«El drama del mundo de hoy no es solamente la ausencia de Dios sino también y, sobre todo, la ausencia del hombre». Por eso la propuesta de don Giussani es «para todo hombre que tome en serio su propia humanidad».
Así hablaba Jorge Mario Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires, de El sentido religioso. Publicamos sus palabras en la presentación del libro en Buenos Aires el 16 de octubre de 1998, que son el prólogo de la nueva edición
Al presentar el libro de Mons. Luigi Giussani El sentido religioso no cumplo con un compromiso protocolar, ni tampoco con lo que podría ser una curiosidad científica ante un enfoque de la exposición de nuestra fe. Ante todo, cumplo con un deber de gratitud. Desde hace muchos años, los escritos de Mons. Giussani inspiraron mi reflexión, me ayudaron a rezar y, por eso, hoy vengo a dar este testimonio. Me enseñaron a ser un poco mejor cristiano.
Mons. Giussani es uno de esos dones imprevisibles que el Señor ha regalado a nuestra Iglesia después del Concilio, haciendo nacer, más allá de todas las estructuras y programaciones pastorales, un florecimiento de personas y movimientos que están brindando milagros de vida nueva dentro de la Iglesia.
El 30 de mayo de 1998 el Papa quiso encontrarse públicamente con las nuevas comunidades y movimientos eclesiales en la plaza de San Pedro. Fue un acontecimiento objetivamente trascendente. En especial, pidió a cuatro fundadores de otros tantos movimientos que dieran su testimonio. Entre ellos estaba Mons. Giussani, quien en 1954, año en que empezó a dar clases de religión en un colegio estatal de Milán, dio vida al movimiento de Comunión y Liberación, presente hoy en más de sesenta países del mundo y muy querido por el Papa. El sentido religioso no es un libro de uso exclusivo para los que se adhieren al movimiento; tampoco es solo para los cristianos o los creyentes. Es un libro para todo hombre que tome en serio su propia humanidad. Yo me atrevo a decir que hoy día la cuestión que más tenemos que encarar no es tanto el problema de Dios, la existencia de Dios, el conocimiento de Dios, sino el problema del hombre, el conocimiento del hombre y encontrar en el mismo hombre las huellas que dejó Dios para encontrarse con él.
Fides et ratio
Es una feliz coincidencia que esta presentación tenga lugar el día después de la publicación de la Carta Encíclica Fe y Razón de Juan Pablo II. En sus primeras páginas tiene un párrafo como este: «Una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo? y ¿adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? Estas preguntas las encontramos en toda la humanidad, en los libros sagrados de Israel, también en los Veda, en los Abestas. Las encontramos en los escritos de Confuncio y Lao-Tse, en la predicación de Tingancara y de Buda. Asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de “sentido”, que desde siempre acucia al corazón del hombre. De las respuestas que se den a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia» (Fides et Ratio, par. 1). Por eso, este es un libro que está en la línea de esta Carta Encíclica: es para todo hombre que tome en serio su propia humanidad, sus propias preguntas.
Paradójicamente, en El sentido religioso se habla poco de Dios y mucho del hombre. Se habla mucho de sus preguntas, mucho de sus exigencias últimas. Citando al teólogo protestante Niebuhr, el propio Giussani explica: no existe nada tan incomprensible como la respuesta a una pregunta que no ha sido formulada. Y uno de los problemas de nuestra cultura de supermercado, de ofertas al alcance de todos, de ofertas que tranquilizan el corazón, es plantear las preguntas. Ese es el desafío. Frente a la anestesia, a esa tranquilidad barata –sumamente variada– que entretiene, el desafío es plantearnos las verdaderas preguntas sobre el sentido del hombre, sobre su existencia y dar respuestas a esas preguntas. Pero si queremos dar respuestas a preguntas que no nos atrevemos, no sabemos o no podemos explicitar, caemos en un absurdo. Para un hombre que haya olvidado o censurado sus preguntas fundamentales y el anhelo de su corazón, el hecho de hablarle de Dios resulta un discurso abstracto, esotérico o una devoción sin ninguna incidencia sobre la vida. Nosotros no podemos ir con un discurso sobre Dios cuando no hemos soplado las cenizas que están tapando el rescoldo de esas preguntas. El primer trabajo es crear el sentido de esas preguntas que están escondidas, enterradas, enfermas quizás, pero están.
