«Soy un pecador que ha sido mirado por el Señor». Así se definía Bergoglio tras ser elegido Papa el 13 de marzo de 2013. Diez años anunciando la alegría del Evangelio y llevando una mirada cargada de misericordia
En el instante en que el cardenal Tauran anunció en latín el nombre de bautismo del nuevo Papa, supimos que el elegido era él: Georgium Marium, sí, increíble, él, Jorge Mario… cardenal Bergoglio. Yo estaba en directo con el telediario aquella noche lluviosa del 13 de marzo de 2013 y lo recuerdo con gran emoción porque había tenido la suerte de conocer a ese cardenal argentino, desconocido para la mayoría, y me parecía un verdadero hombre de Dios. Desde hacía casi ocho años le veía siempre que venía a Roma, cenábamos en casa de Gianni Valente y Stefania Falasca, íbamos a la basílica de san Lorenzo donde celebraba misa con don Giacomo Tantardini. De vez en cuando intercambiábamos por correo electrónico nuestras impresiones sobre la vida de la Iglesia, una vez me confesé con él.
El papa Francisco conocido de cerca es sobre todo un sacerdote y un misionero. Siendo joven jesuita quería irse a Japón. Por motivos de salud, sus superiores le negaron el permiso para viajar al país del sol naciente, pero Bergoglio descubrió que en nuestros tiempos la primera tierra de misión era Occidente. Las periferias de la antigua cristiandad, las nuevas tierras ignotas, ya no pasaban por las abruptas cascadas de Iguazú, entre los guaranís del Paraguay, o por las lejanas Indias a las que se dirigían los discípulos de Francisco Javier, sino que atravesaban ahora las grandes metrópolis, también en Sudamérica, donde a la sombra de los rascacielos surgían las villas miseria, donde parecía que no llegaban los rayos del “sol del buen Dios”. Periferias no solo sociológicas, periferias existenciales allí donde el hombre moderno ya no consigue creer en Dios, y no por maldad sino porque tal vez hace demasiado tiempo que no se encuentra con cristianos con cara de gente salvada, como diría Nietzsche. «Las 99 ovejas están fuera del recinto, dentro solo queda una», decía Francisco con una sonrisa en el primer encuentro con su diócesis el 17 de junio de 2013. «Es más fácil quedarse en casa, con esa única oveja. Es más fácil con esa oveja, peinarla, acariciarla... ¡Pero debemos salir a buscar las otras 99!».
Esta mirada misionera es la clave para leer todos los gestos realizados por Francisco estos diez años. Porque, ¿cómo entrar en contacto con el hombre moderno, cómo socorrerlo en sus heridas, sino con la medicina de la misericordia? Desde luego, no con una ráfaga de anatemas o con un “proselitismo” obtuso, sino con la fuerza de “atracción” de un testimonio.
Francisco fue consciente desde el principio de que su enfoque misionero le llevaría a incomprensiones. Nada nuevo. Ya le había pasado al jesuita Matteo Ricci, el gran misionero de China, que vestía como un mandarín y toleraba el culto de los ancianos para conquistar almas para Cristo. En Roma no lo entendieron y la Iglesia en China todavía está pagando ciertos errores. Aquella China lejana que, no en vano, está en el corazón del primer Papa jesuita. Después de setenta años con Pekín nombrando obispos por su cuenta, causando dolorosas divisiones en el seno de la comunidad católica, la Santa Sede vuelve ahora –gracias a un acuerdo firmado en 2018– a tener voz en la elección de sus pastores y ningún obispo chino está ya separado de Roma. Compromisos a veces amargos, conversaciones difíciles, pero siempre un paso adelante respecto a los años de la persecución más violenta. Además, mejor una «Iglesia accidentada», como suele decir Bergoglio, que una Iglesia parada, enferma porque el aire cerrado no es bueno para el cuerpo ni para el espíritu.
Evangelii gaudium, la alegría del Evangelio, título de la exhortación apostólica que sigue siendo la carta magna de su pontificado. La Evangelii nuntiandi de Pablo VI es el documento pontificio sin duda más citado por Francisco. La atención a los pobres, a los enfermos, a los descartados no es comunismo ni buenismo humanitario, como pregona cierta propaganda vulgar: es dar testimonio de la compasión de Cristo por cada hombre. La raíz de todo su empeño. La lucha por la paz en el mundo, desde Siria hasta Iraq, de Yemen a Tierra Santa, del Congo hasta la más angustiosa y “diabólica” de todas las guerras actuales, en la “martirizada” Ucrania. Y luego el cuidado de la casa común: la ecología integral, de la que ya había hablado Benedicto XVI y que Francisco relanzó con la Laudato si’, ocasión de encuentro con movimientos y personalidades laicas –como el gran Carlin Petrini– que encontraron en la Iglesia católica un referente ideal en el compromiso por salvar el planeta de la autodestrucción. El diálogo con el islam para favorecer, con espíritu fraternal, una evolución no integrista de la religión de Mahoma y proteger a las minorías cristianas, con un crecimiento extraordinario en los países musulmanes del Golfo gracias, si lo pensamos un poco, al fenómeno de la inmigración (que a nosotros tanto nos asusta): pero qué emoción al ver aquellas primeras misas celebradas por un Papa en tierras de Arabia, donde parecía imposible hasta hace unas décadas ver a un sucesor de Pedro rodeado de una multitud de cristianos, decenas de miles de fieles, trabajadores filipinos o indios, cuya alegría no les permitía creer lo que veían sus ojos. El Francisco que yo he conocido es ante todo un sacerdote.
Hay mucha oración escondida en su vida cotidiana. Una oración tradicional, a base de rosarios y de piedad mariana, de adoración eucarística y de novenas, como las que dedica a su querida santa Teresita di Lisieux. Y una gran cercanía a las situaciones de dolor. Uno de los temas más controvertidos de su pontificado ha sido el acompañamiento pastoral a los divorciados vueltos a casar y su posible acceso a los sacramentos, que hay que evaluar en cada caso. Algunos tradicionalistas se han rasgado las vestiduras pensando que por fin habían encontrado la prueba de su herejía. No han entendido que lo que mueve a Bergoglio es la solicitud del sacerdote y del confesor hacia el sufrimiento de ciertas almas laceradas, no la voluntad de romper la doctrina católica sobre el matrimonio.
En el otro frente, que podríamos llamar de “veteranos progresistas”, teólogos y profesores ilustrados habían pensado que podrían dictarle al Papa su agenda sobre la abolición del celibato de los curas o la ordenación sacerdotal de mujeres. Cuando Francisco, con mucha claridad, les ha dado a entender que pretendía confirmar el magisterio de sus venerados predecesores, empezaron a torcer el gesto, tratando a Francisco como un colegial indisciplinado que se niega a aprender la lección.
Pero él no pierde el sueño por estas cosas. «Duermo como un tronco», confesó en una entrevista que concedió a Tv2000 con motivo del Jubileo de la misericordia en 2016. Solo puede dormir así alguien que se abandona, con confianza, en las manos de Dios. En aquella entrevista decía también que en todo caso prefería a los contestatarios antes que a los aduladores. Porque las críticas (incluso las que se equivocan) le recordaban sus muchos límites y pecados. Y esta conciencia es buena para el alma: «La primera condición para ser curados es la conciencia de estar enfermos».
En el verano de 2013, Antonio Spadaro le preguntó al nuevo Papa: «¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?». Francisco lo pensó un instante y con gran sinceridad respondió que quizás podía decir que se veía «un poco astuto», alguien que sabe moverse… pero al mismo tiempo se daba cuenta de que también era «un poco ingenuo». Astuto e ingenuo a la vez; humanamente hablando se puede ser así. Pero con la misma sinceridad, el nuevo Papa añadió una definición de sí mismo aún más verdadera: «Yo soy un pecador. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador… Pero la síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos… Soy alguien que ha sido mirado por el Señor. Mi lema, Miserando atque eligendo, es algo que en mi caso he sentido siempre muy verdadero».
Mirándolo con misericordia, le llamó: lema episcopal inspirado en el Evangelio de la llamada de Mateo el publicano, el pasaje evangélico preferido de Francisco porque aquel hombre no era un alma hermosa, colaboraba con los odiados romanos, estaba más apegado al dinero que a su madre. Parecía insalvable. Sin embargo, Jesús le “misericordió” y toda la vida de Mateo se revolucionó por aquella mirada. Como le pasó al joven estudiante Bergoglio el 21 de septiembre de 1953, primer día de primavera en el hemisferio sur, en la parroquia dedicada a san José en Buenos Aires. Se confesó con un cura que no conocía y experimentó la misericordia como nunca la había vivido. «Porque Dios te busca y te espera antes de que tú empieces a buscarlo, viene antes, primerea como decimos los de Buenos Aires con una expresión popular».
Antes de entrar en el cónclave, en marzo de 2013, delante de los cardenales reunidos para elegir al nuevo Papa, habló del Mysterium Lunae, una expresión muy querida por los Padres de la Iglesia. Dijo que la Iglesia, como la luna, no brilla con luz propia, sino que está en el mundo solo para reflejar la luz de Cristo. Diez años después Francisco, con temor y temblor, pero con el corazón sereno, podrá preguntarse si también él, un pecador mirado por el Señor, ha reflejado en el mundo algo de esa luz por gracia de Dios. Porque en esta transparencia de Cristo, y no en los éxitos y fracasos mundanos, reside la paz profunda y el único juicio que importa a los ojos de Dios.
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