Publicamos la homilía de don Leonardo Poli, párroco en Lugo, en los primeros días de emergencia después de las inundaciones en Emilia-Romagna
San Pablo va al Areópago y anuncia que el Dios desconocido se ha revelado, ha adoptado un rostro humano, un rostro que libera del miedo. Porque si Dios fuera desconocido –puesto que lo desconocido nos asusta– tendríamos miedo de Dios. Y cuando el miedo nos domina es que no miramos a Jesús. Tenemos como referencia otra cara, tal vez la nuestra, llena de límites, o la cara de la naturaleza que –como se ha evidenciado estos días– no se comporta precisamente como una madre. Es una pobre criatura herida, como nosotros, y nos asusta. Pero ella también está marcada por la redención. Delante de Jesús, vivir no da miedo, uno es libre de vivirlo todo. Lo bueno y lo malo.
Esta mañana me conmovía hasta las lágrimas yendo a buscar al padre de nuestro amigo Gianni, pues su casa ha quedado destrozada. No estaba en casa, se había ido con su hijo, así que me he acercado hasta allí para saludarle y llevarle la Comunión. A sus 92 años, me decía con gran serenidad que «las cosas importantes no me las puede quitar ni una inundación. Me habrá quitado la casa, pero no lo más importante».
Delante de estas circunstancias, uno se posiciona como la multitud delante de Pablo en el Areópago: unos se burlaban, otros le discutían y algunos creyeron. Pablo no convertía a nadie, solo tenía el poder de animar a ello. Ni siquiera Dios te puede convertir si tú no tienes claro lo que quieres. Por eso, en circunstancias como estas puedes rebelarte, discutir (basta con echar una ojeada a las redes sociales para llenarnos de estas cosas), o ponerte a mendigar.
¿Qué sentido tiene esta circunstancia? No lo sé, pero lo que sí sé es para qué ha sucedido: para volver a decidir a qué te quieres convertir, a la angustia, a la resignación, a la queja, a la divulgación en redes sociales, a la esperanza de ser el primero en colgar algo… o bien al Señor.
Anoche, antes de dormir, me llegó un video de un barrio donde el agua había llegado hasta la tercera planta de las casas. No había luz, pero por todas las ventanas se oían voces: «¡Ayuda! ¡Ayuda!». Entonces pensé: esta noche no se puede dormir, esta noche hay que velar y orar. Me pasé casi toda la noche alternando el tiempo entre el rezo del rosario y la lectura de Lo que no muere nunca, la autobiografía de Takashi Nagai. Este científico japonés, que se convirtió después de conocer a la que luego sería su mujer, irá hasta dos veces a la guerra como médico, después enfermará de leucemia a causa de las radiografías que hizo a miles de personas, hasta que llega la bomba atómica y lo pierde todo. No perdió a sus dos hijos porque en ese momento no estaban en Nagasaki. Pero perderá a su mujer, su casa, todo… Debido a la leucemia, morirá al cabo de unos meses, pero antes de morir quiso escribir su autobiografía.
Me conmoví pensando que durante la pandemia nos propusieron leer la vida de Van Thuan y ahora, justo en este momento, la de Nagai. Me ha parecido un grandísimo gesto de ternura de Dios. Nagai concluye el relato de su vida con esta página: «Lo que debía perecer, había perecido. Lo que debía morir, había muerto. El fruto de todo lo que había construido y conseguido a lo largo de los años había quedado reducido a un montón de cenizas porque era de una naturaleza que estaba destinada a morir», porque la naturaleza está destinada a pasar en esta tierra. «Cuando se dio cuenta de que había dedicado toda su vida a trabajar por algo que al final se convertiría en cenizas, se quedó consternado. ¡Toda una vida reducida a cenizas! ¡No podía soportar una vida sin sentido! Tenía que encontrar lo que no perece. Tenía que aferrarse a lo que no muere nunca. El tiempo pasa, el espacio se desvanece, los seres vivos mueren, pero nosotros tenemos que vivir la vida de modo que permanezca lo que no perece, lo que no muere. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Había comprendido que lo que va más allá del tiempo y del espacio y permanece para siempre es la palabra de Jesucristo, que es Dios. La vida en Su palabra, la vida con Su palabra, la vida que ama a Dios y es amada por Dios, la vida sobrenatural, la vida del espíritu: esta es la verdadera vida que un hombre debe vivir. Lo había perdido todo, pero estaba entrando en su nueva vida, en busca de aquello que nunca perdería. En una cabaña provisional en medio del desierto atómico azotada por el viento, con dos niños pequeños entre los brazos y un cuerpo que ya no puede mover como le gustaría, lleva ahora una vida llena de luz».
Don Camilo, el personaje de Guareschi, dice después de la inundación: «“Señor, si pasa esto, ¿qué podemos hacer nosotros?”. Cristo sonrió y le dijo: “Lo que hace el campesino cuando el río se desborda e inunda los campos: hay que salvar la semilla. Cuando el río vuelva a su cauce, la tierra volverá nacer y el sol la secará. Si el campesino ha salvado la semilla, podrá arrojarla sobre la tierra, que será aún más fértil por el limo del río, y la semilla dará fruto, y las espigas hinchadas y doradas darán a los hombres pan, vida y esperanza. Hay que salvar la semilla: la fe. Don Camilo, debemos ayudar a los que aún poseen la fe y mantenerla intacta”». Esa es nuestra tarea. Es el momento.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón