Apuntes de la síntesis de Stefano Alberto (don Pino) en la Diaconía Europa. Esztergom, 7 de mayo de 2023
Davide me ha pedido que haga una puntualización que nos ayude a fijar ciertos puntos que han surgido estos días. He identificado cuatro pasos recogiendo lo que nos sugería ayer Davide durante la asamblea, indicándonos la preciosa oración final de Laudes del sábado:
«Padre, que unes en un mismo querer a los que en ti esperan, concede a tu pueblo amar lo que mandas y desear lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes de este mundo,
nuestros corazones estén fijos allí donde reside la verdadera alegría. Por nuestro Señor Jesucristo».
1. Primer paso: «Padre, que unes en un mismo querer a los que en ti esperan»
Dentro de unas horas cada uno volverá a su casa. Para muchos de nosotros, eso significa encontrarse en una situación no tanto de aislamiento sino de soledad física: uno en un sitio, otro en otro (Trondheim, Atenas, Albania…). Pienso especialmente en este momento en dos amigas que –al menos durante diez días– vuelven a su casa, en Ucrania, para visitar a sus amigos de la comunidad que se han quedado allí en plena guerra. Pensadlo, ¡son una comunidad de “refugiados” esparcida por más de diez países europeos!
Lo que ha pasado entre nosotros ha sido la renovación (no solo la repetición, sino la renovación) de una experiencia de unidad vivida como don, como la evidencia de una vida de comunión que ha alcanzado nuestra existencia. La primera lealtad con nosotros mismos, con nuestros amigos, con la Iglesia, con el mundo, consiste por tanto en reconocer este don: reconocer la iniciativa de Dios que es comunión, que nos devuelve –cada vez que nos reunimos en Su nombre– esta experiencia misteriosa y real, concreta, de estar unidos en un solo querer, de ser elegidos no porque seamos dignos, capaces o porque estemos a la altura. Hemos sido elegidos para que nuestra fe crezca, elegidos para ser enviados, para que nuestra fe se comunique dentro de la trama de una vida. La forma concreta de esta unidad, que acontece siempre como don en la vida de cada uno de nosotros –lo sabemos bien–, se llama «carisma»: una vida que se mezcla con la nuestra, donde cada uno de nosotros percibe claramente un bien, una belleza, una fascinación.
Por tanto, esta es la primera cuestión: custodiar con lealtad y humilde certeza lo que estos días hemos visto y oído, unidos en un solo querer, es decir, esa unidad deseable por todos los hombres, pero imposible de realizarse si solo fuera obra de nuestra voluntad. La lealtad con lo que hemos visto y oído estos días nos da certeza, certeza de la iniciativa de Dios, de la fidelidad de Dios en nuestra vida, lo que permite nuestro cambio, nuestra conversión. Subrayaba Davide: esta certeza no es un dato psicológico, es un descubrimiento. No es un dato estático, como una posesión que custodiar con imágenes; es un camino, un camino de certeza dentro de la dramaticidad de las relaciones que vivimos con los más cercanos, con los más lejanos, con los extraños. Es una certeza que crece comunicándola: «Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros» (1Jn 1,3).
2. Segundo paso: «Concede a tu pueblo amar lo que mandas»
Lo que hemos recibido, lo que seguimos recibiendo también estos días, el don del carisma, el don de esa forma de enseñanza de vida a la que Cristo nos ha confiado, pide nuestra respuesta. La responsabilidad no es ante todo un rol, una función o una capacidad; es reconocer la iniciativa de Aquel que nos ha elegido, que nos elige y nos pone juntos. Reconocer desde dentro, a través de la voz exigente de la paternidad de la Iglesia (¡cuántas veces resonó el pasado 15 de octubre que lo que nos ha alcanzado no es solo para nosotros, sino para la Iglesia y para el mundo!), que la corrección que se nos hace, los cambios que se nos piden, la recapitulación (por usar esa expresión tan fuerte del papa Francisco) que implica una crisis, es decir, un juicio nuevo, con todo el esfuerzo que supone, con todo el dolor y el rigor de los cambios requeridos, es para que se haga explícito un amor.
