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Huellas N.11, Diciembre 1998

EXPOSICIONES

Millet & Van Gogh. Padre e hijo

Giuseppe Frangi

La extraordinaria experiencia de una paternidad artística entre dos genios que nunca se conocieron. El ensimismamiento, única fuente de creatividad.
Vincent Van Gogh, copiando humildemente a Millet, se convierte en un pintor aún mayor


Millet
1814 El 4 de octubre nace en Gruchy, Normandía
1837 Llega a París para matricularse en la École des Beaux Arts
1849 Se establece definitivamente en Barbizon
1857 Pinta el Ángelus
1859 Su cuadro, la Muerte del leñador, es rechazado por el Salon des Artistes
1870 Huyendo de la guerra, se establece en Normandía
Rechaza su inscripción a los artistas de la Comuna de París
1875 Muere el 3 de enero
1881 Se publica su biografía escrita por su amigo Alfred Sensier
1887 Primera gran exposición de sus obras en París

Von Gogh
1853 Nace en Zundert, Holanda, el 30 de marzo
1857 Nace su hermano Theo
1869 Es empleado en la casa de arte Goupil en Bruselas
1875 Es enviado a París
1876 Dimite y entra en la facultad de teología de Ámsterdam
1880 Renuncia a la vocación. Decide ser pintor
1885 Muere su padre
1886 Se reúne con su hermano en París
1888 En febrero se desplaza a Arles en Provenza. Durante dos meses trabaja con
Paul Gauguin
1889 Es ingresado por trastornos mentales en el hospital Saint Rémy en Provenza
1890 El 20 de mayo vuelve a París y se instala en Auvers-sur-Oise.
El 27 de julio intenta suicidarse.
Muere dos días después

Vincent Van Gogh tuvo dos padres. El pri­mero, su padre natural, llamado Theodorus, era un pastor calvinista de rígida rectitud moral. Su segundo padre, llamado Jean-Francois Millet, era un pintor nacido en un pequeño pueblo de Normandía en 1815. Van Gogh cono­ció demasiado bien al pri­mero, hasta el punto de romper con él definitiva­mente cuando iba a cumplir los 30 años. Al segundo no lo conoció, pues Millet murió en 1875, pocos meses antes de que el mismo Vincent, en aquel momento empleado de una galería de arte, fuese en­viado a la filial parisina. Llega a la capital francesa el 19 de mayo. Una semana an­tes se habían subastado los cuadros que habían quedado en el taller de Millet. Pero, el 11 y 12 de junio, Van Gogh tiene la oportunidad de des­quitarse: se organiza, en el hotel Druot, una exposición de 95 pasteles, que serían también subastados. En esa época, Van Gogh no sabía aún que su destino sería, como el de Millet, el de con­vertirse en pintor. Y, sin em­bargo, la emoción que lo em­barga es fortísima: «Al acercarme tenía la sensación de estar pisando terreno sagrado». Años más tarde re­memoraría: «Siempre estoy contento de haber podido ver la colección de pasteles de Millet en el Hotel Druot».

Padre recuperado
Así pues, por un padre fa­llido, otro recuperado. No es ésta una interpretación crítica, sino una constatación que Van Gogh repite reiterada­mente en las cartas a su her­mano Theo. «No rechazo a Padre cuando lo considero en sí mismo. Lo rechazo cuando lo comparo con el gran Mi­llet, padre por excelencia. Su magisterio es tanto más grande cuanto la visión de Padre es mezquina». O, de nuevo: «Millet es el padre o el guía y consejero en todo para los jóvenes pintores». Una oposición que resulta de­cisiva incluso en su elección de vida. Antes de emprender el camino de la pintura, Van Gogh había, de hecho, inten­tado meterse en la horma del padre y ser predicador, si bien todo fue en vano. No te­nía vocación y ese mensaje sofocante le oprimía.
Era necesario otro padre para volver a partir, otro que lo re-generase. Este nuevo padre fue precisamente Mi­llet, que desempeñó un papel que la crítica ha olvidado cul­pablemente, un olvido que re­para ahora la extraordinaria muestra organizada en París en el Musée d'Orsay (que es­tará expuesta hasta el 3 de enero de 1999): 50 cuadros de Van Gogh junto con otros tantos de Millet acreditan fe­hacientemente la profundidad de esta relación.

Pintor realista
Pero, ¿quién era Jean­ Francois Millet? Como hom­bre, se trataba de un burgués enamorado del campo, de sus hombres y cultura, hasta el punto de abandonar París, en aquellos años capital de todas las novedades, para retirarse a sus afueras, en Barbizon. Como pintor era un realista, traspasado de un gran senti­miento hacia la naturaleza e impregnado de religiosidad. Pintó algunos cuadros que se han hecho famosos en la ico­nografía católica y rural, como el Angelus, de 1857, pero no obtuvo mucho éxito entre la crítica, cautivada en aquellos decenios por el rea­lismo más político, inicial­mente, y por el nacimiento del impresionismo, posterior­mente.
Afirmar que Van Gogh, uno de los símbolos de la modernidad, sea "hijo" de un pintor catalogado como retró­grado o sentimental (una pa­labra que aparece en diversas ocasiones en el catálogo de la exposición parisina), podría parecer un grave yerro. Todo lo contrario: Van Gogh existe gracias a esta relación con Millet. El genio de Van Gogh sólo puede ser comprendido a la luz de esta filiación.
«Para mí no es Manet, sino Millet el pintor esencialmente moderno que ha abierto los horizontes a mu­chos otros»: un juicio tal, ex­presado en torno a 1885, en la Francia totalmente infa­tuada por el impresionismo, debe ciertamente dar qué pensar. En primer lugar, por­que Van Gogh no sitúa la cuestión en términos de una mayor correspondencia en relación con uno o con otro, sino en términos de una ma­yor modernidad de aquel que se consideraba y se considera generalmente más vinculado al pasado. En segundo lugar, porque permite intuir el abismo que Van Gogh había abierto entre él y el impresio­nismo. Pero, para entenderlo, hemos de recorrer con él algo de historia.

Algo "familiar"
En 1882, Van Gogh está a punto de cumplir los 30 años. Alentado por su hermano, acaba de decidir cambiar de vida y dedicarse a la pintura. Balbucea en las telas, se adiestra en el papel de dibujo. Está casi atemorizado por la tarea que le espera. Y de re­pente, un día, cae entre sus manos la biografía de ese pin­tor que, años antes, había ad­mirado en París, en el Hotel Druot: Jean-Francois Millet.
La biografía ha sido escrita por un amigo, Alfred Sensier, y es una apología del pintor de Barbizon. Van Gogh queda embrujado por su lectura: «Me interesa tanto que me le­vanto por la noche para le­erla», le escribe a su amado hermano. Otra frase revela­dora: «Este libro me da va­lor». Valor: Van Gogh descu­bre en Millet un hombre que no teme ser inactual; que se pone los zuecos de los campe­sinos (es más, uno de sus pri­meros cuadros, casi un fetiche para él, representa un par de sabots); que no teme confesar que las Sagradas Escrituras son su fuente de inspiración ( «Son mis breviarios; es de ellos de los que extraigo todo lo que hago», pone en boca de Millet su biógrafo). La admi­ración de Van Gogh es infan­til, ilimitada. En particular, le encanta la religiosidad de Mi­llet. «Aprender a mirarlo es como recobrar la fe», escribe. O, también: «Existe realmente Algo allí en lo alto, si Millet creía en ello, si tenía tanta confianza. Ciertamente no de­bía soñar, estaba persuadido de que Algo existía». La idea de una "familiaridad" (la pala­bra es del propio Van Gogh) de Millet con ese Algo, le consolaba, le reconfortaba, porque abría también para él la posibilidad de una relación.

Copiando al maestro
Pero una paternidad no es tal si no genera frutos concre­tos. Vincent, copiando a Mi­llet, se hace pintor. Comienza con los campesinos de Neu­nen, nacidos a imagen de los campesinos de Barbizon, y destinados a convertirse en los Comedores de Patatas, primera obra maestra de Van Gogh. Después, está la refle­xión sobre el Sembrador, uno de los cuadros más famosos del pintor francés. Vincent es aún un novato que, lleno de incertidumbres, trata, con hu­mildad conmovedora, de co­piar la figura del maestro («El Sembrador tiene gran­deza a fuerza de sencillez»). Van Gogh parte de repro­ducciones de las obras del pa­dre-maestro y, en contadas ocasiones, de fotografías. Por ello, tan sólo puede imaginar los colores recordando los cuadros que había visto en vivo. Así, si los primeros años se caracterizan por el dominio de los colores tierra, herencia de un recuerdo aún fuerte de Millet, a su llegada a París y tras el adiós defini­tivo a Holanda, en 1885, Van Gogh enciende el fuego arro­llador de sus colores. Ello se ve en sus copias de los Tra­bajos del campo, y las Esta­ciones. Convertido ya en el pintor solitario y grandioso que todos conocemos, sin embargo, su cordón umbilical no se interrumpe ni se atenúa. En 1890, algunos meses antes de su trágico fin, pinta dos extraordinarias nuevas copias de Millet, Campo de invierno con cuervos y Primeros pa­sos, dos cuadros que contie­nen toda su grandeza. Son ré­plicas similares a las de un alumno que vive aún en la veneración del maestro y no osa modificar en nada la ima­gen original. Pero en el campo de invierno, el color niebla y tierra de Millet se transforma en un blanco que hiela el corazón. El espacio amigo y doméstico de Millet se hace, con un pequeño cambio, ilimitado. La imagen es literalmente igual, pero el horizonte, que en el original está a mano, aquí no tiene fondo. Van Gogh pintó Pri­meros Pasos como un home­naje a su hermano, que iba a ser padre. Se ve a un hombre con los brazos extendidos para acoger el camino in­cierto del niño. El cuadro de Millet es absolutamente idén­tico, pues Vincent no siente ninguna necesidad de apar­tarse del modelo: pero des­pués, profundiza la imagen, imprimiéndole una ternura, realmente indescriptible, de verdes tenues y azules difu­minados, que arrancan las lá­grimas.

Percibir el infinito
En este punto, nos encon­tramos en el último acto. Para concluir la exposición, los or­ganizadores se han permitido una licencia cronológica, co­locando en la última sala La noche estrellada sobre Arles, fechada en realidad en 1888 y que, para muchos, no es pro­pia y realmente una copia. En efecto, Millet pintó un mo­tivo análogo: un cuadro fa­moso que, sin embargo, Van Gogh nunca tuvo la ocasión de ver porque estuvo ex­puesto en la famosa subasta parisina a la que no llegó por unos días. Vincent sólo podía tener en mente una frase de Millet, reproducida en su bio­grafía, a propósito de ese cua­dro: «Querría hacer percibir el infinito». Eligió como punto de vista la orilla iz­quierda del Ródano. Arles se sitúa en el otro lado, con las farolas de gas que se reflejan en el agua y hay un cielo pla­gado de estrellas. Luego, mu­cho azul: el río, la bóveda ce­leste, la ciudad. «A menudo me parece - le escribe a su hermano, presentándole el trabajo - que la noche es aún más colorida que el día». Dos hombres abajo contemplan la noche inmensa y su pequeñez es la medida de su estupor extremo. Y nosotros con ellos. Lo que tenemos delante no es ya sólo un paisaje. Es algo que tiene el paso furtivo, sencillo e imprevisto del mi­lagro: como si en la noche sobre Arles resonase la misma sinfonía de azules, in­finitos y cargados de emocio­nes, que en las vidrieras de Chartres. ¡Qué lejana queda la mirada epidérmica y at­mosférica del impresionismo! En la mirada de Van Gogh no hay espacio para las impre­siones. Como los maestros de Chartres, él está llamado a "contemplar": a contemplar lo real, tocando ese nivel de paz y vértigo en el que las cosas brillan por la luz de quien las ha creado. La noche sobre Arles es un instante de transparencia absoluta, en la que cualquier partícula de aire, cualquier centelleo de luz, vibra por la relación con el absoluto.

«Cristo sólo ha afirmado como certeza principal la vida eterna, el infinito del tiempo, la nada de la muerte, la necesidad y la razón de ser de la serenidad y del sacrificio. Vivió en serenidad, artista más grande entre los artistas, desdeñando el mármol y la arcilla y los colores, trabajando con la carne viviente.
Se puede decir que este artista inaudito y casi inconcebible, con el obtuso instrumento de nuestros cerebros modernos, nerviosos y embrutecidos, no hizo estatuas, ni cuadros, ni libros: hizo hombres vivos».
Von Gogh
(Carta a su amigo Émile Bernard)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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