Notas de una conversación de don Luigi Giussani con los adultos del movimiento en la «Jornada de comienzo de curso» en Milán a primeros de octubre de 1988
«Sin mí no podéis hacer nada». De esta afirmación de Cristo, que no es un decir, nace paradójicamente una seguridad en el corazón y un afecto grande entre nosotros como el que puede experimentar un niño en los brazos de su madre. Si no somos como niños, nosotros juzgaremos a los demás sin construir nada, ni siquiera en el minúsculo espacio de nuestra persona.
El sujeto activo del camino hacia mi propio destino no soy yo: es el Misterio de Dios uno y trino, como ha recordado el cardenal Martini (de la diócesis de Milán, n.d.t.) en su última carta pastoral: Itinerarios educativos. Al comienzo de un nuevo año social debemos levantar nuestra mirada, es decir, entrar con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón en la gran memoria del acontecimiento de Cristo. Esta mirada coincide con un momento de entusiasmo por Cristo y por la misión que nos ha sido encomendada. Es la suprema paradoja: que nosotros no sabemos hacer nada y, sin embargo, Dios nos ha confiado una misión.
«El emperador se dirigió a los cristianos diciendo: "Extraños hombres... Cristianos, vosotros que habéis sido abandonados por la mayor parte de vuestros hermanos y jefes, decidme qué es lo que más apreciáis en el cristianismo". Entonces se alzó el staretz Juan y respondió con dulzura: '¡lnsigne soberano!, para nosotros lo más querido del cristianismo es Cristo mismo. Él y todo lo que proviene de Él, puesto que sabemos que en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad"».
Este pasaje, que constituye el manifiesto permanente de nuestro movimiento, expresa, mejor que cualquier otra página literaria, el sentimiento profundo que nos anima. La misión es dar a conocer a Cristo porque Él es la salvación del hombre, el redentor del hombre, Redemptor Hominis. Este año vamos a conmemorar los diez años de la encíclica de Juan Pablo II. Toda la pasión profética y el ímpetu de caridad, de pasión hacia Cristo y hacia los hombres que distinguen a Juan Pablo II están presentes en el título de su primera encíclica.
Sin Cristo, el hombre no es el mismo, no se reconoce y no se realiza a sí mismo de verdad. A nuestro corazón y a nuestras manos ha sido confiada la gran obra de evangelización que mueve al mismo Juan Pablo II: que todos los hombres reconozcan y amen a Cristo, redentor del hombre.
1. PERTENENCIA
La relación del hombre con Cristo no puede más que pasar a través de la modalidad concreta de una historia, en la que Él se ha manifestado persuasiva y pedagógicamente; no puede acontecer sin obedecer a los modos concretos del encuentro a través del cual la fe se ha hecho persuasiva para la razón y útil para la propia vida y la de los otros hombres. En suma, el encuentro con Cristo no se da sin respetar el amor y la inmanencia a lo que llamamos movimiento; sin esta concreción histórica, sin este seguimiento a la modalidad contingente, incluso banal, en donde el encuentro con Él se ha hecho auténtico, sólo se persigue la propia imagen de Cristo. El contexto mundano es algo concreto: para poderlo afrontar hace falta estar determinado por algo concreto que viene antes. Es nuestra compañía, que -como recuerda siempre el cardenal Martini- es «uno de los múltiples itinerarios personales y comunitarios en los cuales se articula el camino del inmenso pueblo de Dios». La compañía, esta modalidad en la que se articula el camino del inmenso pueblo de Dios, no es escogida por el individuo. Es el Señor quien elige: al generar una afinidad crea una compañía que, dilatada, puede llamarse movimiento.
Cuanto más se pertenece a esta realidad nacida por el ímpetu del Espíritu, tanto más la presencia es real, incidente, propositiva, abierta a todo y a todos. Conocer a Cristo significa, en efecto, sentir el mundo como parte de la propia conciencia y del propio corazón.
2. GRATUIDAD
La característica del gesto con el cual el Misterio se ha comunicado al hombre, la característica de la realidad de Cristo es la gratuidad. No hay ninguna obligación a la que subyugarse. Él ha venido. El suyo ha sido un gesto gratuito; Él es la expresión del amor del Padre hacia sus criaturas. Gratuitamente -por amor-, Dios ha llamado a cada uno y le ha hecho encontrar una compañía que ha engendrado un tipo de vida distinto. Al haber empezado a meditar que «lo más querido del cristianismo es Cristo mismo», no podemos no desear con todo nuestro corazón imitarle a Él. En este año debemos plantearnos como pasión principal de nuestra relación con Cristo y, por tanto, como característica más querida de nuestra compañía, la imitación de su gratuidad.
El trabajo verdadero de la vida es aquél que no cobra, es decir, el cambio de sí mismo y, a través de sí, el cambio del mundo. Este trabajo es verdadera colaboración y participación con la obra de transfiguración del cosmos y de la historia, a la que el Papa siempre nos ha llamado. Es participación con la obra del Misterio de la Trinidad en el mundo.
La gratuidad es afrontar la relación consigo mismo, con los demás y con las cosas en la perspectiva del destino; el destino se ha hecho hombre, por tanto, la gratuidad es afrontar las relaciones a la luz de Cristo. En la gratuidad, las personas y las cosas no serán nunca un pretexto, sino que serán de verdad ellas mismas; miradas con los ojos de Cristo y afirmadas con el mismo amor con el que Cristo las afirma, las cosas llegan a ser más ellas mismas.
La gratuidad debe convertirse en el alma de nuestro trabajo, que no es sólo el de la oficina o el de la fábrica, sino que abarca la totalidad de nuestra jornada. El fin adecuado de la fatiga y del dolor que siempre acompañan al trabajo es la gratuidad. Para que la vida sea digna, llena de atractivo y de gozo lo que debe cambiar es nuestra sensibilidad cotidiana; debe convertirse en una novedad continua, que aún no conocemos aunque la intuimos y la necesitamos. (El trabajo afrontado con la tensión hacia el significado último de la propia persona y de la historia: es precisamente ésta la idea que ha dado origen a la 'Compañía de las obras').
Por tanto, es necesario que todo nuestro compromiso tenga un reflejo de ternura y de atención a los otros, así como la tendríamos con los niños que piden ser acogidos en nuestros brazos y ayudados a andar. Un gran ejemplo de esta ternura son las numerosas experiencias de las «familias para la acogida», una experiencia presente, cada vez más, en muchas comunidades. Todas las familias que ejercen la acogida no lo hacen para «colaborar con el ente público» o simplemente para «responder a una necesidad», sino por un ímpetu más grande de amor al significado de la propia vida y de la de los demás. Todas estas familias podrían repetir lo que ha dicho una de ellas: «En la fatiga que experimentamos, hemos comprendido que somos útiles al mundo por Cristo, es decir, por Aquél que es la salvación del hombre».
Si hemos venido al mundo por Aquél que es la salvación del hombre, nuestra vida, incluso con toda la mezquindad con la que puede traicionarlo, no puede más que desear profundamente hacer algo bueno por los demás, participar en la fatiga del camino del otro.
Los grandes ejemplos de caridad que surgen en la vida de nuestra compañía deben producir un dolor que nos cambie: uno no puede quedarse igual después de ver esos ejemplos. Uno podría sentirse incluso incapaz de una entrega similar; el Espíritu, en efecto, es dado según el Misterio de Cristo, pero es dado para que todos podamos cambiar. Así, la experiencia de la desproporción entre nuestro miedo y nuestra mezquindad frente a la generosidad de otros, debe cambiarnos.
3. COMPAÑÍA
No existe gratuidad auténtica si no se vive aquella caridad con la que Cristo ha alcanzado nuestra vida, a través del encuentro con la compañía. Pongo un ejemplo práctico. Uno de nosotros estaba perplejo frente a lo que los periódicos y la televisión decían sobre el Meeting de Rímini. Entonces dijo: «¿Qué es lo que está pasando allí? Para entender voy a darme un baño de identidad». Y añade: «Fui a Rímini. Entendí y volví tranquilizado». Esta es la actitud justa. Sin embargo muchos, en lugar de partir de la raíz común, han hecho prevalecer su propia opinión, sin reflexionar siquiera si ella estaba determinada por la televisión y por los periódicos: prefirieron entregarse a otra raíz, en lugar de a la compañía. De este modo uno se aleja de la raíz y paga 'el peaje' a la mentalidad del poder. La raíz y la fuente que debe determinar nuestra preocupación es Cristo, a través de la compañía en la que Él nos ha puesto. Nuestro criterio no es político, es nuestra amistad.
La forma más grande de gratuidad es adherirse a la vida misma de nuestro movimiento, cuyo objetivo es servir a Cristo; es el amor y el entusiasmo por el destino último de cada hombre, que es Cristo. Ésta es la única razón de ser de nuestro movimiento. Este año queremos ayudarnos para que en lo cotidiano, de forma cada vez más concreta, sea ésta la razón de la que hacer siempre memoria.
Un instrumento para la educación en esa gratuidad es la vida litúrgica. Intentaremos seguir la vida sacramental más intensamente, más humildemente y más fielmente, para que la Iglesia de nuestro país y la de todo el mundo anticipe cada vez más luminosamente la venida de Cristo. Nos levantamos cada mañana para participar, en el claro-oscuro de nuestra pobreza humana, su venida, su plena manifestación.
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