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Huellas N.14, Diciembre 1988

NUESTROS DÍAS

Querido centrismo

José Luis Restán

En Francia, Mitterrand comenzaba su segundo mandato presidencial bajo el eslogan de la «apertura al centro». En España, la oposición al PSOE trata desmañadamente de articular una alternativa tomando como referencia el centro. Pero los socialistas no son ajenos a la jugada; «sólo el centro gana ya elecciones», afirman los más sagaces politólogos.
¿En qué consiste este añorado centrismo? ¿Cuál es su relación paradójica con la moderna estatolatría, con los valores comunes y con la ausencia de ideal? No basta la moderación para definir una cultura. Una invitación al debate sobre la realidad política, que es preciso iniciar y proseguir.


«No puedo prejuzgar el futuro y aventurar si conducirá al sincre­tismo absoluto, pero pienso que, de acuerdo con nuestra tradición histórica, tendremos siempre una corriente a favor del orden, una a favor del movimiento y otra mo­derada que se esforzará en evitar los excesos en ambos sentidos». Así se pronunciaba el exprimer ministro francés Raymond Barre en una reciente entrevista conce­dida al diario El País (12-11-88), respondiendo a la pregunta de si se había alcanzado ya el máximo posible en el acercamiento de po­siciones, dentro del proceso de convergencia hacia el centro.
Es inútil buscar en el resto de la amplia entrevista alguna carac­terización más precisa sobre las identidades políticas que están en juego en el panorama francés. Si nos interesa esta respuesta es por­que muestra la trivialidad que hoy alcanza el discurso político, que se encuentra dominado en toda la Europa occidental por lo que po­dríamos denominar el «síndrome del centrismo», en el marco de una concepción topográfica de la po­lítica.
Con el telón de fondo del des­gaste (cuando no la muerte) de las ideologías y acuciados por la com­plejidad de los problemas econó­micos y de las estructuras adminis­trativas de los estados modernos, los partidos ceden con facilidad a las exigencias de su propia buro­cracia interna y a los dictados inexorables del marketing electo­ral. Así se perfila el «desplaza­miento hacia el centro», que goza además del aplauso general (y su­perficial) de los bienpensantes de todas las latitudes. Aclaremos des­de el principio que no nos referi­mos a los «nombres» formales con que se identifican los partidos en la escena pública, sino a un fenó­meno (cultural antes que político) mucho más hondo que afecta no sólo a los partidos, sino a toda la sociedad.
La drástica reducción de los contenidos culturales de la acción política se manifiesta en una cre­ciente homologación de las opi­niones en torno a unos pocos va­lores comunes (una especie de mí­nimo común denominador de toda la sociedad) de los que los medios de comunicación y la escuela se han convertido en los principales difusores. Quizás por ello la apa­rente conflictividad de la vida po­lítica ( tan alejada, por otra parte, de la vida de las personas) está marcada por un halo fantasmal, por una desesperante artificiali­dad: es la máscara que esconde los nuevos mitos que, a toda prisa, sustituyen a las viejas ideologías.
Si éstas fueron en los años se­senta la gran impostura, que pre­tendió erigir la acción política en camino de la salvación, hoy el en­gaño es más sutil, porque cuenta con la complicidad de medias ver­dades. «Ahora puede haber una discusión objetiva y honesta sobre los objetivos y los métodos de las políticas que se ofrecen al país por parte de los partidos de derecha, centro e izquierda», afirma Barre en la citada entrevista. La técnica política, supuestamente neutra, servidora de un statu quo cada vez más aceptado por la mayoría, sus­tituye así al verdadero debate en­tre las identidades culturales, difu­mina las pertenencias y anula toda tensión ideal. Es el triunfo de la tecnocracia sobre la ideología, pero también sobre una concep­ción verdaderamente humana de la política.
En esta situación no es que ha­yan desaparecido de la escena pú­blica las personalidades serias y valiosas, sino que su influencia se ve arrollada por la necesidad de los partidos de adecuarse rápida­mente al común sentir y parecer para no perder un puesto al sol en un sistema donde todas las piezas parecen estar ya convenientemen­te ajustadas.