¿Qué es lo más querido que tienes? ¿Qué es lo más querido que tenemos? Pensar que a través de nosotros pasa la vida para la Iglesia y para el mundo, si tomamos esto en serio nos dejará una gran sensación de desproporción, casi de confusión. Pero ayer Davide nos recordaba que un padre, el Padre, a través de la voz de la Iglesia, nos pide cosas grandes, cosas más grandes, mucho más grandes que nosotros. No nos pone a prueba para arruinarnos, sino para que crezca nuestra fe. «Sin mí no podéis hacer nada»; «conmigo todo es posible». No perdáis el tiempo en tertulias, nos ha pedido explícitamente el papa Francisco.
Nos damos cuenta de que las muchas cuestiones abiertas en la vida personal y en nuestras comunidades pueden generar nudos, heridas, fracturas, o pueden disolverse, quemarse en el fuego de la gratitud por algo que ha tocado nuestras vidas, con el anhelo de que lo que nos ha alcanzado pueda convertirse en esperanza, perdón y experiencia de misericordia para todos. El ímpetu misionero no es una agitación, no es un voluntarismo, no es un “quehacer”. Me impactó mucho la insistencia de Davide ayer sobre este anhelo, que nos devuelve a una experiencia elemental en la vida de todo hombre. Si veo, si encuentro algo hermoso, ¡es imposible guardármelo para mí! Si lo guardo para mí, lo pierdo, si lo agarro creyendo que así lo poseo.
3. Tercer paso: «Concede a tu pueblo […] desear lo que prometes»
El cristianismo empieza siempre como aquella tarde a las cuatro, con esta pregunta: «¿Qué buscas? ¿Qué buscáis?» (Jn 1,38). Esa gran pregunta que dominó el inicio de la intervención de don Giussani el 30 de mayo de 1998, de la que Davide nos recordaba que se cumplen ahora 25 años. Ningún hombre, ni la madre más tierna, osó nunca hacer esta pregunta a otra persona, solo Cristo lo hizo. ¿De qué sirve ganar el mundo, conseguir todo lo que quieres, si te pierdes a ti mismo? ¿Qué darás a cambio de ti mismo?
Si estamos aquí, si gozamos, a través de (no a pesar de, sino a través de) nuestros límites, de este don de unidad y comunión, es porque en el encuentro hemos percibido, más o menos claramente, más o menos confusamente, una gran promesa. El Señor no nos ha prometido una vida fácil o sencilla, sino una vida de verdad, una vida-vida, ¡Su vida! Nuestra vida se convierte –así lo decía ayer uno de vosotros– en obra Suya, Su vida dentro de la nuestra y la irrupción continua de otra medida.
Así es ese impacto continuo tan bien descrito por uno de los grandes manifiestos permanentes de nuestra historia, el comentario del gran Josef Zverina -en su Carta a los cristianos de Occidente- en el capítulo XII de la Carta a los Romanos. «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente» (Rom 12,2). El primer impacto de otra vida entrando en la nuestra siempre pone en crisis lo que creemos haber entendido ya, sobre todo el influjo de los esquemas del mundo en nuestra forma de mirar, pensar y amar. No os amoldéis, cambiad de forma. Lo que se nos ha prometido es una vida de verdad. ¿Entendéis lo urgente del desafío? No estamos aquí para resistir, para aguantar digna y hábilmente algo que está destinado a acabar, sino para sorprender este inicio continuo de una vida nueva en nuestra vida, rompiendo los esquemas.
