Va al contenido

Huellas N.14, Diciembre 1988

DOCTRINA SOCIAL

La doctrina social de la Iglesia en el contexto de la nueva evangelización

Rocco Buttiglione

«No basta indicar los valores, es preciso que haya una construcción real y que exista un sujeto capaz de actualizarla». Son las palabras que aparecen en el artículo publicado en el nº 10 de nuestra revista, sobre la doctrina social de la Iglesia, también de Rocco Buttiglione («La doctrina se hace obra»). En él se concreta la propuesta que hace la Iglesia para la sociedad actual. En el artículo que presentamos a continuación, se analiza la sociedad para la que se hace la propuesta: una sociedad con una historia concreta y unos problemas determinados, todo fruto de un único factor: la persona subordinada al sistema.

1. POR QUÉ ES ACTUAL LA DOCTRINA SOCIAL
¿Por qué hoy se vuelve a hablar de «doctrina social de la Iglesia», después de que este tema ha sido durante va­rios años un tabú o bien, remontándonos a una expresión hegeliana, una es­pecie de «perro muerto» para la cul­tura católica?
Una primera respuesta, aproxima­tiva, pero ciertamente no inexacta, es que se vuelve a hablar de ella porque de ella habla el Papa, es decir, porque el Magisterio ha repropuesto esta doc­trina en la encíclica Laborem Exer­cens, y, posteriormente, en un gran número de discursos e intervenciones. Recordemos, entre los principales, los grandes ciclos de discursos con oca­sión de los viajes a América Latina (especialmente el del encuentro del episcopado latinoamericano en Pue­bla), Africa, Asia, Polonia, y en Italia, el discurso del Santo Padre en la asamblea de Loreto. Un desarrollo creativo de la misma línea de pensa­miento se encuentra en las actas de al­gunos episcopados (principalmente del episcopado latinoamericano con el documento de Puebla) y en las dos instrucciones sobre la Teología de la Liberación preparadas por la Santa Congregación para la Doctrina de la Fe. Una respuesta como ésta sería ciertamente exacta, pero no iría a la esencia del problema. Por un lado, ha-bría que preguntarse el porqué de la insistencia del Magisterio sobre este tema: si queremos seguir tal Magiste­rio de modo humano, es decir, inteli­gente, debemos entender las razones. En segundo lugar, hay que observar también que no ha faltado durante el pontificado de Pablo VI un esfuerzo por reproponer en la Iglesia precisa­mente la doctrina social. Recordemos aquel gran monumento del pensa­miento cristiano que es la encíclica Populorum Progressio, cuyo vigésimo aniversario se acaba de cumplir.
Si hoy el reclamo a la doctrina so­cial resuena con una fuerza más gran­de, esto es debido, quizá, por un lado a un cambio de nuestra situación cul­tural, y por otro, también a un cam­bio en el modo de proponerla.

2. LA CULTURA DE LA «PRIMACÍA» DEL ANÁLISIS
Los años '70 están dominados por una reproposición radical del pensa­miento de la totalidad, en su versión hegelo-marxista. Este pensamiento invita en un cierto sentido a no partir de uno mismo, a no dar crédito a la propia experiencia inmediata, al re­sultado del propio encuentro con la realidad y con los otros hombres. Lo que se da, lo que nos parece evidente en nuestra experiencia cotidiana es, según este tipo de pensamiento, el re­sultado más inmediato y la apariencia más superficial de algo que está detrás y condiciona todo aquello que experi­mentamos y vivimos. Este algo es la estructura o el sistema social. Si se quiere actuar de verdad humanamen­te en el mundo, entonces, no hay que partir de una presencia que nos per­mita entrar en un contacto directo con la realidad, sino de un análisis que des­vele los mecanismos ocultos de los cuales nuestras experiencias inmedia­tas dependen. Se podrá descubrir en­tonces, por ejemplo, que una acción caritativa que ayuda a un grupo de hombres del tercer mundo a mejorar su condición excavando un pozo o construyendo cualquier microrrealiza­ción es, en realidad, dañina porque re­tarda su toma de conciencia revolucio­naria y la maduración de aquel odio de clase que, como verdadera fuerza mo­triz de la historia, es lo único que pue­de llevar a una acción eficaz para el cambio.
