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Huellas N.12, Julio/Agosto 1988

CIENCIA

Ciencia y progreso

Gema Piñero

La relación «Hombre, naturaleza, técnica», ha representado siempre el fondo sobre el que se ha desarrollado el acontecer histórico de la humani­dad: el hombre, que se encuentra inmerso en la realidad natural, se ha ido adueñando de ella gracias al incesante pro­greso tecnológico. Hoy, en el umbral del año 2000, la naturaleza al­canza fronteras insospe­chadas: el hombre la sabe explorar desde lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande.
La técnica, además, se ha desarrollado hasta el punto de convertirse en el rasgo distintivo de nuestra época y en el fac­tor determinante de nuestro modo de vivir el futuro; pero también de ella surge la mayor ame­naza.
Todo ello convierte al hombre en el protago­nista fundamental del trinomio arriba citado. En efecto, todo depende de la conciencia con la que el hombre usa de la técnica para el dominio de la naturaleza.
Con esta sección, «NUEVA TIERRA» quiere seguir de cerca los problemas, hombres e ideas que determinan hoy el progreso científi­co desde la certeza de que sólo abriendo la concien­cia al absoluto es posible un progreso a medida del hombre.


¿A dónde nos lleva el progreso tecnológico? ¿Cuál ha sido el desarrollo en la conciencia del hombre en relación a la naturaleza?
Breve panorámica histórica de la mano del libro «La conciencia religiosa del hombre moderno» para comprender los factores que determinan hoy -en el umbral del año 2000- el acontecer científico.


La Primera y Segunda Guerras Mundiales marcaron el fin de un período en el que la ciencia venía ligada a un cie­go optimismo. Pese a ello, la ciencia y la técnica prosiguen sus investigaciones con un ob­jetivo un tanto ambiguo: el progreso de la humanidad. Todo se conjuga en función de esta idea, mientras que la pre­gunta ¿qué es el progreso? que­da olvidada.
Esta situación actual provie­ne de una historia, la historia de la filosofía de la ciencia, que es también la historia de la hu­manidad; lo que hoy vivimos es una herencia de una mentali­dad que intentaremos describir a grandes rasgos.

LOS GRIEGOS
Para los griegos, la Natura­leza era un todo ordenado y el Universo, por tanto, era un Cosmos que mostraba un orden dinámico. Pero, ante todo, la observación de la naturaleza suscitaba una pregunta: ¿cuál es el principio último de lo real? Buscar un modelo de ex­plicación de la Naturaleza era buscar una respuesta a esta pregunta, aprender lo que las cosas son más allá de lo que muestran los sentidos; lo cual va unido, implícitamente, a la pregunta por el destino y por el misterio del hombre.

UN «HECHO ANÓMALO»: EL CRISTIANISMO
En un cierto momento, su­cede un hecho anómalo. Como señala Luigi Giussani (1): «Ya no se trata del hombre que in­daga el misterio, que trata de imaginarse su destino, sino de un hombre que ha osado decir: "Yo soy ese misterio, yo soy tu destino"». Es decir, Dios ha bi­secado la Historia encarnándo­se en un hombre concreto: Cris­to. Los griegos ya habían pues­to a Dios en relación con el Cosmos como Inteligencia Or­denadora, como Motor y Fin, o como Razón Cósmica. El Cris­tianismo, sin embargo, pone a Dios en relación con la Histo­ria, constituyendo a Cristo como centro y sentido de la misma.

EL MEDIEVO
Este Hecho juzga toda la realidad y, por tanto, también la relación del hombre con la naturaleza que se refleja en el concepto de Creación: la natu­raleza es signo del Creador, lo que impide, claramente, un concepto utilitarista de ella; el hombre está llamado a domi­narla, pero siempre con un profundo respeto a lo que ella es en sí misma como signo de algo más grande. Esta concep­ción de la relación hombre-na­turaleza es característica de la Edad Media donde «la variedad de los factores que constituyen la personalidad humana y la humana convivencia estaban llamados a una unidad, a com­ponerse y realizarse en una unidad, asegurado de este modo una concepción no frag­mentada de la persona y, por tanto, del cosmos y de la histo­ria» (Op. cit.).

