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Huellas N.12, Julio/Agosto 1988

ACTUALIDAD

Eutanasia o la ilusión de la «buena muerte»

Francisco Lorenzo y Ana Martín Ancel

La eutanasia -la «buena muerte»- a la palestra. ¿Es justo mantener en vida
al moribundo, incluso entre terribles dolores? ¿Quién decide: el médico, el enfermo? ¿Acaso el optimismo de la voluntad puede resolver el misterio del sufrimiento?


Massachussetts (EEUU). Paul Brophy, bombero, queda en esta­do de coma a consecuencia de la rotura de un aneurisma cerebral.
Antes, Brophy había dicho que de ninguna manera aceptaría vivir en estado vegetativo. Su esposa, Patricia, pide al hospital que des­conecten los tubos que le alimen­tan. En 1986, tras un proceso ju­dicial largo, se le retira el suero. Brophy muere ocho días después.
Otros tribunales, como el de Colorado, han aceptado solicitudes de este tipo.
Karen Quinlan, de veintiún años. Entró en coma por una mez­cla de droga y alcohol. Fue mante­nida artificialmente hasta 1975, año en que fue desconectado el respirador artificial por deseo de
sus padres. Continuó viviendo diez más sin auxilios artificiales, hasta el 12 de julio de 1985.
¿Es justo que una persona deba estar siempre y a toda costa man­tenida en vida, aún en medio de indecibles dolores?
¿Qué significa ser el protago­nista en el momento de la muerte?
¿Quién decide: el médico o el enfermo?

HOLANDA, NO SÓLO UNA EXCEPCIÓN
Hoy ya no escandaliza a nadie leer que el quince por ciento de los holandeses muere por eutanasia. Esto es lo que afirma el belga Phi­lippe Schepens, secretario general de la Federación Mundial de Mé­dicos que respeta la vida humana.
Entre 6.000 y 18.000 holandeses fallecen cada año por «muerte dul­ce». Las autoridades holandesas toleran el fenómeno, que ha sido, incluso, en cierto modo, reglamen­tado.
Una sentencia del tribunal de Rotterdam emitida el 1 de diciem­bre de 1981, exime de persecución legal a aquéllos que practiquen la eutanasia activa en casos de sufri­miento insoportable e ineludible, con participación de un médico en la decisión y, eso sí, firme decisión del enfermo ejercida sin presio­nes. La sentencia añade que se de­berán tomar las máximas precauciones para evitar errores.
El gobierno holandés no se de­cidió, sin embargo, a despenalizar la eutanasia, pero los jueces holan­deses no imponen penas a los médicos que la practiquen de acuerdo con las ya nombradas condiciones.
Es decir, la ley es despenaliza­dora en la práctica y espera el mo­mento propicio para que un mar­co legal para la eutanasia no en­cuentre la oposición que existe hoy.
La mentalidad que subyace en el resto de Occidente es la misma, y así la postura de Holanda se pre­senta como un ejemplo de moder­nidad y progreso digno de imi­tación.
Un último dato: curiosamente, según la investigación del médico holandés, el Dr. Segers, el 93% de los internados en casas para ancia­nos son firmemente contrarios a la eutanasia, y el 68% de ellos teme que les maten sin el propio consentimiento o sin saberlo.

LA CARA AMARGA DE LA DULCE MUERTE
«Yo no distingo entre eutana­sia activa y pasiva, al tratarse de un único e importantísimo proble­ma humano ante el que la socie­dad debe concienciarse (...); ya que el Código Civil permite expresar la voluntad de varias formas para disponer de los bienes, del mismo modo debiera poder actuarse para disponer de la propia vida (...). Lo que aquí importa es la voluntad del paciente, es el hecho de que acepte o no soportar la destruc­ción física. Él decide (...)», afirma Cesáreo Rodríguez Aguilera, ex­presidente de la Audiencia Terri­torial de Cataluña, actual senador, en una entrevista concedida al pe­riódico La Vanguardia, el pasado mes de abril.
Sorprende la torpeza y la inge­nuidad del hombre moderno. Como un recién iniciado a la fotografía que se atreve a hacer sus primeras fotos, siempre desenfo­cadas, el hombre actual se acerca al problema de la muerte con la misma inexperiencia y torpeza. Se habla del respeto a la voluntad del paciente para que acepte o no la destrucción física. ¡Como si el su­frimiento y la muerte fueran una cuestión a merced de la voluntad de alguien! Ni siquiera la ilusión de poder acercar y decidir el cómo de la muerte aclara la cuestión fun­damental, el enfoque que permite entender la realidad de la muerte y por tanto, de la vida. El princi­pal trabajo de la voluntad no pue­de entretenerse en cuestiones marginales que tratan de censurar el problema de la muerte (es de­cir, de las razones por las que se vive y se entrega la vida), con pro­blemas sobre el «derecho a mo­rir»; sino sobre todo, situarse, pre­guntarse sobre este único hecho, tan único como nacer.
La muerte existe, y la eutana­sia no la evita. En este sentido, el gran antropólogo Philippe Aries ha escrito: «La muerte se ha con­vertido en un tabú y en el siglo XX ha sustituido al sexo como principal prohibición. Antes se decía a los niños que venían de París, pero ellos asistían al gran mo­mento del adiós a la cabecera del moribundo. Hoy son iniciados desde la más tierna edad en la fi­siología del amor, pero cuando no vuelven a ver al abuelo y pregun­tan por él, se les dice que descan­sa en un bello jardín rodeado de flores».
Morir se ha excluido de la vida del hombre. Se habla, se razona, como si el hombre no debiera mo­rir nunca. Porque la vida del hom­bre moderno es un esfuerzo titá­nico por afirmarse a sí mismo, y la muerte es el signo absoluto del fracaso de este esfuerzo. Sanato­rios, rest-houses, hospitales, son los lugares asépticos, ajenos a la vida, encargados de ocultar este fracaso.

POR UNA MUERTE DIGNA
El gran avance de la medicina de nuestros días hace posible con­trolar en gran medida los sufri­mientos físicos del enfermo. Inter­venciones quirúrgicas paliativas, potentes analgésicos, terapias sus­titutivas constituyen la gran solu­ción cuando la curación ya no es posible. Pero frente al sufrimien­to del hombre que sabe que va a morir, lo único que es capaz de ofrecer la estructura sanitaria, la sociedad entera, son sedantes que ayudan al hombre a olvidar y re­lajarse. Mucho más al fondo del problema del dolor físico de un enfermo terminal, el interrogante que late bajo la petición de la eu­tanasia se sitúa en ese otro dolor que abarca al hombre entero. Por­que este tiempo, o es el momento de una gran meditación sobre el significado de la existencia, acom­pañado y sostenido por los seres queridos, o, por el contrario, es el tiempo de una angustia intolera­ble que sólo desaparece bajo la ac­ción de potentes fármacos o de una «rápida y dulce muerte».
Capaz de construir naves que exploren los más alejados lugares del espacio, de penetrar hasta el interior del más pequeño resqui­cio del cuerpo humano, de domi­nar la naturaleza hasta límites in­sospechados, el hombre de nues­tros días ha perdido la capacidad de mirarse a sí mismo, de mirar la realidad y ser leal con aquello que encuentra. Cuando el enfermo percibe que el esfuerzo por repa­rar la maquinaria de su cuerpo va a fracasar, cuando sus familiares, los amigos, la propia estructura sanitaria advierten que sólo queda la derrota, la única alternativa planteada es evitar este tiempo en el que una y otra vez surge una pregunta a la que la ideología no sabe responder.
Pero hay otra posibilidad dife­rente de la desesperación: es la po­sibilidad que se abre cuando el hombre descubre que la vida es un don y percibe su muerte como la entrega de la vida, de todo lo que­rido, a Aquél de quien lo ha re­cibido.
Explica Madre Teresa: «Re­cuerdo a un hombre que recogi­mos en la calle y lo llevamos a nuestra casa. ¿Qué dijo aquel hom­bre? Ningún reproche, ninguna blasfemia, sólo dijo: "He vivido como un animal y voy a morir como un ángel, amado y curado". Estuvimos tres horas limpiándole. Después miró a las hermanas y dijo: "Hermanas, regreso a la casa de Dios" y murió. No he visto nunca una sonrisa como la que te­nía este hombre en la cara. Es algo increíble. En las calles de Calcuta hemos recogido enfermos y mori­bundos -cuarenta y ocho mil per­sonas- y no he sentido nada pa­recido hasta hoy: sólo la alegría de estar allí».
Ésta es la gran paradoja del morir: comprender qué son la vida y la muerte significa sobre todo comprender qué es la vida. Cuan­do nuestra cultura era todavía cris­tiana tenía miedo, no de la muer­te, sino de la muerte imprevista, aquélla que no permite al hombre elaborar su sentido. Hoy sin em­bargo, la muerte imprevista es la única deseable porque elimina la necesidad de hacer del morir un acto de la persona.
«Morir con dignidad». Ésta es una de las claves de la campaña a favor de la eutanasia. Pero, ¿qué significa morir con dignidad sino morir acompañado y conocer el sentido del propio morir?
Nos recuerda Madre Teresa:
«El sufrimiento físico es muy difí­cil, porque abarca todo nuestro cuerpo cuando tenemos dolores y sufrimos. Pero lo que yo encuen­tro terrible es la soledad de nues­tra gente, el hecho de sentirse como indeseables, no amados: éste es un sufrimiento terrible. Se pue­de hacer algo por el sufrimiento físico porque se ve, pero no hay palabras para explicar el sufri­miento interior».
Elisabeth Kubler-Ross, una de las más grandes expertas en psi­cología del moribundo ha conclui­do que en el fondo de todos los re­clamos del enfermo existe sobre todo la petición de no ser dejado solo.
Y así, del equívoco superficial de una petición dramática, puede nacer la trágica, amenazante, res­puesta de la eutanasia.
Eutanasia -etimológicamente «buena muerte»-, es un término que se traduce por muerte rápida e indolora. La eutanasia pasiva consiste en eliminar los medios que contribuirían a alargar la vida del enfermo, como la respiración asistida o la alimentación nasogás­trica. Por eutanasia activa enten­demos la administración de un tratamiento destinado a producir la muerte de un paciente, por ejemplo una inyección letal. Esta práctica es un delito de homicidio en la mayoría de los países. A su vez, la eutanasia activa tiene dos modalidades: directa e indirecta.
Es importante darse cuenta de que esta denominación de activa y pasiva no deja establecidos con claridad algunos criterios. La euta­nasia pasiva, según algunos com­pletamente lícita, iguala al hecho de retirar la alimentación de un enfermo, sin duda un cuidado ele­mental, junto con otras situacio­nes muy distintas, como el caso de no someter a una inútil quimiote­rapia a un paciente con cáncer diseminado.
Por esto, otros prefieren usar el término ortotanasia, «muerte a su tiempo», que significa no utili­zar medios desproporcionados a la situación del paciente. Así, someter a un paciente con un cáncer terminal a un inútil tratamiento, puede ser una postura despropor­cionada. Pero nunca es despropor­cionado asegurar la alimentación de un paciente. De la misma ma­nera es esencial la distinción entre eutanasia activa directa y eutana­sia activa indirecta, puesto que no es lo mismo administrar una in­yección letal (directa) que admi­nistrar grandes dosis de morfina con el único fin de paliar los do­lores, lo que secundariamente pue­de acortar la vida del enfermo (indirecta).
Es esencial delimitar con clari­dad cada caso, y no se pueden dietar rasgos generales. La única re­gla posible es actuar siempre a fa­vor del enfermo en el pleno res­peto de su dignidad.
Aquéllos que apoyan la eutana­sia, sin embargo, actúan de la ma­nera opuesta, generalizando los casos, hablando de fenómenos, pi­diendo una reglamentación.

PROYECTILES NO, CARAMELOS TAMPOCO
En Washington el Tribunal Su­premo de los Estados Unidos re­chaza la petición del gobierno fe­deral: no habrá operación para la pequeña Jane Doe, nacida con es­pina bífida y condenada a la pará­lisis. A Jane Doe le quedan dos años de vida, no más.
En Roma, el Tribunal Supremo concede la libertad provisional a Laciano Papini, que hace dos años mató a tiros a su sobrino Sandro, de dieciocho, paralítico.
A unos 15 km al sur de Piacen­za, José Carini, treinta y dos años, paralítico de nacimiento, toda su vida en silla de ruedas; lee, escu­cha, aprende. No le interesa hacer cabales jurídicos, lo único que sabe es que aquella sentencia tiene que ver con él.
«No me dan miedo los jueces ni las sentencias: me dicen que en Roma, leída la sentencia de Papi­ni, el público presente comenzó a aplaudir. Es ese aplauso lo que me da mucho miedo. ¿Puedo bro­mear? No querría que el día de mañana alguno dijese: ¡Pobrecito papá, cuánto sufre! Y me pegase dos tiros. Yo soy como soy. Soy una persona, me ha costado tanto llegar a aceptarme y a quererme a mí mismo; y ahora debo también combatir la mentalidad de la gen­te que quiere convertirme en un desgraciado. Como aquel cura que hace algunos años me decía: "Ahora sufres, pero después irás al cielo", y me daba caramelos. No me gustan los caramelos ... ».
A Luciano Papini le ha sido concedida la libertad provisional porque el suyo, se dice, ha sido un acto de piedad, un homicidio por amor.
Pero, ¿no sientes el dolor de la contradicción? Actos como éste son un intento de eliminar el sufrimiento de la vida, y quizá soy un poco duro, pero dime si no su­pone esto eliminar el compromi­so. Esto no quiere o no puede comprenderlo ya nadie, pero hay un sufrimiento que no es elimina­ble y frente al cual debemos únicamente estar en silencio. Debes permanecer en su presencia» .
¿No has pensado nunca en el suicidio, en qué injusto que te haya tocado precisamente a ti?»
Antes de haber encontrado la comunidad cristiana, muchísi­mas veces. Los otros chicos de mi edad tenían novia, paseaban, se di­vertían. Me daba muchísima rabia, me parecía una injusticia. Enton­ces me refugiaba pensando y so­ñando. Soñaba con coger una me­tralleta y acabar con el amo capi­talista. Aceptar las intervenciones quirúrgicas más peligrosas era mi forma de suicidio, pero no, no era la solución, no son esas las res­puestas a la verdadera cuestión que está en juego, en mi caso como en el de Sandro Papini o el de la niña Jane: si la vida tiene sentido. En nosotros la pregunta crucial del universo se manifiesta de for­ma prepotente. Yo he respondido positivamente».
Pero tú has conseguido ha­cer una carrera, hablas con clari­dad, lees, la cabeza te funciona. ¿y las otras personas que sólo tie­nen una vida vegetativa, aquéllos a los que se les ha negado el um­bral de la conciencia?»
¿Sabes que existen tesoros insospechados de humanidad, de ternura, de afecto, hasta en el úl­timo de los hombres? Pero esto no es todavía una respuesta. Mira, el mundo parece dividido en dos par­tes: en la primera, campea el slo­gan socialista de las elecciones "El optimismo de la voluntad". Bajo él, todos los que consigue arras­trar. De la otra parte, nosotros, aquellos que sufrimos y comparti­mos y escuchamos los sufrimien­tos. ¿Acaso el optimismo de la vo­luntad puede resolver el misterio del sufrimiento?, ¿redimirlo? Querrán eliminarlo, suprimirlo. Eso sí, como lo estamos viendo. Además, nosotros somos otra cosa: somos el testimonio de que lo que el hombre tiene -salud, fuerza, belleza, juventud- no le pertenece, no es suyo. Es gracia, nosotros existimos para recordar­lo. Porque olvidarlo es reabrir, an­tes o después, los campos de con­centración y de exterminio. Nues­tro sentido es éste; nosotros so­mos necesarios al mundo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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