Esta primacía del análisis puede llevar (y efectivamente ha llevando a una generación entera) a una curiosa inversión de actitudes humanas fun­damentales. Muchos, de buena fe, han creído que para tener realmente buen corazón era necesario ser despiadados; que para construir la paz era necesa­rio matar hombres o justificar ideológicamente la masacre de poblaciones enteras; que la acción concreta, inme­diata, de sustento y defensa de la dig­nidad humana de personas concretas era un sentimentalismo tendente sólo a encadenar obstáculos en el camino de la liberación.
Es sabido cómo esta cultura de la primacía del análisis ha sufrido una severa derrota en la inevitable con­frontación con las cosas mismas, con el efectivo desarrollo de la historia. Hacia finales de los años '70 el fraca­so de los intentos de acelerar ilumi­nísticamente el curso de la historia ha resultado evidente. Solyenitsin ha re­velado el horror de la historia cuando se la mira desde el punto de vista de las víctimas, mientras que, actualmente, el genocidio camboyano y otros fenómenos análogos han hecho tocar con la mano la ilusión que está detrás
de cualquier visión ingenuamente li­neal y progresista de la historia. En la fase precedente, una cuestión política reabsorbía en sí todo problema moral: había que estar de parte de la historia en la ilusión de que su camino reali­zaba siempre y necesariamente el bien. Ahora se ve claro que entre po­lítica y ética no hay ningún acuerdo preestablecido que libere a priori nuestra conciencia de la responsabili­dad que le es propia.
En los años '70, quien hablaba «en nombre del hombre» era inmediata­mente excluido de la discusión y con­siderado un «intelectual humanista pequeño-burgués» que no había en­tendido que para la cultura moderna el hombre ha muerto o se ha reduci­do, como mucho, al rango de eslabón en las relaciones de producción. Un ejemplo de esta situación, y decisivo cambio en el recorrido intelectual y moral de una generación, fue la llama­da de Pablo VI a los hombres de las Brigadas Rojas para que respetaran la vida de Aldo Moro. La llamada cayó en el vacío, y no podía no caer en el vacío. Intentaba hacer valer los dere­chos del hombre en cuanto hombre dentro de un juego de poder en don­de el hombre entraba sólo como pun­to de referencia de una serie de efec­tos políticos que se obtenían con su vida o su muerte. Sin embargo, esta llamada puso en claro para muchos precisamente la naturaleza de la cues­tión, su significado cultural, y desde ese momento, más o menos claramen­te, se inicia el camino que ha llevado a muchos ha abandonar la cultura del terrorismo. Hoy, en cambio, ya no está prohi­bido partir del hombre. El fracaso de aquella cultura reabre esta posibilidad. Entonces, la doctrina social de la Igle­sia, cuyo presupuesto esencial es la in­dependencia de la ética respecto de la política, y la subordinación de la polí­tica a la ética, vuelve a cobrar interés.
En América Latina, de modo par­ticular, el método marxista de la exas­peración sistemática de las extremas contradicciones económico-sociales que atraviesa el continente lleva, en el curso de los años '70, a una serie de guerras civiles endémicas que destru­yen las frágiles democracias y ofrecen la ocasión para tomar el poder a gru­pos militares de extrema derecha liga­dos a una ideología de seguridad na­cional. Los grupos guerrilleros que han favorecido este proceso, esperan­do que éste conduzca a las masas po­pulares a unirse a ellos en la lucha contra la dictadura militar son derro­tados, y sólo se podrá llegar a la res­tauración de la democracia con una gran lucha de masas en defensa de los derechos humanos en la cual la Igle­sia jugará un papel central.
Mientras tanto, en Polonia tene­mos el primer gran movimiento obre­ro de un país marxista que se rebela contra el marxismo, su ideología y su praxis. Solidarnosc marca la escisión entre clase obre­ra e ideología marxista y de­nuncia por lo tanto, del modo más dramático, la ruptura de la unidad entre teo­ría y praxis en el mundo marxista. Al mismo tiem­po, este movi­miento se reco­noce con la doc­trina social de la Iglesia en su preocupación por organizar el trabajo en fun­ción del hombre y en primar a la persona humana sobre las estruc­turas socioeconó­micas. El resto es historia de estos últi­mos años, incluso de estos últimos meses. El poder de las armas, cierto, ha podido reprimir a Solidarnosc en cuanto sindicato, pero no ha podido arrancar esta experiencia de libertad del corazón del pueblo, como demues­tra el resultado del reciente referén­dum en Polonia. Por otro lado, la Igle­sia ha demostrado una creciente capa­cidad de unir teoría y praxis. Piénsese en lo ocurrido en Haití, o en Filipinas. En lo que está ocurriendo en El Sal­vador, en Nicaragua o en Corea. Los movimientos para la liberación de la persona encuentran en la Iglesia un indispensable punto de referencia teó­rico y práctico. Si se sigue el mapa de los viajes del Santo Padre a los diver­sos países del mundo (estos viajes que quizá en occidente son criticados como «dispendiosos» o «inútiles»), se verá cómo han ido siempre seguidos por un renacimiento de la lucha por la dig­nidad de la persona humana, que a menudo consigue resultados sorpren­dentes e inesperados, haciendo uso de una metodología revolucionaria fun-dada en el diálogo, en el respeto de la dignidad humana del adversario, en el esfuerzo por hacer prevalecer la lucha por la justicia sobre la lucha por la de­fensa del propio interés de clase.

