie domina, y que ves aparecer ante tus ojos».
Gracias a las suorine por su vocación misionera y gracias a todos los que han colaborado en la construcción de este nuevo convento que hace posible la presencia de Cristo, hoy, en el barrio de Usera de Madrid.
Nos unimos al saludo que Carras dio con su última palabra: «¡Adelante!»
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