El vestido de gala de esta «po­lítica topográfica» es la modera­ción. No se puede negar que es un valor positivo el destierro de la in­tolerancia y de los extremismos ideológicos. Ahora bien, ¿qué hay de cierto y qué de imaginario en esta ola de moderación que parece embargar a los políticos? Porque en este contexto de moderación y en nuestras mismísimas naciones occidentales se ha legalizado el aborto, se estudia la admisión so­cial de las drogas blandas, se dis­crimina a los inmigrantes, se pre­para el campo para la eutanasia, y se debate ya con desparpajo la ne­cesidad de normalizar la relacio­nes sexuales con «interlocutores» de cualquier sexo y edad. Y todo ello de la mano o con el consentimiento de partidos que buscan el centro. En todo caso, ¿basta para calificar un contenido político, como sugiere Barre, la función de corregir los excesos de unos y de otros?
Es curioso que de la decepción de las ideologías se haya pasado a una especie de divinización del aparato democrático estatal. Éste se presenta como una estructura benéfica, blanda, capaz de acoger todas las diferencias y batirlas en su coctelera para obtener un com­binado no demasiado excitante, pero suficientemente nutritivo para todos. Para una sociedad au­tocomplacida que ha hecho del consumo su máxima aspiración tiene su lógica: un centrismo prag­mático y utilitario, cuya mejor de­finición, es la equidistancia, res­ponde bien a aquella aspiración.
En su magnífica obra La demo­cracia en América, Tocqueville in­tuyó que el gran peligro para la democracia es que el pueblo, llega­do el caso, no tuviera reparos en entregar un poder casi ilimitado al Estado, para que éste le procure la máxima felicidad posible. Este despotismo no será, por supuesto, el del estado totalitario del Anti­guo Régimen, ni el de las dictadu­ras latinoamericanas, ni el de los horrores nazis o stalinistas. Basta que este «estado centrista» respe­te cierto número de formalidades. La amenaza, decía Tocqueville, ra­dica en que este despotismo no se combate mediante leyes o consti­tuciones. Es preciso que el sistema democrático, para no vaciarse de significado, encuentre una socie­dad compuesta por personas y grupos educados en el amor a la li­bertad. En definitiva, es la misma apelación que en nuestros días lanza el filósofo checo Vaclav Be­loradski de que sólo la defensa de la conciencia puede salvar el lega­do de la civilización occidental.
¿Qué significa, en suma, esta irrefrenable búsqueda del centro, entendido como moderación, pragmatismo y equidistancia de los excesos? Es la resignación frente al estado de las cosas que, si no es bueno, es al menos el más razonable que cabe esperar. Pero, ¿es éste un análisis realista o sim­plemente el resultado de una con­ciencia colectiva que se pliega a la indiferencia y al egoísmo?
Cuanto más se oscurecen los orígenes y la propia identidad, tanto más se apetece ese punto mágico: el centro; y esto sucede lo mismo entre los partidos, entre los intelectuales y el conjunto de la sociedad. Todo diálogo, por ás­pero que sea, se vuelve entonces un juego de poder. No se discute sobre el significado de las cosas (esto casi parece banal), tan sólo se disputa un palmo de terreno. Y esta enfermedad afecta a todos por igual, sea cual sea su color políti­co, como lo estamos viendo actual­mente en España.
En modo alguno pretendemos impugnar los valores que susten­tan la democracia. Éstos derivan ineludiblemente de una concep­ción del hombre y de la historia que entronca con la tradición cris­tiana. Por el contrario, tratamos de unir nuestra voz de alarma a otras voces que anuncian una cri­sis de fondo del sistema democrá­tico si éste se convierte cada vez más en un formalismo vacío de sustancia. Para que esto no suceda basta que las gentes, recogiendo lo más auténtico de su propia tradi­ción cultural, sea ésta cual sea, atiendan más al «centro» verdade­ro que habla en el corazón de cada hombre y de cada comunidad, y menos a ese centrismo abstracto, que es sólo un juego de la imagi­nación. Es lo que otro filósofo che­co, Vaclav Havel, firmante del manifiesto Carta 77 (recientemen­te encarcelado por enésima vez en su país) llama «servir a las inten­ciones de la vida». Lo contrario, ese centrismo enfermizo del que venimos hablando, se corresponde en Occidente con lo que Havel lla­ma «las intenciones del poder».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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