3. LA CRISIS DEL ESTADO SOCIAL
En el occidente industrializado la crisis de las ideologías totalizantes ha coincidido con la crisis del estado so­cial. La revuelta contra el estatalismo ha llevado a la supremacía del indivi­dualismo desenfrenado. Por algún tiempo, ha estado bastante difundida la confianza en que el proletariado era la clase general, capaz no sólo de de­fender sus propios intereses, sino también los de la sociedad en su con­junto. De aquel modo hubiera sido po­sible llegar a un cierto grado de unifi­cación de la sociedad sobre una base puramente materialista. Los valores unificantes habrían surgido como un resultado de la forma de vida del pro­letariado, de la imposibilidad para el proletariado de mejorar su condición individualmente y no, en cambio, de un empeño solidario con sus compa­ñeros de clase y, en última instancia, con todos los hombres. La evolución cultural y social de es­tos últimos años ha demostrado lo in­fundado de aquellas previsiones. El proletariado, por un lado, se ha des­menuzado en una pluralidad de ofi­cios, de ocupaciones y de intereses que no se dejan unificar sobre la base de un abstracto interés de clase. Por otro lado, este desmenuzamiento está lle­vando al triunfo de la ideología bur­guesa en el seno de las clases popula­res. Ya no existe una cultura de la so­lidaridad popular que sea alternativa a la lógica del éxito personal, de la com­petencia despiadada de cada uno con­tra todos para la afirmación de sí mis­mo. Pero, si se desmenuza el proleta­riado como sujeto de la sociedad y de la historia, no dejan, sin embargo, de existir los pobres, los sujetos débiles y, por lo tanto, en desventaja en la so­ciedad. Una parte de la clase obrera ha llegado a niveles de ingresos y de con­sumo claramente opulentos. Otra par­te no ha sido apenas alcanzada por la transformación tecnológica, y conti­núa desarrollando funciones repetiti­vas, subordinadas, malpagadas. Hay quien ha pasado de la cadena de mon­taje al ordenador, pero hay también quien se ha quedado en la cadena de montaje exactamente igual que antes. Y hay quien ha perdido el puesto en la cadena de montaje y no ha encon­trado otro. Y, además, están los vie­jos, los jóvenes que no encuentran el primer empleo, los disminuidos, mi­les de otras formas de marginación irreductibles a la categoría de proleta­riado, pero sin embargo reales.
En la sociedad de hoy los pobres ya no son interesantes. El proletaria­do marxista agrupa conceptualmente en sí el aspecto de pobreza y margi­nación con el de potencia y fuerza: en cuanto masa humana organizada que desarrolla una función decisiva en la sociedad, se yergue amenazador sobre aquellos que lo explotan o que preten­den prescindir de él. Los pobres rea­les, los pobres de hoy, los que nuestra sociedad produce y reproduce, no tie­nen esta capacidad y esta fuerza. No están unidos, no tienen ninguna fun­ción social decisiva y, precisamente por esto, no gozan del interés y de la simpatía de la oligarquía intelectual. Ocupándose de los pobres se ha que­dado -como, por otra parte, habitual­mente en el pasado-, casi solitaria la Iglesia. Sin embargo, la plaga de la marginación y de la pobreza marca de un modo terrible a la sociedad «del bienestar». Según distintas fuentes, en España existen varios millones de po­bres. Mientras la cultura oficial con­templa los movimientos sociales des­de el punto de vista de las clases me­dias emergentes, de aquellos que tie­nen en su mano los ases para vencer en el juego de la competencia ilimita­da, aquel grupo social está cada vez más privado de apoyo, de ayuda y de representación política.
