Hace cuatro años, precisamente por estas fechas, con motivo de la XVIII Jornada Mundial de la Paz, Juan Pablo II hacía este llamamiento a los jóvenes: «¡No tengáis miedo! No tengáis miedo de vuestra propia juventud y de los profundos deseos de felicidad, de verdad, de belleza y de amor duradero que abrigáis en vosotros mismos. Hay quien dice que la sociedad de hoy teme esos potentes deseos de los jóvenes y que vosotros mismos les tenéis miedo. ¡No temáis!». Es difícil encontrar todavía hoy a alguien que sea capaz de invitar con tanta esperanza a la fascinante aventura de la búsqueda de la propia humanidad.
Una de las características más trágicas de la sociedad de hoy es, precisamente, la incapacidad, no ya de comprender qué significa construir la propia humanidad, sino de desear que esto ocurra. En la base de todo esto existe una gran inconsistencia personal de los mismos jóvenes, alimentada por una sociedad que no tiene verdaderas propuestas educativas ni tampoco formas auténticas de pertenencia. Sin embargo, la necesidad de significado y de pertenencia es tan constitutiva del hombre que, si no se le ofrece una respuesta madura y auténtica, vuelve siempre a resurgir en formas espurias y ambiguas.
Por un lado, en efecto, para tener la ilusión de existir y de contar para algo, un joven, hoy, es como si ya no pudiese decir «yo», es decir «yo pienso, creo, vivo, construyo, espero... »; debe decir «los estudiantes, el colectivo, el movimiento de los estudiantes, la participación reivindicativa... » (convirtiéndose así en «carne de cañón» de intereses políticos ajenos, como ha ocurrido en las manifestaciones del año pasado). No existe en este joven la identificación con una propuesta de vida, sino con «mi generación», con «otros jóvenes iguales que yo»: no se concibe la vida como búsqueda de una verdad a la que adherirse a través de un trabajo personal, como camino para entrar en la realidad. Predomina una especie de resignación estructural (escepticismo) ante la idea de que no existen verdades, tan sólo «convenciones» o «valores» que ya -para colmo- no tienen nada que decir al hombre como tal. El resultado es una profunda homologación que, como siempre en la historia, es el más fértil terreno para nuevos totalitarismos.
Por otro lado parece que la única salida posible estuviera en la distracción, en el olvido de uno mismo a través de la relación instintiva y disgregante con la realidad: «toca» estudiar, «toca» divertirse, «toca» ser generoso, «toca» ser violento... , y todo porque «tengo ganas», «me apetece» o porque «no tengo más remedio». Es la celebración del sentimentalismo y la ausencia de responsabilidad: muerte incipiente, agonía de humanidad o coma prematuro.
¿Y los cristianos? ¿Y nosotros? El mundo, los jóvenes, tienen necesidad de gente (maestros, padres, amigos) que viviendo su humanidad intensamente - donde su libertad esté realmente en movimiento- sean capaces de suscitar una promesa de vida. El misterio de la presencia de Cristo no es una idea, ni tampoco se puede reducir a «valores». Por eso, si «para nosotros lo más querido (...) es Cristo mismo y todo lo que proviene de Él» -como afirma Soloviev en La leyenda del Anticristo-, si Cristo es reconocido y vivido como el Redentor del hombre -según la primera encíclica de Juan Pablo II, cuyo décimo aniversario celebramos este año- seremos ciertamente esa provocación y despertaremos vivamente aquellos «profundos deseos de felicidad, de verdad, de belleza y de amor duradero».
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