EL NOMINALISMO
En el siglo XIV, a finales de la Edad Media, va a comenzar un período histórico de crisis y la unidad que caracteriza al hombre del Medioevo se rom­pe en mil pedazos. El nomina­lismo introduce un nuevo con­cepto de Universo: el Univer­so es un orden meramente fác­tico, contingente, y la única for­ma de descubrir sus leyes, lo que la realidad es en sí, es la observación atenta de los hechos. Es una primera reducción de la naturaleza a lo empírico, eclip­sando la concepción del signo que tenía en la Edad Media. A partir de esta época co­mienza a darse un gran de­sarrollo científico debido al descubrimiento, en el Renaci­miento, de los grandes científi­cos griegos (Pitágoras y Arquí­medes, sobre todo) y a las ne­cesidades de tipo técnico-prác­tico. Este hecho conlleva una concepción matemática del Universo (Galileo y Kepler) y de los fenómenos físicos.
El fin de la ciencia es, enton­ces, el dominio de la naturale­za; «A la naturaleza -dice Ba­con- se la domina obedecién­dola», es decir, conociendo sus leyes para, sometiéndose a ellas, utilizarlas en beneficio propio. Como en todo error, en esta concepción hay un princi­pio de verdad: el conocimiento y dominio de la naturaleza puede traer como consecuencia el beneficio del hombre en su propia humanidad, pero se deja fuera un factor muy importan­te: el fin de la naturaleza no es estar al servicio arbitrario del hombre, sino que su utilización tiene que tener en cuenta lo que ella misma es: signo de algo más grande.

RENACIMIENTO E ILUSTRACIÓN
El cambio de esta concep­ción de naturaleza no es algo casual sino que deriva del cam­bio de mentalidad producido a partir del Renacimiento y que marca el comienzo de la Mo­dernidad. Como señala Luigi Giussani, el hombre descubrió que «su razón podía doblegar a la naturaleza cuanto quisiera. Tal descubrimiento llevó al hombre a concebir su razón como el verdadero hecho domi­nador del mundo. De manera que creyó haber encontrado fi­nalmente el auténtico Dios, el Señor: la razón. Si por medio de su aplicación el hombre po­día, incluso, someter la natura­leza a sus propios fines, tenía entonces en sus manos el secre­to de la felicidad y el instru­mento para alcanzarla» (Op. cit.).
Ésta fue la característica de la Ilustración («el Señor: la ra­zón») que, se traduce en una concepción empirista de la rea­lidad claramente reflejada en una frase de Hume: «Las úni­cas existencias de las que esta­mos seguros son las percepcio­nes». El señor es la razón, pero es una razón reducida a lo de­mostrable, a lo empírico, a la percepción sensorial y es, por tanto, una razón bloqueda, me­dida-de-todas-las-cosas, que choca frontalmente con la ra­zón cristiana, conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores.
En esta situación, en la que Dios es eclipsado por la diosa azón, ¿cuál es el significado de la naturaleza y, en última ins­tancia, del hombre? Rousseau lo explica de esta forma: «( ... ) Intentemos ahora observarle [ al hombre] en su aspecto me­tafísico y moral. No veo en todo animal sino una máquina ingeniosa ( ... ). Advierto en la máquina humana exactamente las mismas cosas, con la dife­rencia de que la naturaleza sola hace todo en las operaciones del animal, mientras que el hombre concurre a las suyas en calidad de agente libre» (Del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hom­bres). Si el hombre es una «máquina ingeniosa de la natu­raleza» y si la naturaleza se pone al servicio del llamado progreso científico ¿qué impe­dirá poner al hombre al servi­cio de este progreso?

EL POSITIVISMO
Es a partir de la Ilustración cuando la confianza en la cien­cia como principal agente de la felicidad del hombre llega a su máximo desarrollo: el positi­vismo. A principios del siglo XIX, Comte afirma: «La socie­dad es conducida hacia el esta­do social definitivo de la espe­cie humana, el más convenien­te a su naturaleza, aquel en que todos los medios de prosperi­dad deben recibir su más pleno desarrollo y su aplicación más directa». Este estado social es el estado positivo, fundado sobre la ciencia y cuya dirección corresponde a los sabios y a los científicos.

EL PROGRESO CIENTÍFICO
El progreso científico se convierte entonces en la meta de toda investigación y en la es­peranza de la felicidad. Esta es­peranza se ve frustrada por las dos guerras mundiales y por la escalada de armamentos, que muestran la cara oculta del pro­greso científico-técnico.
La ciencia se encuentra sin un horizonte claro desde hace cuatro siglos; sin embargo, en la época de la fuerza atómica y las manipulaciones genéticas, esto puede ser realmente peli­groso. La ciencia tiene que per­mitir la entrada a un factor nuevo que juzga la realidad y, como tal, juzga la propia cien­cia: como dijo Einstein -pocos días antes de morir-, un hom­bre que no reconociera «el mis­terio insondable, tampoco po­dría ser un científico».

(1) La conciencia religiosa del hombre moderno, ed. Encuentro .

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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