De ahí la exigencia urgente tam­bién en nuestra sociedad de un movi­miento para la defensa de la persona humana y para su liberación, animado no por una ideología del proletariado revolucionario, sino por una afirma­ción realista de la dignidad de todo hombre. La crisis del marxismo y del estado social no puede coincidir con un triunfo incondicionado del capita­lismo. Ésta ha sido la ilusión de los úl­timos años, que ha sido sin embargo contradicha por los recientes desarro­llos de la economía y de la sociedad. La caída del dólar, las dificultades de la economía americana después de años de crecimiento tumultuoso, muestran que los valores de la com­petencia y de la eficiencia son cierta­mente importantes pero no bastan para asegurar la prosperidad y la jus­ticia social en las naciones. Es necesa­rio volver a pensar en el papel del Es­tado en la economía, fuera de los ideo­logismos keynesianos, aunque sin caer en una nueva ideología neoliberal. Es necesario replantear el estado social, para que a la crítica del asistencialis­mo burocrático no le siga el abando­no de los débiles a su suerte.
Parece que la lógica misma de las cosas induce hoy a los políticos más perspicaces a redescubrir el principio de subsidiariedad, que es uno de los fundamentos de la doctrina social cris­tiana. El Estado no puede pretender sustituir a los ciudadanos y a los grupos sociales en la actividad para satis­facer sus necesidades. El Estado tam­poco puede permanecer indiferente frente al hecho de que necesidades esenciales se queden sin respuesta. El Estado tiene sobre todo la tarea de animar y sostener a los grupos socia­les (las comunidades intermedias) para que actúen y así respondan a las necesidades sociales. El Estado social tradicional actúa teniendo como único interlocutor al ciudadano aislado, atomizado, y por ello, indefenso e impo­tente. Éste está a merced de las orga­nizaciones burocráticas, creadas para satisfacer sus necesidades. Tales orga­nizaciones, por su parte, se desarro­llan según una lógica que no es tanto de respuesta a la necesidad real del usuario como de defensa y de creci­miento de su poder y de su papel po­lítico. El resultado inevitable es el bajo nivel cualitativo de los servicios y que éstos no se correspondan con las exi­gencias del usuario, el derroche de di­nero público y el déficit insoportable de la hacienda pública.
Es evidente, por otro lado, que el puro y simple recurso del mercado margina a todos aquellos sujetos que no tienen un poder adquisitivo sufi­ciente para usarlo adecuadamente. De ahí la exigencia de un sector de «mer­cado social» en el cual el Estado asig­ne recursos a grupos y comunidades intermedias, formadas por usuarios, o en cualquier caso a su servicio, para responder a la necesidad según reglas de eficiencia modeladas igual que las del mercado, pero con una capacidad cultural de relación con el usuario que ni el mercado ni las organizaciones burocráticas pueden tener. Aparece aquí íntegramente la problemática de la asistencia sanitaria y a los ancianos, de la educación y de la escuela, de los minusválidos y su inserción en el mundo del trabajo, etc.
De este modo, se plantea una cues­tión decisiva para las fuerzas políticas, sobre todo para la izquierda y para la Democracia Cristiana. La izquierda parece hoy incapaz de desarrollar una respuesta teórica y práctica a la crisis del estado social. Parece oscilar entre la nostalgia de las barricadas de la «lu­cha dura», privadas de cualquier pers­pectiva en la compleja sociedad de hoy, y una rendición sin condiciones al espíritu del capitalismo. En la De­mocracia Cristiana a menudo se habla de reforma del estado social en oposi­ción a su desmantelamiento, pero de los hechos se desprende, sobre todo, la lógica de una intervención del Estado al servicio de la reestructuración capitalista. Falta, en cambio, la deci­sión de apuntar con energía al creci­miento de la sociedad civil y de las co­munidades sociales, interlocutores de la política del Estado y factores autónomos de acción y de desarrollo.
Falta, en suma, aunque se advierte la exigencia, una crítica del capitalis­mo que no parta de un rechazo a prio­ri de la realidad del mercado, de sus valores positivos y del espíritu de li­bre empresa, pero que sepa defender las razones del hombre frente a las ra­zones del sistema. Esta falta se advier­te tanto en los países que hoy buscan su camino hacia el desarrollo, como en los que están pasando de la sociedad industrial a la post-industrial. Al mis­mo tiempo, en los países que han te­nido y tienen una economía de tipo colectivista, los límites de aquel experimento social y sus altísimos costes en términos no sólo de eficacia econó­mica sino también, y sobre todo, de li­bertad y dignidad humanas comienzan a ser reconocidos por la oposición, la población, e incluso por los mismos grupos dirigentes. También en estos contextos se abre entonces la búsque­da de una alternativa al colectivismo que no sea un puro y simple volver al capitalismo. Tanto las socialdemocra­cias europeas, como los partidos co­munistas, o los defensores del libera­lismo puro de la escuela de Chicago han visto o están viendo el agota­miento histórico de sus modelos, y el discurso sobre una «tercera vía» co­mienza a ser escuchado con interés in­cluso en ambientes culturales que an­teriormente lo rechazaban desdeñosa­mente como sinónimo de incoheren­cia intelectual y de traición política. En los paíse"s del occidente capita­lista, estamos en presencia de un fe­nómeno particular que merece ser ob­servado y analizado con gran interés. La tentativa de hegemonizar desde un punto de vista marxista-leninista la inquietud juvenil ha conducido en los años '70 al terrorismo y después ha fa­llado clamorosamente, no sin haber consumido espiritualmente a una ge­neración entera. Comprender la desa­fección de los jóvenes, y no sólo de los de la sociedad en la que viven, en tér­minos de revuelta contra la explota­ción capitalista ciertamente no es po­sible hoy. Tal desafección, sin embar­go, subsiste igualmente, aunque ya no encuentre una expresión política. El análisis económico marxista está aca­bado, pero la denuncia de la alienación en el seno de nuestra sociedad perma­nece extraordinariamente acrual. Ésta no puede ser seriamente comprendi­da sobre la base de la teoría marxista de la alienación, es decir, sobre la base de una filosofía general y de una an­tropología materialista.
Debemos bus­car en otro sitio las raíces de la alie­nación del hombre moderno si quere­mos comprenderla y combatirla efi­cazmente.

4. LA IDEOLOGÍA DE LOS «VALORES COMUNES»
Es en el clima cultural que hemos intentado describir donde se repropo­ne la doctrina social de la Iglesia como respuesta posible a la crisis del hom­bre de hoy. Pero, para comprender adecuadamente esta propuesta, debe­mos situarla no sólo en relación a las ideologías del pasado, a la forma de pensamiento totalizante bien ejempli­ficada en su modalidad más extrema del marxismo-leninismo, sino tam­bién respecto a la ideología que domi­na el contexto social en el que vivi­mos: la ideología de la muerte de las ideologías, que encuentra su expresión más clara en el moderno neo-con­tractualismo.
Hemos ya acentuado el hecho de que con la crisis del marxismo parece triunfar la ideología burguesa en esta­do puro. Sin embargo es evidente que una sociedad no puede existir sobre la base de la primacía completamente aceptada del interés particular sobre el general. Una sociedad vive siempre de la subordinación del interés del indi­viduo a un bien común, da igual cómo esté definido. En la sociedad donde triunfa la ideología burguesa en esta­do puro, el bien común se limita a re­flejar el equilibrio de los intereses en juego y la subordinación del interés del más débil al del más fuerte. Esta intuición fundamental está ya apunta­da en la definición de Spinoza, para quien «cada uno tiene tanto derecho como poder». Estas relaciones de fuer­za existentes se imponen también a las conciencias, es decir, se convierten en valores compartidos, o bien en los únicos valores a los cuales se les reco­noce una validez efectiva. Valor fun­damental será entonces el incremento del producto interior bruto, el creci­miento del sistema económico como tal. Éste es el nuevo absoluto, respec­to al cual se determinan las acciones que son buenas, malas o indiferentes. La jerarquía de valores determinada por este imperativo ético fundamen­tal guía los comportamientos y crea los valores intersubjetivos. Se consti­tuye entonces un conjunto de valores comunes o compartidos que preten­den estar en la base de la construcción social.
Sobre el motivo por el cual éstos son aceptados, sobre la calidad del consenso que se les presta, está pro­hibido preguntar. No está permitido preguntarse si el consenso es el resul­tado de una corrupción y manipula­ción de instintos vitales fundamenta­les, o bien de una violencia y una in­timidación ejercida sobre las concien­cias, o de un consenso libremente dado en obediencia a una verdad reco­nocida. Sin embargo, es evidente que sólo este último tipo de consenso es verdaderamente humano y capaz de conducir al descubrimiento de valores objetivos, o naturales.
Se crea así un círculo vicioso: el sis­tema dominante a través de la orga­nización de las formas de vida econó­mica y social, y a través de la manipu­lación de los medios de comunicación de masas produce el consenso, produ­ce los valores comunes a los cuales después apela para legitimarse; tales valores son los de la pura vitalidad: el éxito y el poder. En este sistema se les reconoce también un papel a los valo­res religiosos y a la Iglesia. Pero éstos son aceptados sólo en cuanto valores vitales, es decir, en cuanto son funcio­nales a este tipo de sistema y de orga­nización social. De hecho, el sistema produce tensiones que no puede resol­ver. Si la Iglesia se encarga de entre­tener las conciencias de hombres en­vejecidos, vaciados por el trabajo y el consumo, que se acercan a una muerte sin luz después de una vida insen­sata, tanto mejor. Si la Iglesia se en­carga de los marginados, calmándoles el resentimiento por la exclusión su­frida, esto es ciertamente positivo. Pero que la Iglesia discuta el sistema de producción de los valores social­mente compartidos, que critique los valores comunes, pretendiendo refor­marlos desde el punto de vista de un conjunto de evidencias y exigencias constitutivas de la naturaleza del hombre, esto no se puede admitir.
Si los factores que hemos traído a la luz en los párrafos precedentes fa­vorecen hoy una recuperación de la atención hacia la doctrina social de la Iglesia, esto constituye sin embargo el obstáculo más grande, el obstáculo ac­tual a tal recuperación. De hecho, la Iglesia es invitada a aceptar una fun­ción social legitimada a condición de que renuncie a proponer una concep­ción original sobre el bien y sobre el hombre. La ética de los valores com­partidos corresponde exactamente a la fase actual de generalización de la ideología burguesa, y es, por así decir­lo, su fórmula cultural. Naturalmente, es indudable que, en cuanto a su contenido, valores so­cialmente compartidos y valores natu­rales pueden ser similares o idénticos. «No robar» o «no matar» son, en el fondo, tanto imperativos morales como imperativos de racionalidad social. Sin embargo, por un lado, la éti­ca de los valores compartidos admite excepciones a la validez de la norma moral, cuando esto sea socialmente útil. La vida del otro es respetada no por ser un valor en sí, sino porque es útil para nosotros, porque el funciona­miento del sistema social será impo­sible si no existe una norma que tute­lara la integridad física de los agentes sociales. Cuando desaparece tal justi­ficación (por ejemplo en el caso de un niño no nacido), desaparece la validez de la norma.
Por otro lado, incluso cuando para la ética consensual y para la del dere­cho natural vale la misma norma, ésta no tiene la misma validez. En el Libro II de La República, Platón expone con claridad magistral el carácter de la éti­ca sofista, que corresponde exacta­mente a la ética del neocontractualis­mo. Hay que ser justos, según este punto de vista, porque no es posible ser injustos con impunidad, y debien­do elegir entre el cometer injusticia y sufrirla por un lado, y no cometerla y no sufrirla por otro, los hombres se ponen de acuerdo con esta segunda posición, pero quedando la idea de que lo mejor sería (si fuese posible) come­ter injusticia sin sufrirla.
La ética compartida es una ética del resentimiento, que veta al otro aquello que el sujeto querría hacer, pero que se prohíbe a sí mismo a con­dición de que el otro obedezca la mis­ma prohibición.
A la ética del resentimiento se opone la ética positiva, la ética que nace de la proposición y de la defensa desinteresada de un valor encontrado y reconocido como verdadero y mere­cedor de estima y de protección en sí mismo. Incluso cuando el contenido fuera el mismo, la actitud moral de los sujetos sociales es completamente dis­tinta según se muevan en la óptica de la ética del resentimiento o en la de la ética positiva. Por no decir otra cosa, valores como la misericordia y el per­dón son incompatibles con una ética del resentimiento. Se ha demostrado en la discusión italiana a propósito del perdón a los culpables de actos terro­ristas: en muchos sitios se afirmó con claridad la extrañeza de la idea de per­dón para la ética civil, y la afirmación es ciertamente exacta si se hace coincidir la ética civil con la ética del resentimiento. La ética positiva, por el contrario, sobre la que se construye la doctrina social de la Iglesia, es una ética del en­cuentro. Es el encuentro con la perso­na humana lo que hace posible aquel reconocimiento del mundo de los va­lores y aquel reconocimiento recípro­co sobre el cual se funda una convi­vencia civil verdaderamente humana.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página