La inquietud del corazón
El drama del mundo de hoy no es solamente la ausencia de Dios sino también y, sobre todo, la ausencia del hombre, la pérdida de su rostro, de su destino, de su identidad, cierta incapacidad para explicar esas exigencias fundamentales que anidan en su corazón. La mentalidad común, y lamentablemente la de muchos cristianos, supone que entre razón y fe existe una contraposición insanable. En cambio, y ahí tenemos otra paradoja, El sentido religioso destaca el hecho de que hablar en serio de Dios significa exaltar y defender la razón, descubrir el valor y el método correcto de la razón. No de una razón entendida como medida preconcebida de la realidad, sino una razón abierta a la realidad en la totalidad de sus factores y que parte de la experiencia, parte de ese fundamento ontológico que hace posible la inquietud del corazón. No se puede plantear el problema de Dios a corazones quietos, sedados, porque sería una respuesta sin pregunta. La razón que reflexiona sobre la experiencia es una razón que tiene como criterio de juicio comparar todo con el corazón, pero corazón en el sentido bíblico, es decir ese conjunto de exigencias originales que todo hombre tiene: exigencias de amor, de felicidad, de verdad y justicia. El corazón es el meollo del interior trascendente, donde echan sus raíces la verdad, la belleza, la bondad, la unidad que da armonía a todo el ser. En este sentido señalamos la razón humana; no el racionalismo, ese racionalismo de laboratorio, el idealismo o el nominalismo (este último tan de moda), que todo lo pueden, que pretenden poseer la realidad poseyendo el nombre, la idea o la racionalización de las cosas; o, si quieren ir más allá todavía, poseer la realidad en el dominio absoluto de una técnica que nos supera en el momento mismo de su manejo, cayendo así en esa civilización que a Guardini le gustaba denominar «la segunda forma de incultura». Hablamos de una razón que no se reduce ni se agota en el método matemático, científico o filosófico. Cada método es adecuado en su propio ámbito y respecto a su objeto específico.
Certeza existencial
Con respecto a las relaciones personales, el único método adecuado para llegar a un verdadero conocimiento es una vivencia y una convivencia, una compañía vivaz que a través de múltiples experiencias e indicios permite llegar a la que Giussani llama «la certeza moral», o más lindo todavía «la certeza existencial». Porque la certeza no está acá, en la cabeza, sino en la armonía de todas las facultades del hombre y tiene todas las condiciones para ser una certeza real y racional al mismo tiempo. A su vez, la fe es, precisamente, una aplicación particular de ese método de la certeza moral o existencial, un caso particular de confianza en otro, en los signos, los indicios, las convergencias, el testimonio de otros; y, sin embargo, la fe no es contraria a la razón. Como todo acto nítidamente humano, la fe es razonable, lo que no implica que pueda reducirse a un mero raciocinio. Es razonable –forcemos la expresión– no «raciocinable».
¿Por qué existe el dolor? ¿Por qué existe la muerte, el mal? ¿Por qué vale la pena vivir? ¿Cuál es el significado último de la realidad, de la existencia? ¿Qué sentido tiene trabajar, amar, empeñarse en el mundo? ¿Yo quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
Estas son las grandes y elementales preguntas que se hace un joven y también un hombre adulto de verdad; y no solo un creyente sino todo hombre por más ateo o agnóstico que sea. Tarde o temprano, especialmente en las situaciones límites de la existencia, frente a un gran dolor o a un gran amor, en la experiencia de educar a los hijos o en la forma de un trabajo aparentemente sin sentido, esas preguntas salen inevitablemente a flote. Son preguntas que no pueden extirparse. Dije que eran preguntas que se hacía un agnóstico. Quiero mencionar aquí, rindiéndole homenaje, a un gran poeta porteño agnóstico, Horacio Armani. Quien lee sus poemas encuentra un sabio planteamiento de preguntas abiertas a una respuesta.
Respuesta total
El hombre no puede conformarse con respuestas a medias o parciales, obligándose a censurar u olvidar algún aspecto de la realidad. De hecho lo hacemos, y esa es la fuga, la huida de uno mismo.
El hombre necesita una respuesta total, que abarque y salve todo el horizonte de su yo y de la existencia. Dentro de él lleva un anhelo de infinito, una tristeza infinita, una nostalgia –el nostos algos de Odiseo– que no se apaga si no es con una respuesta igualmente infinita. El corazón del hombre resulta ser un signo de un misterio, es decir, de algo o alguien que sea respuesta infinita. Más acá del Misterio, nunca las exigencias de felicidad, de amor, de justicia, encuentran una respuesta que satisfaga hasta el fondo el corazón del hombre. La vida sería un deseo absurdo si esta respuesta no existiera. No solo el corazón del hombre, sino toda la realidad se presenta como un signo. El signo es algo concreto, señala una dirección, algo que se ve, que revela un significado; que se experimenta, pero que remite a otra realidad que no se ve. De lo contrario, el signo no tendría sentido.
Por otro lado, para preguntarse frente a los signos –y con este término– se necesita una capacidad muy humana, la primera que tenemos como hombres y mujeres, que es el estupor, la capacidad de admirarse, como lo llama Giussani; un corazón de niños, en última instancia. Solo el estupor conoce. Y fíjense que toda degradación moral, cultural, comienza a darse cuando esta capacidad de estupor enferma, se anula o muere.
Toda la dimensión de opio cultural tiende a anular, enfermar o matar esta capacidad de estupor. El principio de todo filosofar es la admiración. Hay una frase del papa Luciani que dice que el drama del cristianismo contemporáneo reside en el hecho de ofrecer categorías y normas en lugar del estupor por un acontecimiento. Y el estupor es previo a toda categoría; es lo que me lleva a buscar, a abrirme, es lo que me hace posible obtener una respuesta, que no es una respuesta verbal ni conceptual. Porque si el estupor me abre como pregunta, la única respuesta es el encuentro: solo en el encuentro se sacia la sed. En ninguna otra parte.
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