Ciertamente, esta promesa implica un trabajo porque nada sucede sin nuestra libertad, nada sucede sin sacrificio, es decir, sin hacer verdadero lo que tenemos entre manos. Está continuamente por redescubrir el inmenso valor que tienen los instrumentos que ofrece nuestro carisma para educarnos en las dimensiones originales de esta vida nueva, de esta forma nueva de concebir y mirarlo todo (cultura), de este nuevo afecto cuyo culmen no es ningún cálculo ni instinto, sino la gratuidad (caridad), con una pasión comunicativa y generadora (misión). Una cultura nueva, un juicio nuevo, una nueva gratuidad, una nueva generación. Buscar lenguajes nuevos –nos decía ayer Davide recordando la invitación del Papa del 15 de octubre– no significa tener la presunción de añadir algo a lo que Giussani nos ha transmitido y comunicado, sino hacerlo mediante una experiencia compartida, una vida en la que no se nos ahorra ninguno de los dolores de parto a la hora de identificar tiempos, modos, palabras, pasos, para que esta promesa se convierta en camino, para nosotros y para aquellos que Dios nos confía. Es la urgencia del trabajo cultural, es decir, de una fe que informe la vida, que dé forma a la vida, ¡cuántos intentos de ello hemos testimoniado! ¡Cuántas cosas por descubrir dentro de grandes desafíos! Con esa penetración del poder que nos impide ya reconocer su pretensión inhumana y totalizadora en la vida de cada uno.
4. Cuarto y último paso: «Para que, en medio de las vicisitudes de este mundo, nuestros corazones estén fijos allí donde reside la verdadera alegría»
Cuántas vicisitudes nos toca atravesar, desde la guerra hasta la confusión que hay en ciertos sectores de la Iglesia y las transformaciones culturales que llegan a amenazar la realidad más propiamente humana. Me impresiona que en esta oración y en el título de los Ejercicios de la Fraternidad reaparezca la expresión «fijos». Fijos nuestros corazones, fijos los ojos. Permanecer en Él, movernos con Él y por Él implica un lugar, ese lugar que nos ha confiado el encuentro con el carisma. No hay crecimiento de mí mismo sin pertenecer a un lugar. Ese lugar es una comunión. Y la condición de esta comunión, que es un don, es la conciencia cordial y apasionada de que sin este lugar todos perdemos (¡lo perdemos!) el asombro del inicio.
Lo que se nos pide como responsabilidad, como responsabilidad compartida para permanecer, es decir, para caminar con los ojos fijos en Aquel que es la verdadera alegría, es esta pregunta, este seguir (como decíamos ayer) con sencillez y cordialidad en este lugar, en esta compañía guiada, guiada hasta un terminal último que es Davide, porque no hay comunión católica sin un terminal último. Toda nuestra colaboración, todo nuestro deseo de aprender, de ser educados, exige un seguimiento inteligente, sencillo y cordial a quien Dios nos dona como último punto de referencia. Desde esta perspectiva, cada día aprendemos a seguir y amar a la Iglesia, desde quien la guía hasta la iglesia que encontramos en la puerta de al lado, en nuestras parroquias, nuestros sacerdotes, un pueblo que tantas veces nos parece cansado y perdido.
Concluyo con una observación que me vuelve mucho a la cabeza: ¡qué desproporción delante de lo que se nos pide! ¡Qué desproporción delante de la solicitud paterna y por tanto exigente del Santo Padre! ¡Qué desproporción respecto a la necesidad de salvación del mundo! La grandeza de la tarea que se nos pide a cada uno, a nuestra comunión guiada, podría volvernos distraídos y superficiales. Aquí siempre recuerdo cómo Giussani paró en seco al responder, durante un encuentro en una casa de Memores, a alguien que le planteó la objeción de no ser como él: «¿Por qué contraponéis lo que vosotros no tenéis a lo que tengo yo? ¿Qué es lo que suponéis que tengo yo? Yo tengo simplemente este sí, y a vosotros no os debería costar ni una pizca más de lo que me cuesta a mí» (El atractivo de Jesucristo, Encuentro, Madrid 2000, p. 222). Ese «¿qué es lo que suponéis que tengo yo?» expresa la conciencia de la gracia de un don que llena la vida, un don que hay que pedir, mendigar y reconocer –cuando sucede– todos los días. Mi «sí» cada día, cada instante, solo puedo decirlo yo. Grandeza, misterio de nuestra libertad que necesita ser siempre liberada: Comunión y Liberación.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón