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Huellas N.14, Diciembre 1988

NUESTROS DÍAS

Juan Pablo II: 1978-1988. Diez años de pontificado

Fidel González

En la tarde de 16 de octubre de 1978 fue elegido Papa el arzobispo de Cracovia, el cardenal Karol Wojtyla, que tomó el nombre de Juan Pablo II. Se interrumpía así una tradición de más de cuatro siglos, en contraste con la tradición antigua y medieval que había visto papas africanos, griegos, franceses, alemanes, españoles, ingleses y un portugués. El último papa no italiano había sido Adriano VI de Utrecht en 1523. Salta a la vista el significado de este acontecimiento: la Iglesia muestra cada día más el rostro de su catolicidad geográfica.
La elección de Juan Pablo II en 1978 coincidía con el fin de una transición. Ya Giovanni Gentile, conocido filósofo italiano, había escrito antes del segundo conflicto mundial: «Quien habla todavía de religión, o es un clerical, o es un místico: es como decir que, o pertenece a un mundo diverso de aquél en el que todos vivimos». Por su parte Romano Guardini, en su obra El ocaso de la edad moderna, publicada en 1950, escribía que el mundo moderno se estaba acabando. Pero para él, el verdadero problema estaba en la nueva época que surgía y que todavía no tenía un nombre. Esta época él la llamaba pos-moderna. Otro gran pensador cristiano, Dietrich Bonhoeffer, muerto en el lager de Flossenburg, notaba ya en los años del nazismo cómo «la razón, la cultura, el humanitarismo, la tolerancia, la autonomía, todos estos conceptos que hasta hace poco tiempo habían sido usados como consignas contra la Iglesia, el cristianismo y Jesucristo, se encontraron de repente sorprendentemente cercanos a la esfera cristiana. Evidentemente no era la Iglesia que buscaba la protección y la alianza de aquellos valores, sino, por el contrario, estos últimos, en cierto modo sin patria, buscaban asilo en el ámbito del cristianismo, y a la sombra de la Iglesia».
En este preciso momento de la historia de una transición dramática, llega al pontificado romano Juan Pablo II. Dios, que guía la historia y a su Iglesia, sabía muy bien lo que hacia.
En unas líneas, necesariamente sintéticas, queremos trazar algunos rasgos característicos de estos diez años.

UN PAPA PARADÓJICO Y NO «ENCUADRABLE»
En la historia se dan paradojas extrañas. Sucede que a veces quienes habían sido tildados como hombres cerrados y conservadores, aislados del mundo, son capaces de establecer un diálogo y una relación con personas de cualquier religión, cultura y posición política: desde los representantes de las religiones no cristianas en Asís o los miles de jóvenes musulmanes encontrados en Casablanca, a los mundanos ministros occidentales, los dictadores de izquierda o de derecha, los indios de Bolivia, los trabajadores del Rhin, los campesinos de Mozambique, los habitantes de una favela de Río, o su propio asesino frustrado, por citar sólo algunos ejemplos.
Tal es el caso paradójico de Juan Pablo II que desconcierta a muchos. ¿Por qué sucede esta paradoja? Por lo que decía Guardini, y anotaba Bon­hoeffer: estamos en el fin de las ideo­logías, que hoy con frecuencia son pu­ras iniciales sin contenido real porque, como escribe Massimo Borghesi «no solamente la época humanitaria se ha consumado ya, incluso el mundo cató­lico ya no existe; existe como conjun­to de estructuras, que viven porque vi­ven, no como acontecimiento de vida que puede ser comunicado con la con­vicción».
Juan Pablo II es el Papa de esta pos-modernidad de la que hablaba Guardini. Por ello, los restos de aquel viejo mundo decaído de las ideologías, que pervive en el periódico o la tele­visión occidentales, no lo pueden en­tender. No entra en sus esquemas. Ante sus intervenciones quedan atur­didos como viajeros en una noria don­de todo da vueltas y nada avanza.

EL PAPA DEL ACONTECIMIENTO
Durante su primera Misa como Papa, Juan Pablo II pronunció un dis­curso en el que comunicaba toda la ur­gencia y la emoción de su fe. «¡No ten­gáis miedo! ¡Abrid las puertas, abrid­las de par en par a Cristo! ¡Abrid a su poder salvador las fronteras de los Es­tados, los sistemas económicos y polí­ticos, el mundo de la cultura, de la ci­vilización, del desarrollo! ¡No tengáis miedo! ¡Cristo sabe lo que hay dentro del hombre! Solamente Él lo sabe... El hombre se encuentra con frecuencia invadido por una duda que se trans­forma en desesperación. Permitid por ello, os ruego, os suplico con humil­dad y confianza, ¡permitid que Cristo hable al mundo!».
Para Juan Pablo II sólo la expe­riencia original del Acontencimiento cristiano, Cristo, Redentor del hom­bre, permite al hombre abrirse a la pregunta sobre el sentido final y por lo tanto sobre una felicidad que defi­ne la esencia del ánimo humano. Se da una correspondencia entre el hecho cristiano encontrado y las ansias de verdad y de felicidad que existen en todo hombre.
Juan Pablo II grita hoy al mundo lo que el viejo staretz Juan en El diálogo del Anticristo de Soloviev res­pondía al emperador: «Para nosotros lo más querido del cristianismo es Cristo mismo. Él y todo lo que provie­ne de Él, puesto que nosotros sabemos que en Él habita corporalmente la ple­nitud de la divinidad». Esto se puede constatar en todas sus intervenciones. Sírvanos de ejemplo la contestación dada a la pregunta de un periodista so­bre cuál sería la dirección que tomaría el pontificado: «La única dirección de mi inteligencia, mi voluntad y mi co­razón es Jesucristo, el Redentor del Hombre, centro de Universo y de la Historia». Debido a esta fe profunda y a este amor por Jesucristo, Juan Pablo II de­muestra una capacidad singular de en­trar en comunión con todas aquellas personas y movimientos eclesiales que profesan tal fe sin ambigüedades. Ejemplos claros de esta capacidad y fina atención los encontramos en su relación con personas como Madre Teresa de Calcuta, jóvenes que cons­tantemente buscan su palabra, o su no escondida predilección por Comunión y Liberación, por citar sólo tres ejem­plos.
Su pasión por Jesucristo y por el hombre le empujan a una actitud constante de súplica para que Cristo sea reconocido como el único Salva­dor. Algunos amigos que han tenido la oportunidad de estar con frecuencia junto a él me han dicho que antes de pronunciar un discurso, celebrar la Misa, o durante sus viajes se le oye su­surrar: Totus tuus..., las palabras de su escudo papal.
En esta pasión por Jesucristo se encuadra su amor a la Madre de Cris­to. María no es sólo la mujer, modelo de todo ser humano, sino en cuanto madre del Dios encarnado, la figura y a madre de la Iglesia: modelo del des­tino del pueblo de Dios y al mismo tiempo presencia e intercesión cons­tante por este pueblo peregrino. No hay viaje, discurso o gesto del Papa en el que no incluya una referencia a la Nueva Eva. Sin duda, en todo este proceso mariano tienen mucho que ver las raíces eclesiales de Karol Wojtyla: su Polonia Mariana, sus maestros polacos, como los cardenales Hont y Wyszynski.

LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
Juan Pablo II afronta el tema de las relaciones entre el hecho cristiano y la sociedad civil con fidelidad a la tradi­ción cristiana y, al mismo tiempo, con una novedad desconcertante. Un ejemplo típico son sus encíclicas sobre el trabajo Laborem exercens (1981) y sobre la cuestión social Sollicitudo rei socialis (1988). La sociedad, ha dicho Bettino Craxi, líder de los socialistas italianos, tiene necesidad hoy, no de menos Cristo, sino de más Cristo. En todo el mundo, pero sobre todo en el gran proletariado externo que es el Tercer Mundo, la Iglesia obra en lo so­cial en primera persona. Empeña la interioridad misma del cristiano en estar presente en lo social y en la cul­tura en cuanto tales. Y esto, no para defender a la Iglesia, que no tiene ne­cesidad de que nadie la defienda, sino para defender la dignidad y la libertad del hombre, comenzando por la liber­tad interior, como Juan Pablo II subra­yó en su mensaje de la Jornada de la Paz de 1988.
En la Sollicitudo rei socialis res­ponde a los nuevos problemas con los que se debate la conciencia del hom­bre moderno. Hoy, la ideología del op­timismo del progreso está ya en su ocaso. La última encíclica ha denun­ciado la nueva «esclavitud» del traba­jo y del mismo progreso, una tiranía idolátrica que puede llevar al hombre hacia su destrucción. Otros temas to­cados por propuestas pos-revolucio­narias son las relaciones Norte-Sur, la pertenencia de toda la tierra a todos los hombres como derecho fundamen­tal en virtud de la creaturalidad del cosmos. y del hombre, la persona como centro del todo en cuanto hijo de Dios, la denuncia de los insultos al hombre, la vergüenza de tantos pueblos obliga­dos a vivir en perpetua situación de prófugos y perseguidos.
El Papa presenta una sabiduría que muestra al cristiano en acción. No ofrece una «tercera vía» de solución al problema social, ni propone una «car­ta de los derechos humanos», una es­pecie de versión corregida de la ya existente de la ONU. Es algo diverso. La persona de la que habla el Papa es la persona creada, amada por Dios y redimida. Él pone el fundamento del derecho de la persona en la posibili­dad de que cada cual pueda escuchar la propuesta de Cristo, sin restricciones. En una palabra, ser plenamente Igle­sia de Cristo ayuda a la sociedad ente­ra a ser más humana. Ahora bien este lenguaje desconcierta o despista a los que intentan entender las palabras del Papa con sus esquemas ideológicos. Por ello, el conservadurismo a la amaericana no tolera que su poder sea puesto en discusión, porque es un ata­car la moral del capital. Pero tampo­co los «dueños» del Este pueden en­tender las raíces de los derechos humanos proclamados que representa la libertad religiosa.

DEL ATLÁNTICO A LOS URALES: LAS RAÍCES CRISTIANAS DE EUROPA
La atención hacia Europa caracte­riza a todos los papas a partir de Pío XII. Pero con Juan Pablo II tal atención es más insistente. No pierde ocasión para recordar a Europa sus raíces cristianas y en su magisterio en­contramos una novedad importante. Sus predecesores contemplaban sobre todo la Europa occidental. El papa po­laco abarca toda la Europa de la his­toria occidental: desde el Atlántico a los Urales. Ante esta Europa aún hoy tan profundamente dividida por telo­nes de acero, el Papa propone, como fundamento para una nueva unidad, el encuentro con sus raíces cristianas y con sus tradiciones eclesiales antiguas. El mundo eslavo, representado por Cirilo y Metodio; el mundo oriental, representado por los Padres Griegos y el mundo latino tienen unas raíces y una pertenencia común, que son la base para el derribo de todos aquellos telones de acero. Esto es lo que ha querido decir el patronazgo conjunto de Benito, y Cirilo y Metodio. «Hay que volver a respirar plenamente con los dos pulmones: el Occidental y el Oriental» (a la Curia Romana el 18 de junio de 1987).
El mismo método va aplicado a la búsqueda de una unidad europea fun­dada, no sobre los contingentes y siempre ambiguos intereses económi­cos o las alianzas políticas, sino sobre la común tradición religiosa cristiana que ha construido la verdadera Euro­pa, como ha dicho tan claramente en la encíclica Slavorum apostoli de 1985.

CRISTO ES LA VERDAD, NO UNA COSTUMBRE
Tal podría ser la confesión que ca­racteriza otro de los rasgos de estos diez años de pontificado. Jean Guit­ton, el filósofo amigo de Pablo VI, ha contado la anécdota siguiente sobre Pablo VI: «Recuerdo bien aquel día. Era el 8 de septiembre de 1977. Pablo VI se acercó a la estatua de la Virgen y recitó el Ángelus. Me estrechó la mano como nunca lo habla hecho an­tes. Se sentó sobre el pequeño sillón de mimbres y dijo aquellas tremendas palabras: "En estos momentos hay en el mundo y en la Iglesia un descon­cierto tremendo, lo que está en juego es la fe ... "».
Según Guitton, la verdadera cala­midad en la vida de la Iglesia era para Pablo VI la penetración del pensa­miento laicista en la Iglesia. Se estaba yendo hacia una especie de «cristianismo ateo», una especie de «cristianismo sin Cristo» (como escribía De Lubac años antes). El Concilio Vaticano II había iniciado una nueva etapa de diá­logo con el mundo, entendido como instrumento para dar a conocer a Cris­to al mundo. Estos sentimientos daros de Pablo VI los ha recogido Juan Pablo II en su magisterio.
Aquella mentalidad que el maestro de Pablo VI, el futuro cardenal Julio Bevilacqua, llamaba «protestantismo» ideológico, ha conquistado la cultura occidental. Hoy lo llamamos la cultu­ra de la Buena Educación, de los Va­lores comunes, de la Honestidad. Se quiere reducir el catolicismo a menta­lidad y a sentimiento común de los va­lores éticos, a una especie de platafor­ma común en la lucha por algunos de los «derechos humanos».
Muchos se empeñan en la encerrar el catolicismo y la Iglesia en la reser­va de la moralidad. El Acontecimien­to cristiano es eliminado y su preten­sión salvífica es denominada intole­rancia o integrismo trasnochado. Juan Pablo II proclama la verdadera espe­ranza ante esta moral de los valores comunes. El Papa sabe que sin Cristo la humanidad misma se convierte en el último ídolo del hombre. En nom­bre de este ídolo se justifican los ho­micidios que hoy el hombre programa con la ayuda de la ciencia y de la téc­nica: desde la concepción del hombre, su selección, su nacimiento, hasta su educación, su dolor y su muerte. Fren­te a esta deshumanización legalizada en nombre de la tolerancia, la pseudo­libertad y progreso del hombre, se yergue el Magisterio de Juan Pablo II, quien con sus intervenciones precisas en temas de bioética, uso de la ciencia y del progreso, y todos los temas que tienen como centro al hombre, ofrece una esperanza nueva.

LA MISIÓN COMO MÉTODO DE EVANGELIZACIÓN
Otro tema característico en el Papa es su preocupación por preparar la en­trada en el tercer milenio del cristia­nismo. «¿Qué camino recorrerá la hu­manidad en este espacio de tiempo que nos queda antes de entrar en el dos mil?» (Discurso a los cardenales del 17 de octubre de 1978, al día si­guiente de su elección). De esta preo­cupación nacen sus grandes encíclicas (la Dives in misericordia y la Domi­num et vivificantem), sus viajes apos­tólicos y sus peregrinaciones. Y todo esto con gran esperanza y optimismo cristiano porque, como dice en la en­cíclica sobre el Espíritu Santo: «La historia del hombre ha sido completa­mente penetrada por la medida de Dios mismo».
En este sentido, el Papa se carac­teriza por su realismo frente a la ilu­sión. No ha esperado durante estos años los futuros estudios de los histo­riadores del tres mil para leer la his­toria actual. Es esta también una he­rencia de Pablo VI, que ya en 1972 de­cía: «Creíamos que tras el Concilio habria llegado una jornada de sol para la historia de la Iglesia. Ha llegado, por el contrario, un dia de nubes y de tor­mentas, de oscuridad, de búsquedas y de incertidumbres: cuesta dar el gozo de la comunión». Juan Pablo II, en el simposio de las conferencias episcopa­les europeas, invitaba a los Pastores de la Iglesia a ponerse en la perspec­tiva mental y pastoral de una nueva evangelización: «Para llevar a cabo una obra evangelizadora eficaz debemos volver a inspirarnos en el primer modelo apostólico».
El Papa ha propuesto constante­mente el tema de la evangelización, es decir, el encuentro entre Cristo reden­tor y el hombre de hoy, en su deseo de verdad profunda y de liberación au­téntica. Los cristianos están llamados a dar cuerpo a tal evangelización a tra­vés de una presencia histórica y social­mente significativa.
El anuncio implica en el magiste­rio de Juan Pablo II una asunción res­ponsable por parte de los cristianos de la dinámica de la Encarnación. La En­carnación se expresa en una presencia visible, solidaria con los hombres, en las condiciones concretas de su exis­tencia diaria, como él ha dicho expre­samente: «Los cristianos deben estar presentes en todos los sectores del mundo, allí donde se prepara la socie­dad del mañana, allí donde se encuen­tran las bases de Europa, donde los hombres estudian, buscan, trabajan, se angustian, sufren; allí donde se divier­ten, cada vez más. Pero deben, al mis­mo tiempo, proteger su fe original sin diluirla o reducirla a niveles de opinión o ideología, sin casarse con men­talidades extrañas al Evangelio».
Se incluye aquí una presencia que es capacidad de diálogo cordial y, al mismo tiempo, dialéctica con la men­talidad o ideología mundana que tien­de a imponer sobre los hombres una concepción anticristiana de la vida y, por ello, deshumana de la existencia. En relación a ese empeño evange­lizador apuntamos dos rasgos signi­ficativos.

LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES
El primero es su apoyo a los mo­vimientos eclesiales. En Estrasburgo, el pasado octubre, el Papa ha enlaza­do la realidad y la novedad de los mo­vimientos eclesiales con este empeño­responsibilidad de la Iglesia de ser una presencia cultural y social en el mun­do. Los movimientos eclesiales son una realidad característica de esta se­gunda parte del siglo XX. Toda la his­toria viva de la Iglesia es la historia de los movimientos eclesiales con los que Cristo enriquece constantemente a su Iglesia a lo largo de la historia. Pero en esta segunda mirad del siglo, la dinámica tiene características singula­res. El Papa lo ha reconocido constan­temente en su Magisterio: la suya es, ante todo, una apertura en relación al actuar del Espíritu.
Durante el último viaje al África Austral, Renato Farina, de Il Sabato, le preguntó al Papa sobre los movi­mientos, y éste exclamó: «Los movi­mientos son una bendición para la Iglesia».

LOS VIAJES APOSTÓLICOS
El otro punto es el de los viajes pa­pales, tan numerosos que uno ya pier­de la cuenta. Después de Pío IX, el primer Papa que salió del Vaticano fue Juan XXIII. La timidez de aque­llas salidas en Roma se ha convertido en un programa de viajes apostólicos por parte del presente Papa como presencia evangelizadora de Pedro y como ejercicio al servicio de la unidad eclesial. Estos viajes son ocasión de múltiples encuentros, discursos, un to­car con la mano el dolor del mundo. Las multitudes vienen y se ve que re­conocen a Pedro. Me contaba un pe­riodista que siguió al Papa durante la última visita al África Austral que cuando el avión papal tuvo que hacer escala no programada en Johannesburgo, Sudáfrica, al paso del Papa por las salas del aeropuerto, la gente se vio como sorprendida por el Misterio. Todo el mundo se arrodillaba a su paso en una atmósfera de silencio casi orante. Aquella figura blanca era el símbolo de la libertad del hombre. Eran blancos y negros, no católicos en su mayoría. Pero el Misterio se hacía allí más cercano. Es verdad que luego queda la impresión de que aquel paso del Papa se olvida pronto. Pero su paso es siempre una llamada a una conciencia más humana y cristiana. Es como con Jesús. La aparición del Papa, como pasó con Jesús, hace que el hom­bre sienta, quizá sólo por un instante como en aquel aeropuerto de Sudáfri­ca, dónde se encuentra la verdad y la paz. Un compañero mío, el P. Corne­lio, que trabaja como misionero en Mozambique desde hace años, cuando supo que el Papa iba a Mozambique envió a la Procura General de los Combonianos en Roma una pequeña suma de dinero con esta nota: «Por fa­vor, mandad este pequeño grano de arena al Papa como contribución a los gastos de su viaje a Mozambique. Es lo que mis amigos me han dado, du­rante mi despedida volviendo a Mo­zambique. Creo que el mejor uso será dárselo a él. En este Mozambique des­trozado, ya no nos queda otra esperan­za que mirarle a él». El gesto de este misionero de uno de los países más ensangrentados del continente negro muestra claramente cómo la gente ve y considera estos viajes, auténticos maratones para los periodistas que los siguen. Nadie se explica de dónde saca las fuerzas este hombre para tales empresas.
Aquella sensación de acercarse al Misterio y quedar mudos, de rodillas, que experimentó la gente de aquel ae­ropuerto sudafricano, la he tenido yo las pocas veces que por gracia pude acercarme confundido entre la gente a él, porque Juan Pablo II por donde pasa transmite la explosión de entu­siasmo, la liberación del corazón, la alegría por la visión clara de la fe. El sucesor de Pedro conoce su misión de transmitir a todo el mundo, sea quien sea, la libertad y el gozo. Y esta comu­nicación ayuda a desencadenar la cari­tas cristiana (el amor) como capacidad de solidaridad.
Por donde pasa el Papa, la gente no queda indiferente. Él se enfrenta con todos los problemas. Y no escapa de las situaciones o lugares de conflic­to. Todo ello porque para el Papa, Mi­sión significa un moverse por Cristo, como les dijo a los obispos alemanes el 23 de enero del pasado año.
Un Papa de esta categoría rompe todos los esquemas. Los trajes que una cultura dominante en los medios de comunicación le ha fabricado no le van. Esto genera el desconcierto. Has­ta hace poco era crítica. Hoy la crítica se va convirtiendo poco a poco en res­peto hacia uno de los pocos lugares que quedan en el mundo, por no decir el único, donde se defiende al hombre contra la tiranía de su desintegración, como se dijo en Estrasburgo.

EL MOTIVO DE UNA REHABILITACIÓN LAICISTA
¿Se está dando un cambio en el jui­cio sobre el Papa por parte de la pren­sa laicista? Durante años sólo hemos visto en ella ataques y epítetos pesa­dos. Tras las Sollicitudo rei socialis se ven cambios de ruta. ¿Por qué? ¿Hay una lógica detrás de este cambio o es solamente una nueva estrategia?
Un cambio de tono se da tras Asís, en octubre de 1986. Pero el verdadero cambio aparente de ruta se produce tras la Sollicitudo rei socialis. Aunque parece como si el texto de la encíclica, que no alcanzan a penetrar en sus raí­ces, fuese un pretexto para un cambio estratégico. Se dice que tras treinta años de incertidumbre, ahora la línea de Juan XXIII es de nuevo presenta­da por el que hasta ahora se presen­taba como su principal adversario. ¿Es realmente así? En sucesivos números, el periódico maestro de la prensa lai­cista italiana La Reppublica (El País es su hermano legítimo) parece dar una respuesta positiva. En definitiva, se viene a decir: Wojtyla es también hijo del Concilio.
Es extraño que un Papa que pro­ducía hostilidad ayer, les produzca ad­miración hoy o al menos respeto. ¿Es que la figura moral del Pontífice se impone finalmente a esta gente? ¿O hay algo más sutil por debajo? Lo que nos hace dudar de la sinceridad de la admiración es que los motivos funda­mentales del laicismo que han movi­do a la hostilidad han quedado inmu­tables. El tono positivo actual en rela­ción al Pontífice tiene su explicación: un laicismo cerrado y dogmático pue­de cambiar la táctica, puede permitir­se el lujo de admirar a este Pontífice sin cambiar un ápice de su juicio de fondo. Hoy, este laicismo se siente ya tan sumamente fuerte y arraigado en la cultura dominante europea que ya no teme al Pontífice, lo puede incluso acoger en su mundo. Está convencido de que nada cambiará con su entrada. Da por descontado la derrota del cris­tianismo como juicio cultural: éste es el motivo de fondo del cambio de ruta. En el termómetro italiano, donde esto quizá se ve con mayor fuerza y pasión que en el resto de Europa, la cosa está clara. Todo el mundo laicista italiano da ya por descontado la muerte del ca­tolicismo como fuerza social, a lo sumo lo acepta como un catolicismo «fuerza moral», el de la famosa plata­forma de los valores comunes de la ac­tual dirección de la Democracia Cris­tiana italiana y sus acólitos. Hoy, del Papa, a esta gente no le interesa su magisterio, la verdad que proclama, sino la imagen, el símbolo. Se rehabi­lita su figura moral y se barre en la to­tal indiferencia el contenido de la ver­dad que proclama. Con un símbolo no se lucha, se le iza como una bandera que vale para todos los partidos, una bandera siempre solitaria. Se lucha contra los que, según este mundo «lai­co», representan vivamente su magis­terio: aquí se llaman Ratzinger, y tan­tos otros como él; o movimientos eclesiales como CL, porque intentan traducir en movimiento histórico la doctrina o magisterio pontificio. Por ello, la política contra esta realidad viva de la Iglesia es separarlos del Papa, la campaña de ayer contra el lla­mado Papa de la Restauración precon­ciliar Wojtyla, hoy va dirigida contra los que en profunda comunión con el Papa intentan convenir en obras su magisterio. Sin duda, en este intento de descristianización de Europa, el mundo laicista italiano al que nos re­ferimos demuestra una gran finura. No nos alegramos de esta «revalora­ción» del Pontífice, nos confirma aún más la necesidad de acogerlo como el gran don que Dios nos ha dado en esta época pos-moderna, y penetrar más en su pensamiento para poder tradu­cirlo sin miedo en una sociedad de la que se quiere expresamente desterrar a Cristo.

A MODO DE APÉNDICE
Durante su encuentro con los jó­venes en Turín, en su última visita a aquella ciudad este año pasado, el Papa improvisando ha preguntado a los jóvenes: «¿No queréis la tempes­tad?». El estadio respondió: «¡No!». Entonces el Papa dijo: «Con Cristo, la tempestad puede llegar». Renato Fa­rina, durante el viaje de vuelta del África Austral del Papa en septiembre pasado le preguntó: «¿Qué quería de­cir cuando habl6 de tempestad, Santi­dad?». «No quisiera definir inmedia­tamente esta tempestad», le contestó el Papa; «sus manifestaciones pueden ser tantas. He dicho que puede llegar, deberla haber dicho no solo puede lle­gar, sino llega siempre. Llega siem­pre». (Silencio del Papa, refiere el pe­riodista, y luego susurra): «Esta situa­ción en el lago de Genezaret, y la tem­pestad, y la barca con los discípulos, y Jesús... Esta tempestad se reproduce continuamente en la historia de la Iglesia». «Es decir, añadió el periodis­ta, no se puede estar nunca tranquilos cuando se es cristiano... ». Y el Papa: «¡Ah! No, de ninguna manera». (Son­ríe y luego, como pensando, añade): «Tranquilos, si, en la tempestad, pero tranquilos. Aún más, Jesús ha repro­chado a los discípulos que no estaban serenos durante la tempestad. Debían estar tranquilos: Jesús estaba con ellos...» (en Il Sabato, 17-23 septiem­bre de 1988, pág. 13).
Este diálogo puede sintetizar muy bien las paradojas, los paradigmas y la pasión de este gran pontificado.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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